En tiempos de
restauración neoliberal conservadora, de fascismos redivivos y de mercaderes de
la fe, México es hoy un aliento de esperanza para todos los pueblos
latinoamericanos; y el emblema que enarbola su presidente, “por el bien de
todos, primero los pobres”, señala un rumbo claro en medio de la deriva ética
del capitalismo salvaje que nos devora.
Andrés Mora Ramírez / AUNA-Costa Rica
“Venga
la esperanza, / venga sol a mí.
Lárguese
la escarcha, / vuele el colibrí.
Hínchese
la vela, / ruja el motor,
que
sin esperanza / ¿dónde va el amor?”
Silvio Rodríguez
AMLO recibió el bastón de mando de los pueblos originarios. |
En un día de profunda
significación para el pueblo mexicano, especialmente para aquellos sectores de
la población que más han sufrido los estragos
políticos, económicos, sociales y culturales provocados por casi cuatro
décadas de neoliberalismo y de gobiernos entreguistas, el pasado 1 de diciembre
Andrés Manuel López Obrador (AMLO) juró como nuevo presidente de México, para
el período 2018-2024. Por la historia del país; por su relevancia (geo)política
y las opciones que abre para el futuro de la región; por los estrechos vínculos
que nos hermanan con sus diversas culturas; y de manera particular por la
compleja coyuntura en la que ocurre este acto, la toma de posesión de AMLO bien
podría situarse en importancia junto a la de líderes como Hugo Chávez, en
Venezuela, Lula da Silva en Brasil o Néstor Kirchner en Argentina, cuya llegada
a la presidencia en los albores del siglo XXI marcó un momento de ruptura con
la inercia neoliberal y creó las condiciones para avanzar, entre aciertos y
errores, por el camino de las alternativas posneoliberales.
AMLO, en su tiempo y
sus circunstancias, se inscribe también en esta tradición posneoliberal
latinoamericanista: como quedó claro en su discurso ante el Congreso de la
Unión, no habla de revoluciones ni de socialismo del siglo XXI –por más que sus
detractores se empeñan en la exégesis de cada una de sus intervenciones para
buscar fantasmas o demonios comunistas-, sino de “una transformación pacífica y
ordenada, pero al mismo tiempo profunda y radical, porque se acabará con la
corrupción y con la impunidad que impiden el renacimiento de México”. Pero el
sustento de su proyecto de país, y de su praxis política en la vida pública
mexicana, ha sido la crítica sistemática el modelo neoliberal, a sus impactos
sobre la vida de los más pobres y a la metástasis que ha hecho en las
instituciones republicanas, constriñendo cada vez más las posibilidades de
construir una democracia real y profunda. Y en política exterior, su guiño
hacia América Latina no pudo ser más contundente: reafirmó su apego a los
principios de no intervención, autodeterminación, solución pacífica de las
controversias y cooperación para el desarrollo, y declaró que “México no dejará
de pensar en Simón Bolívar y en José Martí, quienes junto con Benito Juárez
siguen guiando con sus ejemplos de patriotismo el camino a seguir de pueblos y
de dirigentes políticos”.
En mensaje a la nación,
AMLO también delineó los tres ejes de su futuro gobierno: el primero, la
regeneración de la vida pública y combate a la corrupción; el segundo, la
separación del poder económico del político, que en los gobiernos neoliberales
“se han alimentado y nutrido mutuamente” y cuya alianza perversa acabó por
implantarse “como modus operandi el robo de los bienes del pueblo y de las
riquezas de la nación”, lo que es extensible a las experiencias neoliberales
–viejas y nuevas- que han desplegado gobiernos y élites económicas en América
Latina. El tercer eje es la búsqueda de la justicia social y la disminución de
las desigualdades, desde la acción del Estado:
“No se condenará a quienes nacen pobres a morir pobres. Todos los seres
humanos tienen derecho a vivir y ser felices, es inhumano utilizar al gobierno
para defender intereses particulares y desvanecerlo cuando se trata de proteger
el beneficio de las mayorías”, dijo en su discurso, y acto seguido hizo una
declaración de lo que será el principio rector de su gobierno en esta materia:
“Es pertinente, pues, exponer con toda claridad que vamos a atender y a
respetar a todos. Que vamos a gobernar para todos, pero que le vamos a dar
preferencia a los vulnerables y a los desposeídos. Por el bien de todos, primero los pobres”.
Evidentemente, la tarea
que tiene por delante el nuevo gobierno no es sencilla: la herencia que dejan
las administraciones neoliberales, la magnitud de la pobreza y las
desigualdades que destrozan el tejido social mexicano, y el poder y cinismo de
los enemigos del cambio –que no ha dejado de mostrar sus dientes afilados desde
que se conocieron los resultados de las elecciones en el mes de julio- auguran
un camino lleno de obstáculos y trampas, en carrera contra el tiempo (¿cuánto
del daño infligido al país se podrá revertir en seis años?). AMLO ha sido el
primero en reconocerlo con realismo y sentido crítico, pero confía en cumplir
su responsabilidad histórica: “vamos a enfrentar bien los grandes y graves
problemas nacionales porque creo en el pueblo y en su cultura, la cultura del
pueblo, de nuestro pueblo, las culturas de México que siempre han sido nuestras
salvadoras”.
En tiempos de
restauración neoliberal conservadora, de fascismos redivivos y de mercaderes de
la fe, México es hoy un aliento de esperanza para todos los pueblos
latinoamericanos; y el emblema que enarbola su presidente, “por el bien de
todos, primero los pobres”, señala un rumbo claro en medio de la deriva ética
del capitalismo salvaje que nos devora. En México empieza una nueva batalla por
el futuro de nuestra América.
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