Como todo gran líder o
gran estadista, Mandela siempre combinó
un apego estricto a los principios con un notable pragmatismo. Y esta
combinación, como suele suceder, lo libró del obcecamiento principista y del
oportunismo.
Carlos Figueroa Ibarra / Especial para Con Nuestra América
Desde Puebla, México
Murió Nelson Mandela. El gran Madiba entra en el
terreno de la inmortalidad cobijado
ahora por la memoria del mundo. Olvidando que el
Departamento de Estado lo borró de la lista de terroristas hasta en 2008,
Barack Obama dijo al saber de la muerte del prócer mundial que “No puedo
imaginar mi vida sin el ejemplo de Mandela”.
Frase conmovedora si uno olvida que Obama ha conducido con entusiasmo las intervenciones en Afganistán, Irak, Libia
y que semanalmente ha seleccionado con un equipo la muerte a través de
drones de aquellos a quienes la CIA y
otros organismos estadounidenses consideran terroristas peligrosos.
La grandeza de Nelson
Mandela radica en que tuvo muchísimos
motivos para odiar y murió sin hacerlo. Cinco años antes de salir de la cárcel,
Madela mandó señales a sus seguidores de que la única posibilidad de hacer de
Sudáfrica una nación viable era
evidenciar enérgicamente una voluntad de reconciliación entre negros y blancos en un país desgarrado
por el apartheid.