Para
nadie sería grata la posibilidad de que Hitler o Stalin estén agazapados en el
porvenir. Pero es que el futuro es algo que tenemos que merecer por nuestros
actos, no algo que debamos abandonar a las inercias de la historia.
William Ospina / El Espectador
¿Qué
creyeron? ¿Que íbamos a intercomunicar el planeta entero, que íbamos a obrar la
revolución de las comunicaciones, la revolución del transporte, la
uniformización de las costumbres, sólo para que los grandes capitales se
apoderaran de todo y las fronteras estuvieran abiertas para todas las marcas y
los ricos del mundo se desplazaran por los reinos bebiendo champaña y tomando
fotografías?
He
aquí que se ha cumplido plenamente el proceso de globalización que todos
alaban, el aprovechamiento de la naturaleza, la generalización del consumo. Ahora
pasamos a las consecuencias.
Se
dice que ya no hay naciones, ni fronteras, ni patrias. ¿Por qué de repente hay
que movilizar los ejércitos, por qué hay que alzar muros en las fronteras, por
qué hay que detener esos barcos cargados de gente?
Creyeron
que la gente se iba a quedar quieta, confinada, ya sin tierra, sin trabajo, sin
hogar, sin futuro, viendo cómo las grandes corporaciones se apoderan del mundo,
viendo cómo el uno por ciento de la humanidad se hace dueño de la mitad de la
riqueza planetaria. ¿Y qué hacen las corporaciones? Arrasar las selvas para
devorar sus maderas, sembrar para hoy cultivos artificiales y para mañana
irrescatables desiertos, arrebatar el carbono a las entrañas de la tierra y
devolvérselo a la atmósfera, recalentar el planeta, cambiar el petróleo en
plástico, el plástico en basura, llenar de partículas microscópicas de plástico
los ríos, los océanos, el intestino humano, el torrente sanguíneo.
Podemos
admirar nuestro talento: nunca estuvo la basura mejor diseñada, nunca nos
comunicamos más, nunca más inútilmente. Cuando éramos aldeanos podíamos cuidar
la aldea, ahora somos planetarios, pero no sabemos cómo cuidar nuestra casa.
Porque una cosa es proteger el pequeño bosque y otra es cuidarse de males que
no sabemos quién produce y quién alimenta.
Al
parecer, ya nada depende de los pequeños lugares y ya nada depende de los
individuos. Kafka lo supo: el emperador está demasiado lejos y su carta no
llegará jamás al hombre común.
Y
si antes los alimentos eran las medicinas, ahora los alimentos nos enferman y
las medicinas nos enferman todavía más. Podría llegar el día en que la vida y
la enfermedad sean la misma cosa.
Es
verdad que nunca supimos tanto del mundo, pero nunca estuvo el mundo más en
peligro. Antes podían decir que era alarmismo, y se tranquilizaban no mirando
la realidad sino las estadísticas. Ahí estaban los titulares de los medios para
ofrecer un panorama tranquilizador. Ahora los titulares son alarmantes y las
estadísticas son escalofriantes.
Hasta
las noticias aparentemente bellas tienen un hemisferio oscuro. Si nos dicen que
están floreciendo los cerezos en invierno, si nos dicen que hay bellísimos
témpanos de hielo derivando hacia el sur, si nos dicen que hay garzas en las
ciudades, si nos dicen que ya los ruiseñores cantan de día. Ahora de noche en
París en verano vuelan graznando los cuervos. ¿Cómo pintar un cuadro romántico
en México o en Pekín, si la gente anda con mascarillas entre el smog? Este ya
no es el mundo de Leonardo, sino el mundo de Banksy.
La
edad del optimismo nos vendió la ilusión de que un montón de males habían
quedado atrás. Los éxodos, las guerras, las torturas, los déspotas ignorantes y
prepotentes eran cosa del pasado. Atrás habíamos dejado a Calígula, atrás
habíamos dejado las diásporas, el racismo de los Reyes Católicos, los potros de
la Santa Inquisición.
Y
nos acostumbramos a encontrar una explicación local para los males que
inventaba el presente. Pero tal vez es Borges el que tiene razón, tal vez el
tiempo es cíclico, y tal vez “en edades futuras”, “cuando Roma sea polvo,
gemirá en la infinita noche de su palacio fétido el Minotauro”. Tal vez todavía
nos espera todo lo que ya hemos vivido. Tal vez sólo hemos vivido el prólogo, y
apenas está a punto de ocurrir la historia universal.
Para
nadie sería grata la posibilidad de que Hitler o Stalin estén agazapados en el
porvenir. Pero es que el futuro es algo que tenemos que merecer por nuestros
actos, no algo que debamos abandonar a las inercias de la historia.
Si
algo nos está diciendo el presente, es que la humanidad nunca alcanzó sus
grandes conquistas para siempre, que cada generación tiene que defender lo que
hicieron sus padres, que se requiere solidaridad entre las generaciones humanas
y que vivimos en una edad ingrata y estúpida donde no valoramos los esfuerzos
del pasado, sus grandes gestas y sus grandes sueños, y estamos embelesados de
maquinitas y de espectáculos mientras el milagro de la civilización, de las
civilizaciones, es despreciado y arrojado como un fardo inútil. Una humanidad
incapaz de aprender de su historia la repetirá miles de veces; en ausencia de
los dioses reinan los fantasmas.
¿Qué
pasa con esos miles y miles de africanos que se lanzan en sus pateras suicidas
a buscar el sueño de la Europa del bienestar y de los Derechos Humanos? ¿Esos
que se arriesgan a convertir el Mediterráneo en un cementerio y que están
conservatizando a Europa? ¿Qué pasa con esos cientos de miles de venezolanos
que están haciendo entre incontables penalidades el viaje a pie por las naciones
vecinas? ¿Y qué significan esos miles de centroamericanos que avanzan a pie
hacia las ciudades del sueño americano? ¿Tendrán sólo una explicación local
estas cosas, o serán las crecientes señales de un mundo que ya no es patria
para sus hijos, de una época que produce opulencia para unos pocos y miseria
para millones y millones?
Creímos
que estábamos en la época de los transbordadores espaciales y de los trenes de
altísima velocidad, pero las muchedumbres que huyen viajan a pie. Creímos que
íbamos entrando en el Apocalipsis, pero apenas estamos llegando al Éxodo.
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