El
avance electoral de las derechas coincide, en Europa y América Latina, con la
retracción de las fuerzas de izquierda y centroizquierda. Pero en América Latina
se añade un problema: la socialdemocracia hace tiempo que no logra instalar un
discurso en la sociedad. Hoy, las fuerzas progresistas deben abandonar el
confortable lugar que da la superioridad moral y forjar fórmulas para volver a
poner en el centro de la arena pública el problema de la desigualdad que ha
erosionado duramente las pretensiones más básicas de la democracia.
Fernando Manuel Suárez / Nueva
Sociedad
El avance
electoral de las derechas –en muchos casos, al menos retóricamente, de extremas
derechas– coincide, en particular en Europa y América Latina, con la retracción
de las fuerzas de izquierda y centroizquierda en el mismo terreno. ¿Se trata de
procesos vinculados causalmente o más bien de dos tendencias simultáneas y
paralelas que, en sí, no tienen necesariamente puntos en común? La evidencia,
muchas veces selectiva y parcial, puede contribuir a fundamentar una y otra
opinión de manera indiferente e, incluso, contrapuesta. Está claro que, en
tanto hipotético juego de suma cero, los votos que pierde uno se transfieren
directamente a otro competidor. Sin embargo, el modo en que esa transferencia
opera guarda algunas complejidades que es recomendable considerar y atender.
En este
caso, el orden de los factores sí altera el producto. Algunos consideran que el
avance de las derechas es el resultado fortuito del divorcio previo que se
produjo entre las fuerzas progresistas y su electorado. Desde esta perspectiva,
se considera a estas expresiones, muchas veces percibidas equivocadamente como outsiders,
como el circunstancial medio a través del cual se manifestó un descontento
popular en las urnas. Descontento que, visto con más detalle, va mucho más
allá. Una lectura contrapuesta podría considerar que en la sociedad
efectivamente se produjo un desplazamiento discursivo e ideológico, un cambio
en el Zeitgeist que habilitó que ciertas alternativas políticas mucho
tiempo soslayadas consiguieran el apoyo de una porción importante del
electorado. Este proceso ha estado acompañado, siguiendo este razonamiento, de
un avance de ciertas ideas políticas que se creían reducidas a pequeños
grupúsculos de extremistas y, en contra de esta suposición, han ganado
gravitación en el espacio público y los medios de comunicación. En síntesis,
todo esto sería el resultado de una lisa y llana derechización de la sociedad.
En un
contexto copioso en información e interpretaciones, resulta difícil realizar
algún aporte original al respecto de esta tendencia, que tuvo un nuevo hito –y
encendió nuevas señales de alarma– con el triunfo de Jair Bolsonaro en las
elecciones presidenciales en Brasil. Se mezclan en las interpretaciones
cuestiones estructurales, de largo aliento, con explicaciones más coyunturales,
fenómenos idiosincráticos con cuestiones que responden a procesos de escala
planetaria. Esta heterogeneidad de factores debe ser considerada, aun cuando
sea imposible dar cuenta de todos ellos, tanto para evitar una lectura
exageradamente provinciana (cuya versión más triste e improductiva es querer
imponer categorías locales a procesos políticos de otras latitudes) como lo
contrario, es decir la tentación de hallar tendencias planetarias ante la
primera semejanza o parecido de familia que se encuentre entre los distintos
acontecimientos políticos.
La foto del
momento, incluso considerando matices, está clara: hay una retracción, en
algunos casos muy prolongada en el tiempo, de las fuerzas de centroizquierda y,
al mismo tiempo, un avance de fuerzas de derecha radicalizadas de diverso
tenor. Este proceso tiene hoy algunos escenarios más claros que otros,
fundamentalmente Europa occidental y Sudamérica, aunque podría hacerse
extensivo a otras latitudes. El caso Donald Trump, hoy día emblemático, resulta
difícil de encajar en esta tendencia dadas las peculiaridades tanto de su figura
como del sistema político estadounidense; algo semejante ocurre con Vladímir
Putin en Rusia.
Nuestro
interés, puesto que será imposible abarcar todo, estará orientado a uno de los
elementos que componen el diagnóstico: la crisis de la centroizquierda (o la
socialdemocracia) y su declive electoral. En ese sentido, vale destacar que,
aun en los casos en que candidatos de izquierda han ganado las elecciones o
formado gobierno, el retraimiento en términos electorales de las fuerzas
progresistas es generalizado, con diversidad de grado. Con algunos partidos
históricos en una crisis terminal y al borde de la extinción (el PASOK griego o
el Partido Socialista francés), otros perforando elección tras elección sus
pisos históricos (el Partido Socialdemócrata de Alemania, por ejemplo) y otros
conservando cierto peso electoral en escenarios muy polarizados, pero sufriendo
derrotas cuyo impacto todavía no resulta sencillo mensurar (esto vale para
varios casos de América Latina, el más reciente en Brasil).
Una de las
causas más sensibles de la declinación de las fuerzas progresistas ha sido la
incapacidad de incorporar, y en algunos siquiera tematizar, algunas demandas
sociales sumamente controvertidas para su propia agenda de políticas públicas y
sus principios ideológicos. Estos temas, que son sin duda más heterogéneos, se
podrían resumir en la cuestión de la seguridad en un sentido extenso. La
inseguridad como fenómeno social se compone de elementos heterogéneos, pero se
fundamenta básicamente en el compromiso originario del Estado de preservar la
integridad física de sus ciudadanos y, algo nada menor, su propiedad privada.
Esta inseguridad ha adoptado formas diversas y se ha expresado –lo cual lo hace
más difícil de integrar– a través del miedo y la desconfianza. La inseguridad
incluye cuestiones como la violencia criminal de diversa escala (desde el
pequeño hurto hasta el narcotráfico), el avance de la inmigración y la difícil
convivencia multicultural, y la corrupción privada y, sobre todo, pública. Para
el progresismo, prácticamente en todas sus variantes, estas cuestiones han sido
muy difíciles de enfrentar. Las reacciones han sido tardías e ineficaces,
pasando de la negación a las respuestas erráticas, y han dejado estas demandas
a la merced de una derecha demagógica que no tiene pruritos en hacerse cargo de
ellas.
Entre los
socialdemócratas siempre primó una tesis de que el problema de fondo, causa de
gran parte de los hechos de violencia y los delitos, era la desigualdad. La
desigualdad era factor principal, y a veces exclusivo, para explicar todos los
epifenómenos de la anomia social. Por tanto, la seguridad social –el término
aquí no es fortuito– se convirtió en el vehículo privilegiado de los
socialdemócratas para enfrentar todos los problemas, un dispositivo estatal que
garantizara al menos cierta igualdad material, complementaria con la igualdad
ante la ley. El progresismo suele decir, no sin cierta dosis de
autocomplacencia, que el Estado de Bienestar murió de éxito, que fue su
consolidación la que llevó al declive de sus abanderados, incapaces de innovar
políticamente. En una visión contrapuesta se podría argumentar que fue más bien
lo contrario, que la socialdemocracia hizo de la falta virtud y se aferró a un
sistema de cohabitación, y pretendida domesticación, del sistema capitalista
que resultó insostenible en el tiempo. Con el avance del neoliberalismo y de
una economía financiera globalizada, estos déficits se hicieron más acuciantes.
La socialdemocracia quedó entrampada en un discurso que pendulaba entre una
resistencia nostálgica y la adaptación, a veces celebrada como una verdadera y
necesaria innovación (basta con recordar a Anthony Giddens), a las nuevas
circunstancias. Las izquierdas latinoamericanas, que se apresuraron a celebrar
el fin del neoliberalismo –y un orden posneoliberal– y durante algún tiempo
miraron con desdén a la alicaída Europa, hoy se encuentran nuevamente frente al
temido renacer de un autoritarismo neoliberal. Las esperanzas de esos gobiernos
progresistas quedaron sepultadas bajos los escombros producto del derrumbe de
los precios internacionales de sus commodities. La promesa fundacional
quedó reducida, en el mejor de los casos, a módicos resultados, cuando no
desembocó en un resonante fracaso.
En términos
más generales, el centro del problema se encuentra hoy –y quizá ya hace tiempo–
en el modo en que se administran las demandas sociales y se ordena la comunidad
política. La crisis de la democracia, cuya incertidumbre endémica ha sido
celebrada muchas veces como una virtud, ha derivado, al decir del politólogo
Carlo Galli, en un llano malestar. La democracia ya «no parece adecuada para
regular y dar forma a la política en el mundo actual», afirma en su libro El
malestar de la democracia (2013). Esta no es una cuestión nueva (basta con
hacer un paneo nada exhaustivo por la literatura), pero en la actualidad ha
adquirido algunos rasgos preocupantes. En el centro de este problema está, como
no podía ser de otro modo, el sistema representativo, figura predilecta en el
banquillo de los que creen, con una cuota de razón pero muy proclives a
fórmulas facilistas, que la democracia tal y como la conocemos requiere de una
reforma más profunda. La mentada «crisis de representación» está plagada de
malentendidos y supuestos fallidos –el principal de ellos es el que señala la
posibilidad de una representación perfecta o transparente entre el ciudadano y
el político– y lo que es peor aún, propone soluciones que suenan muy bien en la
teoría pero resultan difíciles de imaginar en la práctica. Como ha señalado
provocativamente Andrea Greppi en su libro Teatrocracia: apología de la
representación (2016): «¿alguien conoce herramientas más eficaces que las
elecciones y los parlamentos, los partidos y la libertad de palabra, para
distinguir, día día, lo que merecer ser representado y lo que no?». Detrás de
esa pregunta se esconde el meollo de la cuestión: las formas de democracia
directa u otras formas de participación pueden ser alentadas y recibidas con
beneplácito, pero –y en esto me permito ser irreductible– todavía están muy
lejos de resolver el problema de la representación y resultan, a la luz de los
hechos, una alternativa cuanto menos inviable. La respuesta alternativa, aún
más riesgosa, implica cuestionar las prácticas democráticas, derribar de su
pedestal al ciudadano-elector, pero con el riesgo cierto de, en defensa de la
democracia, asumir posiciones antidemocráticas de las que no es sencillo
volver.
La centroizquierda, el progresismo y la socialdemocracia (hoy tomados
como sinónimos) tienen el desafío de enfrentar esta crisis de la democracia y
el correspondiente avance de la derecha con cierta dosis de realismo político,
abandonar por un segundo el confortable lugar que da la superioridad moral e
intentar dilucidar las cuestiones que están detrás de este problema. Está claro
que uno de los temas centrales, y que lamentablemente ciertas variantes del
socialismo democrático han abandonado, tiene que ver con la difícil
convivencia, a veces imposible, entre democracia y capitalismo. Se trata de una
batalla desigual y cruenta que, por el momento, tiene un claro ganador. El
progresismo tiene la obligación de forjar fórmulas (quizá una renta universal
básica, solo por dar un ejemplo) para volver a poner en el centro el problema
de la desigualdad que ha erosionado duramente las pretensiones más básicas de
la democracia. En cuanto al avance de las derechas, el progresismo debe dejar
de lado las caracterizaciones fáciles y las respuestas estériles. Durante mucho
tiempo se ha visto a las ultraderechas como minorías intensas sin capacidad de
hegemonía; esto no solo se ha revertido parcialmente, sino que además ha dejado
en evidencia que todas las expresiones políticas son, a su modo, minorías
intensas. En sentido estricto, hoy la política se ha convertido en una miríada
de minorías intensas desperdigadas, que se articulan y entran en colisión de
manera errática. Lo que tenemos es, entonces, un conjunto de archipiélagos,
pero rodeados de un inmenso océano de apatía e indiferencia. Surcar las aguas
de la apatía es el desafío más grande que queda por delante.
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