Nunca estuvimos más lejos
del equilibrio, pero también por eso nunca estuvimos tan necesitados de él. Hoy
la felicidad no puede estar en el futuro buscado sino en el presente de esa búsqueda.
Y es algo que la humanidad va a emprender por su propia fuerza interior.
William Ospina / El Espectador
Se diría que cuando se
proclamó la Declaración Universal de los derechos humanos se olvidaron el
derecho a la belleza y el derecho a la felicidad. Ambos parecían estar
demasiado alejados de las necesidades básicas de la humanidad y pertenecer al
orden de lo superfluo. La vida, la propiedad, la libertad, la opinión, el
techo, el alimento, el trabajo, eran cosas más urgentes.
Además ni la belleza ni
la felicidad son bienes fácilmente definibles, parecen depender de las
inclinaciones individuales, del gusto e incluso del capricho de los seres
humanos.
Después de una larga
conversación sobre la belleza, Sócrates sólo concluye, en el diálogo platónico,
que “lo bello es difícil”. De la felicidad tal vez lo más sensato que se ha
dicho es aquella exclamación de una dama francesa: “Yo no soy feliz, yo estoy
contenta”.
Sin embargo, a medida que
la sociedad moderna se sumerge en los pozos de la fealdad, del caos urbano, de
la polución, de la basura, la pregunta por la belleza vuelve, siquiera como un
esfuerzo por no olvidar las más altas promesas de la civilización. Y en cuanto
a la felicidad, basta citar aquellos versos de Borges: “He cometido el peor de
los pecados / que un hombre puede cometer, no he sido / feliz”.
A comienzos del siglo XIX
Schopenhauer propuso que no viéramos la felicidad como un estado permanente,
como un punto de llegada en el que ya todo fuera plenitud y satisfacción, sino
como una continua posibilidad que depende de nuestra capacidad de aprovecharla.
Tal vez por eso afirmó: “La felicidad es la salud”.
Yo creo que es verdad,
que la salud del cuerpo, la salud de la mente, la salud de la sociedad y la
salud de la naturaleza son las mejores condiciones para que la felicidad sea
posible. Pero andamos tan extraviados que en nuestro tiempo los sistemas de
salud tienden a pensarse ante todo como asuntos de atención médica, de farmacia
y de cirugía. La salud preventiva, la más importante de todas, tiende a
olvidarse.
Si los gobiernos
estuvieran verdaderamente interesados en la salud de la comunidad, tendrían
como principal objeto de su trabajo la provisión de agua potable, la higiene,
la producción de alimentos sanos y seguros, la educación para la convivencia,
la defensa de la naturaleza, el ingreso social, la recreación, la oportunidad
laboral, la protección de la familia, la solidaridad, la confianza y la
alegría.
Yo estoy seguro de que
una porción muy alta de las consultas de urgencias en los hospitales se debe a
la angustia, a la incertidumbre económica, a la tensión de las relaciones
humanas, a la mala alimentación, al estrés, al desamparo y a la soledad.
Si la sociedad atendiera
sus necesidades prioritarias, los niveles de enfermedad descenderían a su
verdadera proporción y no estaríamos descargando en los médicos y en los
hospitales todo el peso de nuestro desorden social.
Pero también la
violencia, que obedece a múltiples causas, encuentra su caldo de cultivo en el
desamparo, en la incertidumbre, en la tensión urbana, en la falta de oportunidades,
y en una sociedad que no alienta en sus miembros la serenidad y el orgullo de
tener una función, un reconocimiento y un destino.
Es muy probable que
prevenir la enfermedad sea más fácil que curarla. En nuestro país es evidente
que prevenir la violencia sería mucho más efectivo que combatirla mediante una
pesadilla creciente de operaciones guerreras y de cárceles infernales. Sólo las
sociedades enfermas piensan que la salud consiste en medicinas y cirugías, que
la justicia consiste en policías y cárceles.
Creo que hoy la felicidad
humana depende sobre todo del arte, del pensamiento y de la política. Y llamo
arte a la posibilidad de que cada ser humano persiga su vocación, realice lo
más plenamente que le sea posible su aventura creadora, conquiste su destino
personal. Llamo pensamiento al trabajo responsable de la ciencia, al esfuerzo
reflexivo de la técnica, a la labor incesante de la filosofía revelándonos el
sentido de lo que existe, a los avances del diálogo social, del debate, y a la
fuerza del sentido común contra las manipulaciones del poder, contra las
confusiones y los caprichos de la opinión.
Y llamo política sólo a
la capacidad de la humanidad de recuperar su rol protagónico en el orden del
mundo, y no dejar más la responsabilidad de la historia en manos de los
expertos, de los burócratas y de la corrupción.
Nunca estuvimos más lejos
del equilibrio, pero también por eso nunca estuvimos tan necesitados de él. Hoy
la felicidad no puede estar en el futuro buscado sino en el presente de esa búsqueda.
Y es algo que la humanidad va a emprender por su propia fuerza interior.
Porque, aunque los
Estados, las academias y las iglesias traten de hacer que lo olvidemos, son los
pueblos los que crearon las lenguas, los que pulieron los oficios, los que descubrieron
las artes y los que encontraron en su camino a los dioses.
No hay comentarios:
Publicar un comentario