El aniversario 25 de la muerte de Julio Cortázar -el pasado 12 de febrero- invita a multiplicar los homenajes y los recuerdos, pero también convoca a volver a leer al autor de Rayuela, un enemigo declarado de todo abuso de solemnidad.
Silvina Friera / Página12
Los climas de época sorprenden con sus conjeturas y paradojas. A 25 años de su muerte, Julio Cortázar podría alzar sus puños en señal de victoria, después de tantos devaneos verbales y polémicas de mayor o menor monta, por izquierda y por derecha. Claro que habría que imaginar ese gesto póstumo con la gracia de una mofa bien calibrada para apaciguar el fervor excesivo que prolifera cuando se multiplican los homenajes. Ese hombre que tenía las facciones de un eterno púber, aun cuando ostentaba una barba tupida y desgreñada, seguramente pensaría que tanto amor, además de abrumar, mata. Y sonreiría como si un ejército de fantasmas le hiciera cosquillas en su axila.
Nuestro gran cronopio, nacido accidentalmente en Bruselas (Bélgica) el 26 de agosto de 1914, justo en los prolegómenos de la Primera Guerra Mundial, recibió varios puñetazos, acaso el peor haya sido etiquetar su literatura, especialmente sus novelas, sobre todo Rayuela, con fecha de vencimiento. Pero ninguno de esos golpes lo pusieron de bruces, aunque lo hayan herido. Su narrativa se tuerce –el primero en practicar la torsión ilimitada fue el propio Cortázar–, pero no se rompe. A pesar de que se jactó de jugar mucho con el tiempo (tal vez se le pueda reprochar que pecó por exceso de confianza en su jueguito, y el tiempo también cometió sus fechorías y se burló de él), los cimientos de buena parte de su obra perduran. Hay un núcleo duro cortazariano que no envejece –los formidables cuentos de Bestiario–, por donde los lectores, generación tras generación, suben peldaño a peldaño hasta acceder a la cúspide de una pirámide que no deja de asombrarnos. “Casa tomada” y “Lejana”, los más perfectos de sus relatos breves, despliegan el encanto que sólo provoca un cuentista avezado en el arte de hipnotizar.
Nuestro gran cronopio, nacido accidentalmente en Bruselas (Bélgica) el 26 de agosto de 1914, justo en los prolegómenos de la Primera Guerra Mundial, recibió varios puñetazos, acaso el peor haya sido etiquetar su literatura, especialmente sus novelas, sobre todo Rayuela, con fecha de vencimiento. Pero ninguno de esos golpes lo pusieron de bruces, aunque lo hayan herido. Su narrativa se tuerce –el primero en practicar la torsión ilimitada fue el propio Cortázar–, pero no se rompe. A pesar de que se jactó de jugar mucho con el tiempo (tal vez se le pueda reprochar que pecó por exceso de confianza en su jueguito, y el tiempo también cometió sus fechorías y se burló de él), los cimientos de buena parte de su obra perduran. Hay un núcleo duro cortazariano que no envejece –los formidables cuentos de Bestiario–, por donde los lectores, generación tras generación, suben peldaño a peldaño hasta acceder a la cúspide de una pirámide que no deja de asombrarnos. “Casa tomada” y “Lejana”, los más perfectos de sus relatos breves, despliegan el encanto que sólo provoca un cuentista avezado en el arte de hipnotizar.
En medio de esta ola amistosa, propiciada sin duda por el aniversario de su muerte, habría que evaluar el impacto que tendrá el hallazgo de las joyas del abuelo. Una cómoda con cientos de manuscritos inéditos, descubierta por su primera mujer, albacea y heredera universal, la traductora Aurora Bernárdez, en diciembre de 2003, dejó atónito a más de uno, cuando se anunció, la semana pasada, que ese abundante material se publicará por Alfaguara en mayo, simultáneamente en España y Argentina, bajo el título de Papeles inesperados. Estos papeles, para locura de los cortazarianos, escaparon del fuego al que los había destinado el escritor. Son, qué duda cabe, como pequeños Ave Fénix que esperaron, pacientes, resurgir de la cómoda en la que estaban confinados. ¿Será la broma final, los conejitos que vomita Cortázar para morirse de risa por las vueltas del destino, los papeles amarillentos y las cómodas?
Entre otros textos, el libraco que nos arroja Cortázar, nada más y nada menos que 450 páginas, incluye once relatos inéditos, como “Los gatos”, fechado en enero de 1948, uno de los más antiguos que se conserva y que demuestra tempranamente “la facilidad de Cortázar por hacer que el narrador salte de personaje sin que el lector se dé cuenta si no está muy atento”, según Carlos Alvarez, estudioso de la obra cortazariana; o “Manuscrito hallado junto a una botella”, el relato más sorprendente y “de una comicidad irresistible”, en opinión de Bernárdez; un capítulo inédito de la polémica Libro de Manuel, expurgado de esa novela “por redundante y por su alto contenido erótico”; y once nuevos episodios del poliédrico personaje que protagonizó Un tal Lucas, suerte de alter ego del escritor. Alvarez se inclina especialmente por “Lucas, las cartas que recibe” y “Lucas, sus erratas”, en donde un Lucas obsesionado con las erratas termina convencido de que degeneran en ratas y encarga una ratera especial para cazarlas. Pero la cómoda mágica tiene más conejos a disposición de los lectores. También habrá tres historias de cronopios que quedaron sueltas: “Never stop the press”, “Vialidad” y “Almuerzo”. Menos literarios, pero no menos interesantes, resultan “Discurso del Día de la Independencia”, que en 1938 Cortázar recitó a sus compañeros y profesores, y otro discurso que pronunció en el acto en que recibió la nacionalidad francesa. El menú, además, contiene cartas del escritor para y sobre sus amigos, como el uruguayo Angel Rama y Susana Rinaldi; once textos sobre pintura, escultura y fotografía, y piezas fascinantes e inclasificables que se aproximan a los epigramas. Y de yapa, como si no fuera suficiente, cuatro autoentrevistas. En tres de ellas, quien interpela al escritor es un dúo sarcástico que relativiza todo lo que dice: los buscavidas porteños Calac y Polanco que persiguieron a Cortázar desde que los incluyó en la novela 62 Modelo para armar.
Maravilloso azar o lógica calculada para la posteridad, las joyas de Papeles inesperados dialogan con el entramado vital del escritor, transitando del Cortázar en formación (que se corresponde, en parte, con su período como docente en Bolívar y Chivilcoy) al célebre autor de Rayuela (1963), novela que fue la contraseña de toda una generación. Más allá de que ese experimento tan radical haya quedado adherido al “espíritu de época” de los sesenta, no por eso se debe olvidar que todavía se dice que “esa chica es La Maga”, o “ése es un Oliveira”. Y guste o no, ya sea por adhesión o rechazo automático, esa identificación significa algo. Quizá esta zona de la obra de Cortázar, superados los escollos de los compromisos ampulosos, requiera una exploración y relectura liberada del peso de la coyuntura en la que fue concebida y publicada la novela. Pero no deja de ser una suerte de acertijo literario el hecho de que la novela que se erigió como la puerta de entrada al mundo cortazariano, hoy opere más bien como una puerta de emergencia por la se huye, por cierto, un tanto despavorido. Aunque se reconozca la persistencia de ciertas hilachas, que resuenan en este instante en que la efeméride revela, parafraseando a Morelli, que a un libro de Cortázar se lo puede leer como a cada uno le dé la gana.
Con su propia pulsación interna, con una estructura rítmica como la del jazz, la musiquita inconfundible de sus narraciones, orquestadas en los cuentos de Bestiario (1951), Final del juego (1956), Las armas secretas (1959), Historia de cronopios y de famas (1962), Todos los fuegos el fuego (1966) y La vuelta al día en ochenta mundos (1967), es un bazar fantástico abierto las 24 horas del día, todos los días del año. En estos textos extraordinarios está lo mejor de nuestro afamado cronopio. Ni las muertes anunciadas ni el deporte nacional de “matar a Cortázar”, practicado con una inquina pocas veces vista, pudieron horadar los piolines de una literatura que se mantiene en la cuerda floja de sus logros y de sus quimeras. Maestro del desenfado y de lo lúdico, fue un equilibrista consciente de que la única manera de perdurar era burlándose de sus propios fundamentos. Ese amigo del alma con el que a veces peleamos y discutimos nos sigue acompañando con su obra tan bella como indestructible.
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