sábado, 5 de abril de 2014

¿Época de cambio o cambio de época?

Los acontecimientos recientes permiten afirmar que, más que nunca, el interés nacional es el móvil de la actuación de los países en el contexto internacional actual. De otra manera, no podría explicarse que ante la entronización de un gobierno anti semita en Ucrania que ha favorecido los ataques contra las comunidades judías de ese país, el gobierno de Israel haya mantenido absoluto silencio.

Sergio Rodríguez Gelfenstein / Especial para Con Nuestra América
Desde Caracas, Venezuela

En los últimos días, durante mis visitas a Lima y Santiago, en reuniones de trabajo formales o en tertulias más íntimas con amigos y colegas, tanto en Perú como en Chile, ha sido recurrente la pregunta acerca de cómo veo su país. En uno y otro caso he revelado mi propensión a aceptar que cada vez resulta más difícil hacer análisis locales si se elude la realidad regional o global.

En todas las conversaciones, así como en mis escritos he reiterado que me parece que no se ha dimensionado a profundidad la reflexión del Presidente de Ecuador Rafael Correa que lo lleva a afirmar que “no estamos viviendo una época de cambios sino un cambio de época”. Aunque repetida muchas veces,  es importante valorar que dicha frase encara una situación que engloba transformaciones de carácter estructural tanto en el sistema internacional como en la sociedad y el gobierno aún no evaluadas en su justa medida. No estudiar los alcances que significa vivir un cambio de época impide justipreciar a profundidad el alcance de las innovaciones y alternativas que se están presentando en el quehacer de la política  a nivel nacional e internacional, y por tanto, hace cada vez más difícil apreciar con certeza las implicaciones de los hechos que ocurren en la vida de una región, un país o un ciudadano.

En ese marco, valorar la situación política de países como Chile y Perú deviene  espinosa tarea si antes no se aprecian las condiciones cambiantes del sistema internacional, su estructura y las variables que se están poniendo en juego para desarrollar acciones y tomar decisiones por parte de los actores que influyen de manera determinante en el escenario internacional.

Eso nos lleva de manera prioritaria a estudiar los acontecimientos en Ucrania y Crimea que así como los hechos en Estados Unidos del 11 de septiembre de 2001, marcan un punto de inflexión en las relaciones internacionales, en particular en la estructuración del sistema internacional y los vínculos que están estableciendo los poderes mundiales para manejar los conflictos.

Desde mi punto de vista, el conflicto en Ucrania y la respuesta rusa en Crimea, termina de consolidar el sistema de balanza de poder como nueva forma de estructura de poder en el planeta. Los argumentos utilizados por Occidente y, en particular por Estados Unidos para rechazar las acciones llevadas a cabo por Rusia para incorporar Crimea a su soberanía no tienen asidero cuando se observa el comportamiento de las potencias occidentales en casi todos los conflictos ocurridos durante este siglo. En cualquiera de ellos tales aseveraciones podrían ser utilizadas en contra de las potencias participantes en esas aventuras intervencionistas. Fácilmente se puede concluir que si tales argumentos utilizados por una potencia para impugnar a otra pueden ser utilizados por la afectada para refutar a su oponente, están aconteciendo eventos que generalizan la actuación de los poderes mundiales sin que haya contrapeso suficiente para evitarlos, impedirlos o minimizarlos. Una y otra potencia están actuando en sus regiones de influencia, estableciendo pautas y comportamientos que aunque reciben el rechazo de los adversarios, ello no significa un enfrentamiento frontal, mucho menos bélico, sino que se limita a la confrontación retórica y, en algunos casos, a medidas de carácter económico que no afectan en lo sustancial al país sujeto de las acciones de respuesta.

Esto, que parece un banal debate teórico, es mucho más que eso, sobre todo para los países del sur. Actuar en estas condiciones de imposición de medidas de fuerza en el sistema internacional, deja a los países de Asia, África y América Latina y el Caribe, en condiciones de minusvalía si pretendieran actuar aisladamente en el escenario internacional. Esto, por supuesto debe influir en el establecimiento de la agenda, las prioridades y objetivos de política exterior. En lo que a nuestra región respecta, quien suponga que por ser amigo o tener buenas relaciones con una u otra potencia está cubierto de sufrir alguna situación desagradable está muy equivocado. Gadafi pagó muy caro la suposición de que su acercamiento a Occidente le iba significar resguardo frente a los conflictos. A su vez, los líderes de varios países deben aprender a vivir con la afrenta que significa que Estados Unidos a quien consideran un aliado, los espíe a través de sus agencias de seguridad. Se podría sistematizar diciendo que hoy las potencias se mueven a partir de aquella idea enunciada por  Lord Palmerston quien fuera primer ministro de Gran Bretaña cuando dijo que “Inglaterra no tiene amigos permanentes ni enemigos permanentes. Inglaterra tiene intereses permanentes”.

Así, los acontecimientos recientes permiten afirmar que, más que nunca, el interés nacional es el móvil de la actuación de los países en el contexto internacional actual. De otra manera, no podría explicarse que ante la entronización de un gobierno anti semita en Ucrania que ha favorecido los ataques contra las comunidades judías de ese país, el gobierno de Israel haya mantenido absoluto silencio. En esa misma lógica podría entenderse el voto de Argentina junto al de Gran Bretaña y Estados Unidos en el Consejo de Seguridad de Naciones Unidas rechazando la validez jurídica del referéndum realizado en Crimea. La diplomacia argentina debe haber entendido erróneamente que se podría establecer un paralelo entre esta consulta y la que hizo Gran Bretaña en Malvinas unos meses atrás.

Cuando el 26 de marzo pasado en un discurso en Bruselas el presidente Obama hizo afirmaciones como que “Durante más de 60 años Estados Unidos ha colaborado con la OTAN no para reclamar otras tierras, sino para mantener a las naciones en libertad” o que “Ni Estados Unidos ni Europa tienen ningún interés en el control de Ucrania”, así como que “Nosotros no pretendemos anexar el territorio de Irak. No les arrebatamos sus recursos para nuestro propio beneficio. En vez de esto, terminamos nuestra guerra y dejamos Irak a su pueblo, en un Estado iraquí plenamente soberano que puede tomar decisiones sobre su propio futuro”, cualquier observador imparcial no podría menos que sorprenderse y algunos hasta indignarse. Y cuando la política genera sorpresas o indignación, la política no anda bien, máxime cuando dichos enunciados provienen del presidente de la nación más poderosa del planeta.

Con la misma desfachatez que se emiten estos anuncios en el plano internacional, se han comenzado a manifestar respecto a la política interna de los países. En esa medida, los conceptos tradicionales que establecen las normas para el funcionamiento de la democracia empiezan a quedar obsoletos. Hoy, se cuestiona que la realización de elecciones sea el termómetro que mida la estabilidad de un sistema democrático. Así mismo, la noción de mayoría ha comenzado a ser puesta en entredicho como lo develan las acciones de la oposición derrotada en las elecciones en abril de 2013 en Venezuela y marzo de 2014 en El Salvador.

Esta situación está conduciendo a que se manifiesten expresiones de agotamiento de la credibilidad de los ciudadanos en la política y en la democracia, lo cual podría ser muy peligroso de no encontrarse medidas que ayuden a quitarle presión a las tensiones que con cada vez mayor continuidad se están produciendo en nuestra región.

Esto interviene en mayor o menor medida en todos los países e influye en cada uno con diferentes ritmos y prioridades de acuerdo a características nacionales, grado de consolidación democrática, fortaleza del tejido social y solidez de los partidos y organizaciones políticas.

Con distinta medida, me parece que eso es lo que sucede tanto en Perú como en Chile. En el primero, los 4 últimos presidentes: Alberto Fujimori, Alejandro Toledo, Alan García y Ollanta Humala de diferentes tendencias políticas, tienen en común haber hecho campaña electoral con un programa y haber gobernado con otro. En Chile, la transición no finalizada de la dictadura a la democracia en un país cuyos destinos institucionales siguen regidos por una constitución antidemocrática que consagra el modelo neoliberal y con ello la exclusión social, actúan como una olla a la que se le puede quitar presión para que no estalle, pero que su permanente estado de ebullición genera riesgos en el mediano y largo plazo que deben ser solventados si se quiere mantener el sistema democrático, incluso con sus imperfecciones, evitando la violencia que solo le interesa a aquellas potencias que siempre “pescan en río revuelto”.      

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