La victoria de la primera fuerza política que cuestiona abiertamente el
neoliberalismo en Europa llega apenas después de más de 15 años de la llegada
al poder de Hugo Chávez, el primero en desafiar abiertamente las doctrinas
económicas del libre mercado y en desquiciar su hegemonía.
Samuele Mazzolini/ El Telégrafo (Ecuador)
Alexis Tsipras, Primer Ministro de Grecia. |
Para quienes miramos a la victoria de Alexis Tsipras en Grecia desde una
perspectiva latinoamericana, casi nos da ganas de decir ‘Ya era hora’. La
sensación es de satisfacción, de júbilo, pero a la vez de alivio demorado: ¡o
sea que no estábamos tan locos por acá! No porque hiciese falta que Europa
confirmase la validez de las elecciones políticas que países como Ecuador han
tomado en los últimos años, sino por la necesidad imprescindible de expandir la
lucha al neoliberalismo que buena parte de América Latina ha librado.
En efecto, el Viejo Continente acaba de dar las primeras señales de
despertar después de un prolongado letargo. Han sido años en que los
gobernantes europeos han hecho de todo para burlarse de sus ciudadanos,
desmantelando progresivamente aquellas conquistas sociales que, bajo el nombre
de estado de bienestar, hicieran otrora la fama de Europa como santuario
-aunque con sus limitaciones- de las libertades y de la justicia. La victoria
de la primera fuerza política que cuestiona abiertamente el neoliberalismo en
Europa llega apenas después de más de 15 años de la llegada al poder de Hugo
Chávez, el primero en desafiar abiertamente las doctrinas económicas del libre
mercado y en desquiciar su hegemonía.
La posibilidad de que Alexis Tsipras cumpla el mismo rol catártico, dando
vida a otros experimentos de índole parecida, no es hija de un pueril
optimismo. A diferencia de la primera -difícil- etapa de la Revolución
Bolivariana, caracterizada por la carencia de aliados, los griegos ya tienen su
álter ego en España: Pablo Iglesias y Podemos podrían, en menos de un año,
sumarse a esta nueva ola, con efectos por ahora inimaginables en términos de
emulación en lo demás de Europa. El poderoso repertorio mítico-simbólico que
estos experimentos llevan consigo suele ser contagioso, más allá de las
fronteras de donde se engendra.
El ‘Ya era hora’, sin embargo, es también dirigido a la izquierda
europea, la cual ha tardado en registrar las torsiones del discurso político
que permitieron a sus contrapartes latinoamericanas de salir de la nebulosa
gris de la ineficacia y de la insipidez política. En otras palabras, la clave
del éxito de Syriza radica en su conversión al populismo, término ambiguo y a
menudo vituperado. ¿A qué acepción nos referimos en este contexto? Populismo es
acá entendido como la capacidad de englobar y hacer central en el bagaje
semiótico términos como pueblo y patria, y en aceptar sin miedos que no basta
una comunicación racional, sino un elemento emotivo que ligue los ciudadanos a
un experimento político.
Más aún: el populismo pasa por la posibilidad de dividir en dos al
espectro político entre pueblo y élite, por la jubilación de terminologías
vetustas, propias de museos de historia, y por la disponibilidad a ensuciarse
las manos para hablar con los comunes mortales que pueblan nuestras sociedades,
incluso aquellos que no vienen con el sello de garantía de una militancia
decenal en la izquierda. Syriza y Podemos lo han entendido y vemos, bajo
nuestros ojos, los primeros efectos. La difusión de sus experimentos a lo demás
del continente pasa por esta crucial toma de conciencia.
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