Las fuerzas
del mercado general han deformado las instituciones sociales y han creado una
cultura del “sentido común” que
cada día nos aleja más de la humanidad y del universo. Han forjado una cultura
popular que gira alrededor de la competencia y del individualismo posesivo con
consecuencias nefastas para los grupos más vulnerables.
Alejandro Nadal / LA JORNADA
Para
entender el daño que el neoliberalismo ha causado en nuestras sociedades, es
bueno tomar algo de distancia histórica. La perspectiva desde horizontes
temporales largos permite cuestionar los mitos y leyendas que impiden una
crítica certera sobre la economía de mercado y el capitalismo. Un vistazo al
pasado ayuda a comprender que las heridas en el tejido social no son
superficiales y que se acompañan de una peligrosa mutación hasta en la misma
forma de pensarnos.
Lo primero
que enseña la perspectiva histórica es que la sociedad de mercado no siempre
existió. Este es el hallazgo fundamental de Karl Polanyi, autor de la obra
magistral La gran transformación. Si bien los mercados eran
conocidos desde finales de la llamada edad de piedra, las relaciones puramente
mercantiles estaban acotadas por otro tipo de relaciones sociales que no tenían
nada que ver con precios y mucho menos con una finalidad de lucro. Para decirlo
en palabras de Polanyi, no es lo mismo una sociedad con mercados que una
sociedad de mercado.
Ninguna
sociedad puede sobrevivir sin un sistema económico. Pero el sistema económico
basado en la idea de un mercado autorregulado es una novedad en la historia. En
la antigüedad existieron mercados de todo tipo de bienes, desde telas y
sandalias hasta utensilios y alimentos. Había precios y monedas. Pero las
relaciones mercantiles estaban sumergidas en una matriz de relaciones sociales
cuya racionalidad no era obtener ganancia o beneficio económico. Como dice
Polanyi, aquellas relaciones mercantiles estaban encasilladas en otro tipo de
relaciones sociales.
Las cosas
cambiaron hace unos 200 años. La sociedad del siglo XVIII fue testigo de este
portentoso cambio y le saludó como si se hubiese alcanzado la cima de la
civilización. La admiración creció con el mito de que culminaba con esa
transformación un proceso cuyo motor era una supuesta propensión natural
de los seres humanos al trueque, para usar las palabras de Adam Smith. Esa
creencia es la que anima la mitología sobre una evolución natural que condujo a
la sociedad de mercado.
La realidad
es que no hay nada natural en la expansión del tejido
mercantil. En los poblados y las ciudades de la Europa medieval el comercio era
visto con recelo y como amenaza a las instituciones sociales. Por eso se le
regulaba de manera estricta, con la obligación de hacer públicos los detalles
de precios y plazos para cualquier transacción mercantil y la prohibición de
utilizar intermediarios. Además, se mantuvo una separación rigurosa entre el
comercio local y el de largas distancias. Los comerciantes dedicados a estas últimas
actividades estaban inhabilitados para ejercer el comercio al menudeo. Los
mercados fueron siempre una dimensión accesoria de las relaciones sociales.
La
aparición de estados unificados territorialmente impulsó la destrucción de las
barreras proteccionistas de los poblados y primeras aglomeraciones urbanas,
además de proyectar la política del mercantilismo a un primer plano. Así se
abrió la puerta a la creación de mercados nacionales. Si las relaciones de
mercado llegaron a cubrir con su manto toda la trama de relaciones sociales,
eso fue resultado de la acción del poder público o de lo que Polanyi
llamó estímulos artificiales, no de una pretendida evolución natural.
La sociedad
de mercado que se impuso a finales del siglo XVIII llevaba en su lógica la
necesidad de convertir todo lo que tocaba en una mercancía. Entre otras cosas
necesitó de la mercantilización de bienes (como la tierra), que anteriormente
no habían sido objeto de transacciones en un mercado. Sólo así podía pretender
al título de mercado autorregulado. Cuando llegó la revolución industrial, la
sociedad de mercado ya había transformado el entramado de relaciones sociales
que había imperado en Europa. El capitalismo nacido en las relaciones agrarias
en Inglaterra completó el proceso al convertir al trabajo en mercancía y en
otro espacio de rentabilidad.
El
neoliberalismo y la globalización de los pasados tres decenios también se
impusieron por la acción del Estado. Y lo que antes había sido visto como una
amenaza para las instituciones, se convirtió en una realidad tóxica para el
tejido social. Todo lo que nos rodea y hasta nuestro mismo cuerpo se ha
transformado en espacio de rentabilidad para las relaciones mercantiles. La
peor pesadilla de Polanyi se hizo realidad.
Sobre las
espaldas de una teoría económica recalentada y refuncionalizada para servir de
sustento ideológico, el neoliberalismo ha dependido de la astucia del capital
para crear nuevos espacios de rentabilidad. Las fuerzas del mercado general han
deformado las instituciones sociales y han creado una cultura del sentido
común que cada día nos aleja más de la humanidad y del universo. Han
forjado una cultura popular que gira alrededor de la competencia y del
individualismo posesivo con consecuencias nefastas para los grupos más vulnerables.
La historia del neoliberalismo es una pesadilla de la que nos urge despertar.
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