Quien acaba de tomar la Casa Blanca sabe que preside un imperio en decadencia, que su autoridad se desmorona y por ello hace uso del miedo, de la amenaza, del chantaje; sabe que vive el final de su historia.
Hemos estado, durante nuestra vida independiente, dentro de la esfera de influencia de los Estados Unidos: esa es la realidad geopolítica. Por su poderío y la rapacidad económica, política y militar allende sus fronteras y su irradiación ideológica, no podemos negar que se trata de un imperio. Empero, por las señales en las últimas décadas: la pérdida de autoridad política y moral entre muchos de los que fueron sus leales y el surgimiento de otros centros de la economía mundial, lo vemos como un imperio que se desmorona y como un tigre herido da zarpazos que pueden ser letales.
Fue el presidente norteamericano James Monroe quien hizo la proclama hacia el resto del continente en 1823. Era, en aquel momento, una oferta de garantías de defensa a nuestras aún endebles independencias de cualquier intento de recuperación de las antiguas posesiones de Europa. El viejo continente estaba ahí, sin competencias de ningún otro lado y, en el Congreso de Viena de 1815, cuando se repartieron el botín de Napoleón, soñaron con los linderos coloniales que habían forjado desde la conquista del mundo a partir del siglo XVI. Pero aquella restauración del pasado no llegaba a las 13 excolonias británicas del norte: sus padres fundadores de la nación americana habían logrado autoridad. En todo caso, a inicios del siglo XIX, no existía China como ahora, mucho menos eso otro amenazante que se llama BRICS.
En la proclama de Monroe, redactada por el secretario de Estado norteamericano, John Quincy Adams, había una frase emblemática “América para los americanos”. Pudo ser interpretada como una advertencia a Europa de no intervenir en este continente y, por tanto, la de constituirse, este norte, en gendarme y protector de estas jóvenes naciones; o bien, como la autoafirmación de que, en el reparto del globo, esta parte del mundo les correspondía: se habían denominado Estados Unidos de América en su acta de la independencia en 1776. Mas tarde, en 1845, cuando ese “norte violento y brutal” como lo calificara Martí, hacía esfuerzo por engullirse a México, O’Sullivan, el editor del New York Morning News, escribió (edición del 27 de diciembre): “Nuestro derecho es el derecho de nuestro destino manifiesto a extendernos y a poseer todo el continente que la Divina Providencia nos ha concedido para desarrollar el gran experimento de la libertad y del gobierno propio federal que nos ha sido confiado”.
Luego de extender su territorio hasta el Río Bravo y cuando se alentaban las aventuras de William Walker en el Estado mexicano de Sonora y en Nicaragua, el panameño Justo Arosemena advertiría en 1856: “Hace más de veinte años que el águila del norte dirige su vuelo hacia las regiones ecuatoriales. No contenta ya con haber pasado sobre una gran parte del territorio mejicano, lanza su atrevida mirada mucho más acá. Cuba y Nicaragua son, al parecer sus presas del momento, para facilitar la usurpación de las comarcas intermedias, y consumar sus vastos planes de conquista un día no muy remoto”.
El cubano Martí fue testigo de la agenda panamericanista sometida a debate en el Congreso de Washington realizado entre 1889 y 1891 y escribió sobre la agenda y los debates en sus ensayos sobre aquel congreso. Pero ni Arosemena ni Martí fueron testigos de las acciones truculentas cometidas por la diplomacia norteamericana en contubernio con un abogado francés (Philippe Bunau Varilla) para adueñarse del Canal interoceánico en el año de 1903, a cambio de su apoyo a la independencia panameña de Colombia.
Convertido, fuera de toda duda, en imperio después de la guerra contra España mediante la cual quedaron a disposición las últimas colonias españolas (Filipinas, Guan, Puerto Rico y Cuba), vendrá el primer Roosevelt con su corolario a la doctrina de Monroe (1904). Esta doctrina justificaba intervenciones en todo el “patio trasero”, la región del Caribe, mediante las cuales dejaría su presencia en bases militares y posesiones, más el amedrentamiento diplomático y militar a los países que la conformaban. De 1823 al término de la primera guerra mundial esa nación del norte había trastocado el mapamundi: en el Pacífico con el archipiélago de Hawái y la isla de Guan, en el Norte con la adquisición de Alaska y en el centro con la Zona del Canal de Panamá, más Puerto Rico, la base militar de Guantánamo en Cuba y la compra de las Islas Vírgenes danesas. Su territorio continental, entre el Pacífico y el Atlántico, lindaba con Canadá y México en el Río Bravo. No es raro que ahora ostenten, con el magnate Donald Trump de presidente, el cambio de nombre al Golfo de México, la adquisición de Groenlandia, la anexión de Canadá y la recuperación de la línea interoceánica del istmo centroamericano.
No es hoy una “mirada atrevida”; es agresión abierta a las soberanías. Quien acaba de tomar la Casa Blanca sabe que preside un imperio en decadencia, que su autoridad se desmorona y por ello hace uso del miedo, de la amenaza, del chantaje; sabe que vive el final de su historia. Se atrinchera en un concepto de soberanía añejo: aquel que teorizara Jean Bodin en el siglo XVI, antes de los acuerdos de Westfalia mediante los cuales nació el Estado nación como concepto y el derecho internacional. Para Trump, el soberano, a saber, él mismo, tiene el poder de todo hacia adentro y hacia afuera de su gran nación: su soberanía no se divide, no se transfiere, ni tiene autoridad superior. Por ello se apura a desmarcarse de las conquistas de la humanidad en derechos humanos, en investigación científica y en los compromisos sobre el cambio climático y el uso de los combustibles fósiles. Se desprende de lo que demanden los organismos internacionales para la construcción de un futuro más humano, sobre migraciones, el ambiente, la diversidad, e incluso de las señales de esperanza de la agenda 20-30. Repudia, incluso, las reglas de derecho comercial internacional cuyo gendarme es la Organización Mundial de Comercio, imponiendo aranceles a su antojo y a quién no se le incline, rompiendo con lo que fueron los clásicos principios inspiradores del GATT.
Todo estaba anunciado. Para hacer de nuevo grande el imperio tendrá que romper con todas las barreras que le diezman su soberanía imperial: la porosidad fronteriza que satura las caminos y carreteras de migrantes, los que califica de delincuentes y narcotraficantes y la necesidad, apabullante, de los recursos fósiles y minerales estratégicos del subsuelo de las naciones vecinas: Canadá, Groenlandia y México, más el rescate del Canal de Panamá; busca y pretende, como un niño mimado que está perdiendo el juego de pelota, limitar el poderío inminente de las potencias que existen y que le cercenan sus fronteras imperiales, China en particular y sus leales de Asia, África y Suramérica, integrantes de los BRICS. Su pasión es la de volver a la idea de que hay, para esa América, y para el resto del mundo, “un destino manifiesto”, como lo escribía O’Sullivan en 1845. Con ese mensaje amenaza a los inversionistas norteamericanos allende sus fronteras a que retornen: si lo hacen les ofrece un paraíso, si no, los amenaza con impuestos.
No nos debe sorprender. En este claroscuro (Gramsci) surgen los monstruos: como los que atizaron el holocausto y las grandes mortandades de la primera mitad del siglo XX. Por lo mismo, no nos debe sorprender la mano levantada, con el gesto altanero, al estilo de Hitler, de Elon Musk, el director de Tesla, el multimillonario, el asesor y ministro de Donald Trump.
Quedamos informados. Pero, por más miedos y amenazas que propale, no perdamos la esperanza. Como periferias nos corresponde la unidad contra la prepotencia: igual que lo planteó Bolívar en 1826 en Panamá, como lo subrayara José Martí a fines del siglo XIX y como después se empezó a dibujar en Nuestra América con la CELAC.
4 comentarios:
Gracias Jaime por asunir el papel de educador.
Excelente Jaime tu dominio de la
Historia de America Latina brillanté análisis….
Muy pertinente por las ideas emancipadoras, apropiada la reflexion por la coyuntura internacional con amenazas imperiales y necesaria porque apoya la concepción del Sur Global que requiere difusión con sentido geopolítico. Saludos
Una cátedra de historia de Nuestra América.
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