Sin caer en optimismos
desmesurados, los triunfos alcanzados en los últimos meses permiten mirar con
relativa esperanza el futuro, siempre que el diálogo y la voluntad de encuentro
entre los gobiernos, así como la solidaridad entre los pueblos –como antídoto
contra el veneno de los chovinismos que nos separan- se impongan como los
valores que impulsen la construcción de la nueva Centroamérica que queremos ver
nacer.
Andrés Mora Ramírez / AUNA-Costa
Rica
Triunfos como el de Sánchez Cerén en El Salvador expresan una tendencia en la política centroamericana. |
Los resultados de las
elecciones presidenciales en Honduras, El Salvador y Costa Rica, celebradas
entre noviembre del año anterior y abril del presente, configuran un escenario
inédito en Centroamérica, impensable, por ejemplo, hace 25 años, cuando la
firma de los Acuerdos de Paz de Esquipulas apenas insinuaba la posibilidad de
dar los primeros pasos en la construcción de sistemas políticos más o menos
estables y democracias representativas en una región desangrada por la
violencia política, militar e ideológica.
A la vuelta de ese
cuarto de siglo, la Centroamérica actual nos muestra un escenario de
recomposición de los equilibrios de fuerzas políticas que, a su vez, expresa
tendencias de cambio social y cultural en curso de no poca importancia: dos
antiguos movimientos guerrilleros de liberación nacional, de base
nacional-popular, conforman gobierno desde hace dos lustros en El Salvador y
Nicaragua –el Frente Farabundo Martí y el Frente Sandinista, respectivamente-;
en Honduras, el Partido Libre, que surgió del Frente Nacional de Resistencia al
golpe de Estado de 2009, fracturó la hegemonía histórica de “liberales” y
“nacionales”, y se convirtió en la segunda bancada con mayor representación en
el Congreso hondureño; y en Costa Rica, el triunfo del Partido Acción Ciudadana
rompió el bipartidismo neoliberal que nació con la crisis de los años 1980 y
los tiempos del sometimiento al FMI, al tiempo que el Frente Amplio obtuvo la
mayor votación de la izquierda (9 de 57 diputados) desde la fundación del
Partido Comunista en 1931.
Más allá de los matices
que distinguen a cada una de estas agrupaciones, y las diferencias legítimas
que puedan esgrimirse sobre si se trata de partidos de izquierda, de centro o
una derecha maquillada; o sobre si sus programas son anticapitalistas,
antineoliberales o solamente reformistas;
lo cierto es que este diverso arco de fuerzas constituyen, a su manera y
en las adversas condiciones que cada una enfrenta, nuestra primavera democrática y progresista.
Por supuesto, este
avance que señalamos en el balance de fuerzas a nivel regional no se puede
comprender aislado del proceso de transformación política y de ajuste
económico, de signo neoliberal, que experimenta Centroamérica desde la década
de 1990, caracterizado, entre otras cosas, por el ascenso de élites
empresariales y tecnocráticas que ganaron protagonismo en los poderes
Legislativo y Ejecutivo.
De la mano de estos
personajes, suerte de agentes del capital transregional y transnacional,
también se consolidaron como actores protagónicos de la política
centroamericana los llamados nuevos
grupos de poder económico (empresarios del boom neoliberal, con inversiones en toda la región, y con vínculos
con capitales estadounidenses, mexicanos y colombianos), en virtud de la enorme
influencia que lograron ejercer sobre los procesos e instancias de toma de
decisiones, que les permite orientar las políticas económicas y públicas a
favor de sus propios intereses; así como por su control prácticamente absoluto
de los medios de comunicación y la ausencia de legislaciones que regulen el
acceso a los medios, en condiciones de igualdad, para todos los sectores de la
sociedad.
La acción de estos
grupos económicos y su tecnocracia aliada también tiene un impacto cultural en
nuestras sociedades, visible en la gestación de un sentido común neoliberal en el que el sector privado de la economía pasa a
ocupar un lugar central en la articulación de las relaciones sociales y
productivas, como conductor de la modernización
hacia afuera que exige la globalización.
¿Qué posibilidades
tendrán ahora los gobiernos progresistas y las fuerzas presentes en los
congresos centroamericanos, para revertir esta realidad? ¿Acumularán respaldo
popular suficiente para impulsar, desde sus respectivos espacios de acción, las
transformaciones necesarias para las grandes mayorías?
Las pruebas y peligros
que deberán enfrentar no son pocos. Pero, sin caer en optimismos desmesurados,
los triunfos alcanzados en los últimos meses permiten mirar con relativa
esperanza el futuro, siempre que el diálogo y la voluntad de encuentro entre
los gobiernos, así como la solidaridad entre los pueblos –como antídoto contra
el veneno de los chovinismos que nos separan- se impongan como los valores que
impulsen la construcción de la nueva Centroamérica que queremos ver nacer.
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