Aparte de celebrar los avances que la nueva constitución instituye para el pueblo boliviano, se impone la necesidad de acelerar la construcción del sujeto social que deberá otorgarle el anclaje social imprescindible para evitar que dicho corpus legal se convierta en una letra muerta. No será con la poética romántica de la multitud como se evitará que la reacción fascista termine por anular la vigencia práctica de la nueva constitución.
Atilio Borón / La Época
El nuevo triunfo de Evo Morales en el referendo constitucional ratifica, por tercera vez consecutiva, su extraordinario liderazgo en la sociedad boliviana y el apoyo de un gran sector de ésta, superior al 60 %, a la nueva constitución política del estado. En relación a lo primero hay que recordar, más allá de las (previsibles) quejas y mezquindades de sus críticos, que para un país que ha ungido como presidentes a personajes que obtuvieron 34 % de los votos (Sánchez de Lozada en 1993), o 23 % (Banzer, en 1997 o Sánchez de Lozada, otra vez, en 2002) la formidable (y continua) gravitación electoral de Evo constituye un acontecimiento extraordinario, un parteaguas que lo identifica como el primer presidente genuinamente legítimo de la historia boliviana al paso que convierte a cualquiera de los demás en verdaderos pigmeos políticos.
Claro está que dejando de lado el necesario debate sobre el nuevo texto constitucional, y las numerosas leyes que deberán dictarse para hacer realidad sus prescripciones, uno de los problemas más urgentes y graves que se le presentarán al Palacio Quemado tiene que ver con esta pregunta: ¿cuál será el sujeto social que sostenga la vigencia de la nueva constitución? Es preciso aventar los fantasmas del fetichismo constitucionalista, según el cual una vez aprobada una nueva pieza legal ésta adquiere vida propia y se sostiene por sí misma gracias al embrujo que ejerce sobre amigos y adversarios, o a la irresistible disuasión que emana de la presunta majestuosidad de la ley. A propósito de la llamada Constitución de Cádiz de 1812, que instituía significativos avances en la España de la época, Hegel advirtió sobre la inevitable precariedad de un nuevo ordenamiento constitucional que no repose sobre sólidos fundamentos sociales. Tal como lo afirmara en su Filosofía del Derecho, bajo tales condiciones su revocación no demorará ni un minuto más de lo que necesiten las viejas coaliciones conservadoras para reponerse, rearmar su estrategia, diseñar su táctica y salir al campo de batalla, cosa que efectivamente ocurrió a los pocos días de producida la restauración de Fernando VII en el trono de España. En línea con estas observaciones Marx concibió al derecho, y toda la superestructura jurídica, como una expresión de la correlación de fuerzas entre alianzas de clases antagónicas. Correlación que se constituye en varios niveles: electoral, social, político, militar, y donde el primero está lejos de ser el único o el más importante. Por lo tanto, lo que sostiene a la ley no es su racionalidad, su prudencia, su sensatez o su justicia sino el sujeto social (múltiple, plural, pero unificado organizacionalmente) que la hace suya y está dispuesto a defenderla aún a costa de su vida.
¿Podrá Bolivia ser la excepción a esta regla? De ninguna manera. Por eso, aparte de celebrar los avances que la nueva constitución instituye para el pueblo boliviano se impone la necesidad de acelerar la construcción del sujeto social que deberá otorgarle el anclaje social imprescindible para evitar que dicho corpus legal se convierta en una letra muerta. No será con la poética romántica de la multitud como se evitará que la reacción fascista termine por anular la vigencia práctica de la nueva constitución. Esa gente no se postra humildemente ante la ley, y no se arredra ante otra cosa que no sea la fuerza. Por eso, lo que se requiere para sortear este peligro es un paciente trabajo de concientización, movilización y organización del campo popular. En este terreno no hay nada nuevo bajo el sol, y el viejo dictum leninista que decía que la única arma que tiene el pueblo es la organización adquiere, en el escenario boliviano, una renovada actualidad. Desechar esa enseñanza del revolucionario ruso es el camino más seguro para sufrir una catastrófica derrota. La organización del campo popular será lo que permitirá que la nueva constitución se convierta en lo que Gramsci llamaba “un libro viviente” y una plataforma indispensable desde la cual proseguir la siempre inconclusa marcha en pos del socialismo.
La misma noche en que se conocían los primero resultados del referendo algunos de los líderes sediciosos de la Media Luna, especialmente Branco Marinkovic, ya hablaba de fraude, y pretendía vanamente erosionar la legitimidad del triunfo de Evo. Antes había dicho que el referendo sería una farsa; luego de verificada la victoria del proyecto oficial sacó de la galera la peregrina idea de que a menos que la nueva constitución fuese aprobada mayoritariamente en cada uno de los departamentos de Bolivia carecería de toda validez y legitimidad. La lógica política subyacente a este reclamo es muy clara, y para nada inocente: se trata nada menos que de preparar el clima ideológico para justificar, según se desenvuelva el conflicto entre Evo y los jefes de la sedición, la partición de Bolivia. Una mitad, la oriental, que rechaza la constitución y la otra, el altiplano, que sí la acepta. No hay que olvidar que la secesión ha sido el recurso prioritario del imperio en los últimos tiempos, y que el expulsado embajador Philip Goldberg es un especialista en esta clase de tramoyas: las ejercitó intensivamente en los Balcanes y, según algunos observadores, su influencia fue decisiva en viabilizar la secesión de Kosovo. No es casual que ante la progresiva consolidación de gobiernos antagónicos al imperio en Venezuela, Bolivia y Ecuador Washington trabaje pacientemente en cultivar los regionalismos y los autonomismos de todo tipo: el Zulia, en Venezuela; la “república del Guayas”, para oponerse a Correa en el Ecuador; y la Media Luna oriental en Bolivia. El principio en todos los casos es el mismo: si no se puede tumbar al gobierno contestatario hay que fomentar la desmembración territorial mediante una persistente campaña de agitación y propaganda que exalte los sentimientos autonómicos de las regiones y estimule la rebeldía en contra del poder central y su “ilegítima” constitución.
Derrotada en un campo de batalla: el referendo constitucional, la derecha elegirá un nuevo “teatro de operaciones” para, desde un terreno presuntamente más favorable, intentar quebrar la mano de Evo. Ya intentó un golpe de estado el pasado invierno y fracasó, motivando su repliegue táctico, su cambio de discurso (ahora más “razonable y dialoguista”) y su momentánea adopción de la piel de cordero para ocultar su determinación golpista. Pero no hay que hacerse ilusión alguna: no se convertirán en demócratas de la noche a la mañana, ni purgarán su escandaloso racismo y jamás adherirán a nada que se asemeje al socialismo. Aunque Evo obtenga el 95 % de los votos nunca cesarán de acusar al gobierno de ilegítimo y tramposo. Es de crucial importancia que nadie en La Paz tome en serio sus cantos de sirena. Son enemigos irreconciliables, y la masacre perpetrada en Pando no fue un rayo en un día sereno sino una advertencia de lo que puede llegar a ocurrir una vez que los sediciosos se convenzan de la inutilidad de seguir transitando por los caminos de la legalidad y la democracia. Si ahora lo hacen es por un oportunismo táctico, obligado por la derrota de su tentativa golpista. Ante este cuadro lo único que salvará a la nueva constitución y al gobierno popular será la eficacia organizativa y la voluntad de lucha que exhiban las clases y capas populares, y las etnias oprimidas, de Bolivia.
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