sábado, 15 de febrero de 2014

Kafka y los cabarets de Berlín

Lo más singular que tiene la versión moderna del progreso es que sus maravillas están en las vitrinas y sus horrores están en la trastienda.

William Ospina / El Espectador

I

Cada vez que alguien formula dudas o incertidumbres sobre el rumbo de la civilización, los defensores más ingenuos y menos reflexivos de la idea de progreso piensan que se está tratando de negar algo evidente: que la humanidad ha conseguido muchos avances a lo largo del tiempo.

Los chinos inventaron el arado y el cepillo de dientes, el paraguas y la silla plegable, en la aurora misma de la civilización. La humanidad ha pasado la existencia descubriendo formas de hacer más amable la vida en la tierra, menos rigurosa la lucha con la naturaleza, investigando, conociendo, y creando a partir de ese conocimiento toda clase de fórmulas de civilización, recursos para hacer la aventura de vivir más segura, más confortable y más feliz.

Sin embargo, desde el comienzo también la humanidad ha mostrado otra de sus facetas: su carácter agresivo y autodestructivo, y ese costado de la condición humana también se presenta en el campo de la investigación y de la invención. Tallamos hachas de piedra para hacer más fácil el trabajo, pero también para luchar contra las bestias y contra los otros humanos; procesamos medicinas, pero también venenos; inventamos sogas y cadenas que sirven para infinitas tareas benéficas, pero que igual pueden servir para ahorcar a los demás o para esclavizarlos.

En principio la discusión no sería sobre la idea de progreso sino sobre los eternos peligros de la condición humana, pero es importante advertir que a medida que se hace mayor la capacidad técnica de hacer cosas positivas y benéficas también crece la capacidad de hacer cosas peligrosas y destructivas.

Este simple razonamiento debería hacer comprender a los entusiastas del progreso que a medida que crecen las potencias creadoras corremos el riesgo de que crezcan también las potencias destructivas, y basta mirar el mundo moderno para advertir que no sólo abundan los inventos ingeniosos, útiles y prodigiosos, sino que también han crecido los peligros. Arsenales nucleares, contaminación de la atmósfera y de los mares, proliferación de basuras, armamentismo, adicciones que degradan y destruyen.

Sería necio negar la utilidad de la comunicación telefónica, pero no sobra señalar que la proliferación de teléfonos celulares no comporta sólo un avance: cada vez es menos importante la persona que tenemos al frente y siempre queremos atender con prioridad al que llama de lejos. Antes sólo teníamos la evidencia de las tragedias que ocurrían en nuestro entorno, ahora, gracias a la revolución de las comunicaciones, asistimos, conmovidos y casi siempre impotentes, a la avalancha de las tragedias planetarias: las pateras donde naufragan los africanos que huyen hacia Europa, las ochenta ballenas que se varan en las playas australianas, el hombre que aterroriza una escuela de los Estados Unidos, el muchacho noruego que dispara sobre decenas de jóvenes, el marido que mata a su mujer en España, los tiroteos en las favelas de Río de Janeiro, el tsunami de Japón, las masacres de Colombia, los peces radiactivos que arrojan las mareas en las playas de Alaska.

Asumamos que es una ventaja poder saber lo que pasa en todo el mundo; asumamos también que la proliferación de leches antiácidas en nuestra época revela que han aumentado los niveles de estrés, como parte del legado deslumbrante de la civilización. También abundan en nuestro tiempo los antidepresivos y los somníferos. A menudo la época inventa remedios para los males que ella misma produce: puede resultar incluso un gran negocio ante la contaminación de las aguas vender agua pura embotellada y ante la destrucción de la capa de ozono vender protectores solares.

Cada edad tiene sus bendiciones y sus peligros: uno de esos peligros consiste en pensar que la nuestra sólo tiene bendiciones, que la ciencia, la técnica y la industria se desvelan únicamente en la creación de cosas que nos salven de la enfermedad, de la opresión y de la violencia. La medicina avanza en el control de muchas enfermedades, pero desde hace dos mil quinientos años la tortuga siempre va adelante de Aquiles por una fracción de milímetro: la muerte sigue siendo el desenlace de toda vida.

Así como nosotros nos defendemos de las bacterias, las bacterias se hacen resistentes a los antibióticos; las especies que utilizamos lejos de su sitio de origen para controlar plagas pueden convertirse en plagas aún más destructivas, como los gatos de Australia o los caracoles africanos.

Hay triunfos indudables: los antibióticos, los analgésicos, las anestesias, han sido bendiciones frente al antiguo tormento del dolor físico, y sólo son impotentes ante la antigua tentación humana de causar dolor. En vano le diremos a un torturado en una guerra que existe la anestesia: él está ante otra evidencia de la condición humana. Esto no niega el progreso, pero permite matizar el entusiasmo, saber que el mal existe desde siempre, y que los triunfos de la generosidad, de la abnegación y del ingenio no deberían cegarnos frente a las amenazas del egoísmo, de la brutalidad y de la locura.

Bien dijo Paul Virilio que todo invento trae su propio accidente. Que cuando fueron inventados el bote y el barco surgió la posibilidad del naufragio, que la invención del automóvil traía aparejada la posibilidad del crash, y que sólo la invención del avión hizo posible el siniestro aéreo.

Virilio añadió que sólo con la globalización del planeta se ha hecho posible por primera vez por causa humana el accidente global.

II

Esta nave espacial, el planeta, siempre estuvo expuesta al peligro de un cataclismo cósmico, pero ahora ese accidente podría ocurrir como consecuencia de nuestra presencia y de nuestro saber.

Es preciso formular una inquietud abierta al debate: en un mundo al que no gobiernan la prudencia ni la moderación sino la arrogancia y la codicia, ¿no podría resultar más peligroso nuestro saber que nuestra ignorancia?

Nuestro saber se va haciendo más grande que nosotros, y también en eso se distingue de la ignorancia: ésta suele limitar de una manera patética nuestra capacidad de sobrevivir, pero también nuestra capacidad de destruir. Las hordas de Gengis Kahn por el Asia produjeron una gran destrucción, pero era una destrucción proporcional al tamaño de sus ejércitos. Ahora una sola bomba puede matar más personas que todos los ejércitos de Gengis Kahn.

Si algo les dio trascendencia a las guerras del siglo XX fue la capacidad de destrucción que en ellas llegó a tener no sólo cada ejército sino cada soldado. Borges prefería los combates ingenuos de los cuchilleros del suburbio, donde un compadrito sólo era capaz de matar a otro compadrito, porque corría los mismos riesgos y porque estaban en juego el honor y la destreza. Nunca negó que aquello fuera barbarie, pero respetaba el pequeño código de honor que presidía esos duelos rudimentarios, y dijo con ironía hablando de un malevo: No era un científico de esos/ que usan arma de gatillo.

Nuestro conocimiento puede magnificar hasta lo aterrador esa capacidad destructiva, y quienes creen en el progreso inexorable, quienes creen que toda novedad comporta un progreso, deberían admitir que están llamando progreso no sólo a todo lo benéfico que logra nuestro saber, sino también al incremento de la capacidad destructiva de la especie.

No podemos llamar progreso lo mismo a la proliferación de inventos que hacen la vida más confortable (no todos lo logran: algunos son apenas señuelos comerciales) que a los agroquímicos que a la vez fertilizan y contaminan, a los pesticidas que para combatir un cultivo ilícito destruyen toda la vida silvestre alrededor, o a la producción de armas que hacen más abrumador el exterminio.

Si hoy participan más niños que antes en las guerras del mundo es porque antes, cuando sólo se medían las fuerzas físicas, un niño no era un guerrero eficaz: ahora hasta un niño puede manipular armas muy destructivas. Sé que es preocupante decirlo, pero más preocupante es callarlo.

El tema es que muchos logros físicos y técnicos no comportan un progreso moral: a menudo representan moralmente un retroceso. La discusión es compleja y los meros adoradores de la actualidad deberían optar por una mirada más prudente, porque no se trata de oponer la calculadora a las viejas tablas de multiplicar, o el procesador de palabras a la vieja pluma de ganso, sino de admitir que así como abundan los ejemplos de conquistas que nos llenan de gratitud, esta época es profusa en conquistas que nos llenan de incertidumbre e incluso de angustia.

La discusión no gira sobre el mejoramiento posible de los instrumentos que utiliza nuestra especie, sino sobre la perfectibilidad moral de los seres humanos; sobre si somos capaces de derrotar, o al menos de controlar en nosotros mismos, el mal, la crueldad, la capacidad aniquiladora, la agresividad y la tendencia autodestructiva.

Hay quienes piensan que se acusa a la industria de cosas de las que no es responsable la industria, sino la gente que la tiene en sus manos; que se acusa a la ciencia de cosas de las que no son responsables los científicos, sino los empresarios o los políticos que utilizan sus conocimientos; que se acusa a la técnica de cosas de las que no es responsable la técnica, sino los poderes que no la utilizan para beneficio de la especie.

Pero cada vez es más difícil separar a la industria de quienes la manejan, a la ciencia de quienes la hacen y la utilizan, a la técnica de quienes taladran el mundo con ella. Porque si bien la ciencia en otro tiempo pudo hacerse en el pequeño gabinete de Galileo, en el jardín de Newton o en el cerebro de Einstein, de una manera creciente está en manos de grandes poderes económicos que no suelen caracterizarse por su generosidad. Y los científicos no son sólo talentos notables en sus respectivos campos sino con frecuencia empleados tan dóciles como cualquier otro, defensores interesados de los poderes que los contratan, y la ciencia ficción se ha atrevido a mostrarlos incluso como esclavos de las corporaciones para las que trabajan.

A medida que aumenta el saber, aumenta el poder de quienes lo administran. El saber y el poderío técnico no están en manos de la humanidad, sino de unos sectores de la humanidad.

Eso es la realidad, dirán algunos, ¿de qué sirve quejarse de lo que no se puede remediar? Pero si yo veo un monstruo en acción, aunque vaya a destruirme, tengo al menos el derecho a decir que me parece un monstruo. Y hay una diferencia moral entre ser destruido de pie y ser destruido de rodillas.

El progreso es posible, pero tal vez no consista en tener cada vez cosas más sofisticadas y costosas, juguetes para el ocio y máquinas que amenacen nuestra libertad, sino en que la humanidad pueda tener un poco más de conciencia, de responsabilidad. Más irónico, Franz Kafka escribió en sus diarios: “Creer en el progreso no significa creer que haya habido ya un progreso, eso no sería una fe”.

III

No es verdad que la ciencia y la técnica estén hoy en manos de la humanidad. La cuestión es cada vez más asimétrica.

En manos de las grandes corporaciones y de los inmensos Estados está la técnica capaz de mover montañas, de alzar ciudades en meses y destruirlas en minutos, de escudriñar los abismos del mar y del cielo. En manos de la humanidad, destinados al consumo, están los juguetes ingeniosos y pintorescos de la técnica, que se ofrecen como avances en nuestra relación con el mundo, pero que sobre todo funcionan como mercancías.

Nunca tantos productos asombrosos pasaron tan rápido del altar de nuestra admiración al pozo de nuestra indiferencia. Ese teléfono celular lleno de funciones novedosas que apenas va a salir al mercado, estará en los basureros de la industria dentro de cinco años: un desecho más de una época arrogante y envilecedora del mundo, para la cual la materia es admirable en las vitrinas y deleznable en los desechos. Como los plásticos omnipresentes y las baterías de los relojes, tal vez nunca el esplendor del ingenio humano se convirtió más rápida y dañinamente en basura.

Todos sabemos de qué se trata: una de las características más perversas de la producción industrial contemporánea es la obsolescencia programada. La bombilla que debe alumbrar, pero también fundirse en determinado tiempo. La investigación gasta más tiempo en descubrir cómo hacer que el consumidor tenga que reemplazar continuamente las cosas que usa, que en hacerlas durables. Y dado que a la humanidad le fascina lo nuevo, le fascina, como decimos en Colombia, estrenar, allí están los rituales de la moda para satisfacer al mismo tiempo la novelería de la especie y la necesidad de lucro de las corporaciones.

Podríamos solamente sonreír ante esas urgencias y esos carnavales del consumo, pero hace rato ya descubrimos que el planeta no es una bodega ilimitada que resista sin fin nuestros experimentos, nuestras basuras, nuestra alteración del equilibrio natural, nuestros caprichos.

El debate sigue siendo ético: por eso no les hablamos sólo a las corporaciones sino sobre todo a los ciudadanos. Es en manos de la humanidad donde está la posibilidad de cambiar un poco las cosas, y para ello hay que señalar los peligros: no para prohibir nada, no para detener por la fuerza nada, sólo para demostrar que así como avanzan la ciencia, el saber, la técnica, los electrodomésticos, la industria, las mercancías, el confort, la medicina, la angustia, el estrés, las armas, las comunicaciones, los sistemas de transporte, el calentamiento global, los residuos nucleares, también puede avanzar un poco siquiera la conciencia crítica de la humanidad, su capacidad de ser prudente y de ser reflexiva.

Porque, como decía al comienzo, los horrores están en la trastienda. A todos nos gusta ver las cosas antes de su uso; a casi nadie le gusta verlas después. Todos visitamos fascinados los supermercados; casi nadie visita los basureros. Nos gusta mucho lo nuevo y muy poco lo viejo.

Antes las cosas envejecían con sus dueños y tenían una dignidad especial: vajillas, objetos, instrumentos, cosas depositarias de la memoria y de sus tiernos rituales. Hoy tenemos una filosofía más presurosa, nos perturba el pasado: a los gobiernos no les conviene, a la industria le interesa sólo si le sirve, al mercado le incomoda. La gran literatura abunda más en las librerías de viejo, que no están embelesadas con las modas y no le dicen a la humanidad que lo que hay que leer se escribió en los últimos meses.

El comercio vive de novedades, pero la humanidad debe respetar el pasado y aprender de él sin cesar. La jovencita que celebra como el gran triunfo de la época el paso de la máquina de escribir al procesador de palabras, se verá en dificultades para explicarnos por qué Homero pudo hacer sus obras cuando no existía siquiera la escritura, por qué Platón formuló los principales temas de la filosofía hace 2.500 años, por qué están más vivas las enseñanzas de Krishna, de Buda, de Mahomet y de Cristo que las de los predicadores del siglo XX, y por qué ningún escritor en ordenador ha superado todavía la asombrosa galería de destinos humanos, el arcoíris de emociones y la sinfonía de palabras que hizo Shakespeare a la luz de una vela, y con una vieja pluma de ganso, en noches de hace cuatro siglos.

No es imposible que alguien en un ordenador llegue a igualarlo, pero la grandeza del espíritu humano no está en los instrumentos que utiliza para expresarse sino en la hondura y en la belleza de sus temas y de sus propósitos.

Uno de los errores de la época es concederles mucha importancia a las cosas que usamos, y que el mercado pregona sin cesar, y cada vez menos atención a nuestros talentos y destrezas. Incluso corremos el riesgo de que los instrumentos nos hagan cada vez más torpes. No basta afirmar que las mercancías son más sofisticadas; habría que demostrar que los humanos que las utilizamos somos mejores, más inteligentes, más sensibles, más refinados y más diestros que los humanos del pasado.

Habría que demostrar que las cosas que decimos en los correos electrónicos y en los chats son más bellas y más profundas que las que se decían en esas viejas cartas en tinta sobre papel que llegaban a los buzones. Pero a pesar de la proliferación de esta comunicación novedosa, todavía no se publica la correspondencia creciente que la humanidad se cruza día a día en la telaraña electrónica.

Hoy escribimos más aprisa, sí, pero no necesariamente mejor.

IV

Forma parte de las supersticiones de la época sostener que si todo se hace más rápido se hace mejor. Pero nadie ha demostrado que en algunas cosas esenciales la velocidad sea una ventaja.

Hay un frenesí de la velocidad, de la rapidez, de la urgencia, que habla más de una civilización neurótica que de una civilización que progresa. Y hay cosas de las que parecemos huir de un modo compulsivo: de la noche, de la lentitud, de la sutileza, de la soledad, del silencio.

Las ciudades relumbran y la noche se repliega a los campos; la velocidad es ya un dios menos exitoso que el vértigo; la comunicación abusa de lo evidente, ya no hay tiempo para lo que hay que descifrar: lo misterioso y lo sutil no alcanzan a favorecer el rating, y los contactos incesantes hacen cada vez más difícil estar con nosotros mismos (¿habrían podido Shakespeare o Marcel Proust madurar sus obras inagotables con un televisor encendido, o con un teléfono celular acosándolos noche y día?). Cada vez más los sonidos humanos nos impiden oír la voz de la naturaleza y el rumor de nuestros pensamientos.

Los áulicos de la actualidad suelen decir que nunca en la historia hubo menos crímenes, que nunca hubo menos guerras, que nunca se prolongó tanto la expectativa de vida de unas generaciones, afirmaciones que no son indudables. Pero igual hace un siglo, en vísperas de la Primera Guerra Mundial, entre las alegrías indolentes de la Belle Époque, el mundo parecía en paz eterna. Basta ver los afiches de Toulouse-Lautrec en el Moulin Rouge para sentir que ese fin de siècle era alegre y fascinante. Antes de la Segunda Guerra Mundial fueron los locos años veinte y treinta, cuando reinaba una suerte de aturdido optimismo, y cualquiera podía decirle entonces a Kafka que sus relatos sombríos y sus atmósferas opresivas eran excesivamente pesimistas: el mundo había dejado atrás la guerra, el Pacto de Versalles había puesto todo en su sitio.

Pero veinte años después, a la actualidad europea la describía mejor Kafka que los cabarets de Berlín. La mera actualidad suele alimentar muchas ilusiones, y los verdaderamente informados deberían tener en cuenta la historia de la humanidad: no apenas la historia de las últimas décadas. Y también habría que mirar cómo han sido de verdad esas décadas. No para palabras sentimentales como optimismo y pesimismo, inventadas por Voltaire y contra Voltaire hace dos siglos, sino para una vida más prudente y vigilante.

Eso no tiene que privarnos de la felicidad de estar vivos, del disfrute de las cosas maravillosas que ha inventado la especie para su bienestar, de las lecciones y los deleites inagotables de la música, las letras y las artes, del cinematógrafo, de la capacidad que brinda nuestra época, al menos a algunos, de recorrer el mundo y testimoniar sus milagros. No tiene que privarnos de las Alejandrías de internet, del milagro quirúrgico y farmacéutico que puede hacer la vida más llevadera y más feliz, pero nos ayudará a no ser cómplices de las sombras peligrosas que siguen creciendo en la trastienda de nuestra derrochadora sociedad industrial, cuyos dones describe mejor aquel verso de Borges: joys with a dark hemisphere (alegrías que tienen un hemisferio oscuro).

Ahí están la bodega espeluznante de los arsenales nucleares, la contaminación planetaria, el calentamiento global, que no son males menores. Ahí está el cambio inconsulto de una dieta de cincuenta siglos por los apresurados experimentos de la industria transgénica, que no ha demostrado sus excelencias, y ni siquiera su inocuidad, pero ya invade inexorablemente nuestros platos. Ahí están los desechos nucleares infestando las playas de los países débiles, y un continente de plásticos flotando en el océano Pacífico, y el peligro de que el confort y la satisfacción de un pequeño sector de la presente generación humana puedan terminar siendo no sólo onerosos sino fatales para las siguientes generaciones.

El precio de que supuestamente vivamos con tanta plenitud, y eso está en duda, de que podamos consumir todas las cosas útiles o necias que arroja la industria, y de que cada cosa tenga su sofisticado y costoso empaque, no puede ser que destruyamos el entorno vital de las generaciones siguientes. No podemos estar tan satisfechos de nuestra manera de vivir, tan aturdidos, siendo conscientes ya del daño que le estamos infligiendo al planeta, que estemos dispuestos a sacrificar en los altares de nuestra satisfacción todo el futuro.

De esos temas sólo se atreven a hablar los que miran el mundo con amor pero con desconfianza. Los que saben que son necesarios la prudencia y el espíritu crítico; que el poderío industrial, científico y tecnológico, que hoy campea sobre el planeta, tiene ya muchos publicistas a sueldo que le canten día y noche, y que por ello no sólo es útil sino necesario que otros le hagan a la humanidad algunas serenas advertencias.

No hay daño en ser vigilantes: en cambio puede ser muy dañino ser demasiado indulgentes con esos mismos poderes que a lo largo del tiempo no vacilaron en traficar con razas enteras, que envenenaron de opio a la China, que invadieron los continentes a sangre y fuego con el discurso del progreso en los labios, que esclavizaron y exterminaron muchedumbres, sólo porque tenían una superioridad técnica y eso los hacía creer que también sus propósitos eran superiores, y que al final se fueron con sus diamantes, con su oro, con sus maderas y con su música a otra parte, dejando vastas regiones del mundo donde hubo bosques y selvas y ríos y culturas, convertidas en yermos lunares.

1 comentario:

Unknown dijo...

Excelente análisis de lo que estamos viviendo. Lástima que muchos no se percatan de esta realidad; algunos porque no tienen tiempo, otros por ignorancia y otros porque les conviene callar. Lo que yo hago es divulgar este tipo de artículos entre mis amigos y familiares.
Mi reconocimiento al autor!