No son pocos los
símbolos y espacios que dan cuenta de la batalla cultural en Buenos Aires: el
inmenso y estratégico retrato de Eva Perón, inaugurado hace tres años sobre la
fachada del edificio de los ministerios de Desarrollo Social y Salud, ya
rivaliza en el paisaje urbano con el tradicional Obelisco, emblema de los
patriarcas y de la aristocracia de la vieja república oligárquica.
Andrés Mora Ramírez / AUNA-Costa Rica
Para el Dr. Martín
Omar Aveiro, peronista
Evita... mirando al sur |
Ser o no ser peronista.
O serlo aunque se diga lo contrario: tal es la constante en la política
argentina desde hace más de sesenta años, atravesada por tensiones, movimientos y discursos que, desde la
izquierda, el centro o la derecha del espectro ideológico, reivindican para sí
el legado peronista como justificación de su militancia y como sustrato de los
proyectos políticos que han delineado el desarrollo argentino desde la segunda
mitad del siglo XX. Es el peronismo como construcción de poder y de
hegemonía que se expande siempre sobre su propio eje, sobre sus hitos
fundacionales y sus mitos, para conformar una identidad política sin precedentes en la
historia nuestroamericana, y que mantiene plena vigencia en nuestros días.
El recientemente fallecido maestro Ernesto
Laclau, notable referente de nuestras ciencias políticas y sociales, y al mismo tiempo, uno de los principales
intelectuales del proceso político que se articuló a partir de los gobiernos de
Néstor Kirchner y Cristina Fernández, en virtud de la reivindicación del concepto de populismo, lo decía bien: ante todo, “el kirchnerismo es el signficante de una
diversidad de luchas y causas”, posibles en este momento histórico, gracias a la presencia activa y militante de un conjunto de sujetos sociales
capaces de impulsar y materializar con relativo éxito una nueva hegemonía.
Y Buenos Aires, a mitad de camino entre la Europa que quiso ser y la América Latina que es –y que se expresa en sus mil y un contradicciones-, constituye uno de los escenarios fundamentales de esa batalla cultural que se viene librando, con avances y retrocesos, a lo largo de más una década, pero cuyas raíces se extienden hasta el subsuelo de las resistencias sociales de las últimas tres a cuatro décadas.
No son pocos los símbolos y espacios que dan cuenta de esta lucha: el inmenso y estratégico retrato de Eva Perón, inaugurado hace tres años sobre la fachada del edificio de los ministerios de Desarrollo Social y Salud, ya rivaliza en el paisaje urbano con el tradicional Obelisco, emblema de los patriarcas y de la aristocracia de la vieja república oligárquica. La Plaza de Mayo todavía celebra las conquistas en materia de derechos humanos y el juzgamiento de los delitos de lesa humanidad de la última dictadura, algo que no hubiese sido posible sin el kirchnerismo (ya es inolvidable la imagen del presidente Kirchner, dando la orden de retirar de los retratos de los represores que colgaban de las paredes del Colegio Militar); pero, al mismo tiempo, hoy luce ocupada por nuevos y diversos movimientos sociales, ambientalistas y representantes de pueblos indígenas, que acusan nuevos olvidos, reclaman el cumplimiento de viejas promesas, y denuncian los impactos del extractivismo minero sobre el medio ambiente. Por su parte, las calles y avenidas bonaerenses concitan los piquetes de los sindicatos de trabajadores: opositores, los unos, y aliados del gobierno, los otros, y ambos bandos apropiándose de la bandera peronista; como lo hacen también los políticos y los artífices del marketing electoral, que no dudan en acuñar eslóganes que pretenden zanjar la cuestión de una vez por todas: vote por X y Y, candidatos del buen peronismo. Omnisciente, el peronismo está en todas partes; y como juez implacable, también se coloca por encima del bien y del mal.
Y Buenos Aires, a mitad de camino entre la Europa que quiso ser y la América Latina que es –y que se expresa en sus mil y un contradicciones-, constituye uno de los escenarios fundamentales de esa batalla cultural que se viene librando, con avances y retrocesos, a lo largo de más una década, pero cuyas raíces se extienden hasta el subsuelo de las resistencias sociales de las últimas tres a cuatro décadas.
No son pocos los símbolos y espacios que dan cuenta de esta lucha: el inmenso y estratégico retrato de Eva Perón, inaugurado hace tres años sobre la fachada del edificio de los ministerios de Desarrollo Social y Salud, ya rivaliza en el paisaje urbano con el tradicional Obelisco, emblema de los patriarcas y de la aristocracia de la vieja república oligárquica. La Plaza de Mayo todavía celebra las conquistas en materia de derechos humanos y el juzgamiento de los delitos de lesa humanidad de la última dictadura, algo que no hubiese sido posible sin el kirchnerismo (ya es inolvidable la imagen del presidente Kirchner, dando la orden de retirar de los retratos de los represores que colgaban de las paredes del Colegio Militar); pero, al mismo tiempo, hoy luce ocupada por nuevos y diversos movimientos sociales, ambientalistas y representantes de pueblos indígenas, que acusan nuevos olvidos, reclaman el cumplimiento de viejas promesas, y denuncian los impactos del extractivismo minero sobre el medio ambiente. Por su parte, las calles y avenidas bonaerenses concitan los piquetes de los sindicatos de trabajadores: opositores, los unos, y aliados del gobierno, los otros, y ambos bandos apropiándose de la bandera peronista; como lo hacen también los políticos y los artífices del marketing electoral, que no dudan en acuñar eslóganes que pretenden zanjar la cuestión de una vez por todas: vote por X y Y, candidatos del buen peronismo. Omnisciente, el peronismo está en todas partes; y como juez implacable, también se coloca por encima del bien y del mal.
Ante semejante cuadro de antagonismos coexistiendo en un mismo espacio y tiempo, resulta inevitable recordar la película de Héctor Olivera, No habrá más penas ni olvidos (1983), basada en la novela
homónima de Osvaldo Soriano: una ficción trágica que, ambientada en una pequeña ciudad sin poder ni renombre, relata el enfrentamiento
entre peronistas de izquierda y de derecha quienes, al grito de ¡Perón o muerte!, acaban por desatar una
guerra en la que no hay ningún vencedor.
¿Hacia dónde va,
entonces, la Argentina? Como estas líneas no pretenden ser un análisis de
ciencia política, sino solo el testimonio de un cronista centroamericano, que
intenta comprender los enigmas argentinos al amparo del aire frío del otoño
austral, permítaseme evadir el compromiso de una respuesta definitiva y, en
cambio, dejar todos los escenarios abiertos.
Al fin y al cabo, como
dice un amigo mendocino, el peronismo no se racionaliza: el peronismo es un
fenómeno cultural y social que se siente en la piel, como el arte, como todas
las pasiones humanas. Y en ese dilema sin solución que, al decir de Laclau, se resignifica cada cierto tiempo para
impulsar nuevas alianzas –tal es la lógica de la razón
populista-, andará todavía el pueblo argentino en este siglo XXI.
De la misma forma en
que esta Buenos Aires de semblante marcado por la decadencia, que arrastra por
todos los rincones las sombras de su vasto y riquísimo pasado, casi como una
metáfora de sus búsquedas y disputas políticas, así el pueblo argentino mantendrá su caminar atávico y laberíntico
entre Shakespeare y Kafka, entre Borges y Sabato, entre lo propio y lo ajeno,
agitando con incierta fortuna el péndulo de las interpelaciones nacional-populares
y las desviaciones modernizadoras y neoliberalizantes:
unas, las primeras, supieron recuperar la dignidad y la soberanía pisoteada, para sumar al país a la corriente emancipadora del
Bicentenario y cumplir su deber de unidad nuestroamericana; y otras, las
segundas, que lo mismo abrieron las puertas del infierno
de la dictadura militar que las de la dictadura financiera, amenazan con volver al poder.
He aquí la gran confrontación que marcará el ritmo de los acontecimientos en el futuro inmediato.
He aquí la gran confrontación que marcará el ritmo de los acontecimientos en el futuro inmediato.
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