La única posibilidad para
transformar hondamente una sociedad –la experiencia lo afirma– es trasladar el
ejercicio del poder a las poblaciones, a la gente real de carne y hueso, más
allá de anquilosado mecanismo del voto. En Venezuela eso está sucediendo, y es
eso justamente lo que mantiene viva las esperanzas.
Marcelo Colussi / Especial para Con
Nuestra América
Desde Ciudad de Guatemala
“En Venezuela no
faltan dólares. Lo que está en juego es el destino de la renta petrolera”
Claudio Katz (citando a
Modesto Guerrero)
Con
este epígrafe, tomado de dos agudos conocedores de la realidad venezolana,
pretendemos dar el talante del presente escrito: es un intento de aportar en el
análisis del proceso que allí se está desarrollando sin ocultar, por supuesto,
la simpatía para con el mismo.
Decimos
esto como primer punto para que quede claro el sentido de lo que se presentará:
estamos ante un proceso de transformación social muy sui generis, con connotaciones a veces sumamente
complejas de comprender, que no deja de ser una provocación para repensar la
situación de las izquierdas, de la revolución socialista, y si se quiere: del
panorama actual del mundo. La Revolución Bolivariana que se está llevando a
cabo en el país caribeño es un laboratorio del que se pueden sacar muchas
conclusiones.
Por
diversos motivos (un proceso que vuelve a poner el socialismo en la palestra
luego de la caída del socialismo real en tierras europeas, un líder carismático
como pocos en la historia que lo impulsó por muchos años, una ventana de
esperanza que se vuelve a abrir), lo que sucede hoy en Venezuela a nadie deja
de importar. Si bien no es una revolución socialista con las características de
otros procesos transformadores acaecidos en el siglo XX, en Venezuela hoy día
se habla abiertamente de socialismo. Para las izquierdas esto es una invitación
a debatir qué significa en la actualidad algo así: ¿se puede seguir levantando
un ideario socialista?, ¿cómo construir una opción socialista en este mundo
post Guerra Fría?, ¿qué funcionó y qué debería superarse de las primeras
experiencias socialistas?
Para
las derechas –la venezolana y la internacional– el proceso en curso encendió
sus alarmas. Si bien es cierto que dentro del esquema económico del país no se
produjeron expropiaciones ni confiscaciones en sentido estricto, la dinámica de
los hechos confiere cuotas de poder a los sectores populares que siguen
mostrando que la lucha de clases está presente, más allá del grito triunfal del
neoliberalismo propinado por el japonés-estadounidense Francis Fukuyama al
proclamar el supuesto “fin de la Historia”. Venezuela, a su modo, devolvió
cuotas de esperanza al campo popular y a las luchas por el cambio
político-social.
Nada
de lo dicho hasta ahora en el presente texto es nuevo; el debate sobre el
“socialismo del siglo XXI” inició hace ya algunos años, y las renovadas
esperanzas que todo esto trajo alteraron el panorama político latinoamericano
reciente. Pero más aún: no sólo despertó esperanzas en los pueblos y en la
militancia de izquierda sino que propició transformaciones reales en las
relaciones políticas del subcontinente, con la creación de nuevos centros de
poder e influencia, como el ALBA, Petrocaribe, la CELAC, UNASUR, Telesur y
Radio del Sur, entre otras novedades.
Claramente
las aguas se partieron: nadie puede, ni dentro ni fuera de Venezuela, dejar de
ser “chavista” o “antichavista”. Forma, quizá, bastante particular de seguir
demostrando que las luchas de clase continúan, tan al rojo vivo como años
atrás, con o sin Guerra Fría, con o sin sindicatos y organizaciones populares
politizadas. ¿Por qué habrían de desaparecer? Sucede que la marea neoliberal
–asentada en sangrientas represiones de años atrás– y el grito triunfal del fin
de la Historia, pudieron llegar a hacer creerlo. Pero sin dudas, ahí están.
Escribo
esto no tanto para analizar esta historia –muy bien analizada ya por otros,
como recién decía– sino casi como un ejercicio personal, como refrescamiento y
nueva inyección de esperanza que puede dar energías para continuar la lucha. De
ahí que lo titulé: “La revolución sigue”.
Viví
en la República Bolivariana de Venezuela algunos años, aún en vida el
presidente Hugo Chávez. En su momento no ahorré críticas ¡constructivas! a lo
que allí sucedía, siempre viéndolo desde una óptica de izquierda; pero al mismo
tiempo apoyé el proceso, por considerarlo una fuente de esperanza. Vuelvo ahora
con motivo del Encuentro del X Año de la Red de
Intelectuales, Artistas y Movimientos Sociales en Defensa de la Humanidad, de la que surgiera
una muy elocuente Declaración Política. Ese contacto después
de más de cinco años de lejanía permite ver varias cosas que me parece
importante señalar. Si lo hago –al menos así lo entiendo conscientemente y creo
no traicionarme en lo que digo– en modo alguno es para criticar con altanería
desde fuera del campo de juego sino para, con toda la modestia del caso,
aportar en esa gran obra que se está llevando a cabo. Si además del apoyo
levanto una crítica seria y responsable, como diría Martín Fierro: “no es para mal de ninguno sino para bien de
todos”.
Rápidamente aclaro esto
porque me parece imprescindible: lo que sigue es producto no tanto de esa
Declaración Política o de intercambios con académicos e intelectuales en un
hotel de lujo donde fuimos albergados por varios días, sino del reencuentro con
compañeras y compañeros de colectivos populares con los que trabajé años atrás,
del recorrer calles, barrios y espacios públicos en la ciudad de Caracas, de
hablar con ciudadanos de a pie en el metro o comiendo una cachapa, todo con la
intención de tener un barómetro más real de la verdadera situación.
Hay una imagen
distorsionada de Venezuela desde fuera del país
La
prensa comercial de todo el mundo sigue una matriz determinada, fijada por
grandes poderes mediático-políticos visceralmente anti-chavistas, cuyos
intereses ven en todo el proceso bolivariano un peligro. La idea, obviamente,
es presentar una sensación de “catástrofe” en que viviría el país, para
desprestigiar la Revolución en curso. Sin quitarle peso real a la terrible
guerra económica que la derecha vernácula –con apoyo encubierto y abierto del
gobierno de Estados Unidos– está llevando a cabo, no es real que la población
esté en una situación de crisis, de insolvencia absoluta, de situación
pre-golpe de Estado al modo del Chile de 1973 donde apareció un Pinochet dando
el toque final a un proceso que se venía desmoronando (o mejor dicho: que había
sido calculadamente desmoronado) en un buen tiempo de gestación, con
desabastecimiento y mercado negro.
En
Venezuela no se vive eso, en absoluto. La inflación y el desabastecimiento
existen, y por supuesto son odiosos, molestos, dañinos. De todos modos, la
presencia del Estado a través de sus programas sociales por medio de las
numerosas Misiones existentes (hoy día alrededor de 30) intenta complementar
esos desajustes.
Sin
negar las dificultades de la vida cotidiana –por ejemplo, el acceso a divisas,
con un dólar paralelo por las nubes, hasta 10 veces por arriba del precio del
oficial y todo lo que esa economía subterránea pueda traer aparejada– la
preconizada “crisis” no afecta sustancialmente la vida cotidiana. Hay un
intento de crear un clima de zozobra, logrado fundamentalmente en la población
no-chavista –clase media y alta–, manipulada y acicateada en forma continua con
los fantasmas del “castro-comunismo” (“te van
a poner otra familia a convivir dentro de tu casa”, y
pamplinas por el estilo que, aunque cueste creerlo y hagan recordar los
risibles estereotipos de la fenecida Guerra Fría, siguen presentes). Los
sectores populares, mayoritariamente comprometidos con la Revolución, no se
sienten en crisis. De hecho: no lo están. Por otro lado, la voraz furia
consumista de la época navideña lo que menos muestra es retracción en las
compras sino, por el contrario, centros comerciales atestados. Hay largas
colas… ¡para comprar!
Siempre
en relación a esa matriz mediática que barre el mundo, otro mito tejido fuera
de Venezuela es la situación de absoluta inseguridad que se vive en las
ciudades, con una delincuencia desbocada. La constatación in situ muestra una realidad diametralmente
opuesta: el manipulado tema de la violencia callejera no es, ni por cerca,
preocupación para los venezolanos de a pie. Hay muertos, y no pocos, en
enfrentamientos entre bandas juveniles, nada distinto a lo que sucede en
cualquier capital o gran urbe latinoamericana, básicamente en los sectores
“rojos”, que por supuesto no faltan, pero ello está totalmente lejos de ser el
cáncer que presenta la prensa antichavista.
Como
último dato para intentar dar la verdadera imagen de lo que acontece en el
país, fuera de la tergiversación de las industrias de la desinformación, está
la figura del presidente Nicolás Maduro. La tónica dominante es presentarlo
como un tonto, un inepto que cada vez que abre la boca dice una sandez. ¡Nada
más absolutamente alejado de la realidad que eso! Maduro es un militante
sindical que viene de la izquierda política, muy bien preparado y siempre a la
altura de las circunstancias que le tocó vivir. De hecho la población chavista
lo respeta mucho y nadie osa verlo como un improvisado, como la “pesada”
herencia que dejó Chávez al que hay que soportar. Por el contrario, es todo un
estadista que se sabe manejar con gran tino respecto a su pueblo.
Sigue el acoso a la
Revolución por distintos medios
Sin
que esto sea justificación de nada, y asumiendo que hay muchas tareas que una
revolución socialista debería acometer con mayores cuotas de autocrítica o de
profundidad, de espíritu clasista incluso, construir una nueva sociedad en
medio de un continuo bloqueo y ataque no es tarea nada sencilla.
El
actual gobierno bolivariano, en todos sus niveles, está sometido al furioso
bombardeo mediático de la prensa de derecha. Además, como se anticipa más
arriba, el mercado negro y el manejo de divisas no está bajo el control del
Estado, por lo que esos temas terminan convirtiéndose en una molestísima
urticaria que corroe la vida cotidiana.
Quizá
en esto no hay mucho que abundar y una corta estadía en el país no aporta nada
especialmente nuevo, porque de nadie es desconocido que desde que asumió la
presidencia, Nicolás Maduro ha debido soportar una presión mayor a la que le
tocara resistir a Hugo Chávez. Por lo pronto, en los primeros meses del año
2014 las fuerzas políticas de la derecha nacional, siempre bajo financiamiento
y asesoramiento directo de Washington, arreciaron de un modo brutal sus
protestas, con el saldo final de 43 muertos y cuantiosos daños materiales.
Ello, si bien no logró parar el avance del proceso bolivariano, mostró que la
oposición sigue siendo tan beligerante como siempre, y está dispuesta al uso de
cualquier medio para lograr su cometido: terminar con la Revolución.
Insistimos
con la idea: aunque el escenario no es el mismo que el de Chile de 1973, el
agio y el mercado negro son constantes en la vida económica cotidiana. El
contrabando hormiga a través de la frontera con Colombia, en muchos casos de
gasolina venezolana, causa enormes pérdidas a la economía nacional, valoradas
en miles de millones de dólares.
En
complemento a esta desestabilización económica, también debe considerarse la no
menos dañina provocación militar a la que se ve sometida la Revolución, con
infiltraciones continuas de paramilitares colombianos, con acciones violentas
encubiertas, con sabotajes, con el siempre mantenido intento de ganar cuadros
de las fuerzas armadas para proyectos contrarrevolucionarios.
Lo
dicho más arriba respecto a la imagen que se crea de Venezuela tanto dentro de
sus límites como a escala planetaria, es parte también de ese acoso: los medios
de comunicación cada vez más deciden la vida política. Por tanto, la creación
de esas matrices de opinión furiosamente antirrevolucionarias, satanizando y
denigrando lo que realmente sucede, ayuda a mantener: 1) en lo interno, una
población enfrentada en forma irreconciliable, dividiendo a la ciudadanía de un
modo un tanto absurdo, siendo presa de ese visceral odio “antichavista”
sectores de clase media que incluso se benefician de los programas sociales; y
2) en lo externo, preparando condiciones para aislar al país y tenerlo
demonizado, justificando de ese modo cualquier posible acción “en defensa del
mundo libre” (léase intervención militar, por ejemplo).
Complementa
el acoso arriba mencionado una movida política que no es poca cosa y debe
vérsela con mucha preocupación: la actual caída de los precios del petróleo.
Venezuela,
por una sumatoria de causas, sigue aún después de 15 años de Revolución,
dependiendo en un 80% de la venta del oro negro. Se llegó a hablar, incluso, de
“socialismo petrolero”. Esto abre otro debate, en el sentido que es imposible
edificar algo sólido en este mundo globalizado y manejado por grandes
corporaciones capitalistas a partir de la venta de un recurso natural no
renovable. Si bien hay reservas petroleras hasta fines del presente siglo (la
reserva del río Orinoco es la más grande del mundo, y aún se la explota en
pequeña escala), la falta de diversificación productiva es una bomba de tiempo.
Si no se tiene asegurada la producción de alimentos (la Revolución sigue
comprando alimentos en el exterior), si tecnológicamente se depende de terceros
en relaciones comerciales capitalistas, el pronóstico a futuro es incierto.
En
relación a eso, y como una clara maniobra desestabilizadora para los tres
países que, hoy por hoy, son una pesadilla para la lógica imperial de Estados
Unidos y para el gran capital global (Rusia, Irán y Venezuela, con grandes
reservas petroleras e intentando negociar ese bien ya no con dólares sino con
nuevas monedas), la caída de los precios en el barril de petróleo es una
maniobra política que intenta cortarle el ingreso de recursos a esas economías,
obviamente para ahogar sus respectivos proyectos de países independientes y
soberanos.
Incluso
–valga esto como hipótesis– el probable embargo que se le levantaría a la
Revolución Cubana puede tener como uno de sus objetivos hacer que la isla deje
de depender de los petrodólares venezolanos para aislar políticamente a
Caracas, dejando sus iniciativas de integración latinoamericana muy reducidas,
o detenidas.
En
otros términos: el acoso está por todos lados y convivir con él se torna
sumamente complicado. Aunque todos sabemos que hacer una revolución es enfrentarse
a esos demonios, decirlo es fácil. Soportarlo, no tanto.
Continúan las discusiones
en torno a la construcción del socialismo
Algunos
años atrás, cuando vivía en suelo venezolano, era un debate permanente entre
militantes, cuadros de la izquierda, dirigentes comunitarios, sindicalistas y
activistas varios el rumbo que debería tomar la Revolución. Asumiéndose que lo
vivido en Venezuela no es comparable con otros procesos de transformación
social (Rusia, China, Cuba, Vietnam, Nicaragua), dado que aquí la Revolución no
nació de una insurgencia popular ni de la lucha armada sino que vino desde un
líder carismático que, sorprendiendo a propios y extraños, fue radicalizándose
poco a poco desde la casa de gobierno, la discusión respecto a cómo pasar de
esa fase a una profundización socialista estaba en el día a día. En un momento,
incluso, se propuso casi como una exigencia teórica definir qué era este nuevo
socialismo del siglo XXI.
El
tiempo pasó, el líder ya no está, y la discusión sigue abierta. Los sectores
más radicales siguen viendo una gran lentitud en el proceso. Es innegable que
la Revolución tiene un tiempo muy propio, muy “caribeño”, podría decirse, para
usar un eufemismo que no lastime a nadie y diga mucho. En otros términos: tiene
mucho de pintoresca.
La
cultura rentista y consumista amasada en décadas de bonanza petrolera no han
desaparecido. Más aún: la Revolución no ha encarado un trabajo realmente fuerte
y sostenido buscando modificar eso. Si bien se habla continuamente de valores
socialistas, de una nueva ética, de una batalla contra la corrupción, la imagen
de una Miami plástica y adoradora del despilfarro sigue presente en la
conciencia colectiva; de ahí que la Miss Universo sigue siendo un símbolo
nacional (por la calle, el ciudadano común puede preciarse de ser el país del
mundo con mayor cantidades de títulos de belleza).
No
cabe la menor duda que la construcción de una alternativa nueva, en cualquier
sentido, es tremendamente difícil. Una cosa es tomar el poder político, el asalto
a la estructura del Estado (que sigue siendo capitalista). Otra muy distinta es
derrumbar esos esquemas y edificar algo nuevo. Eso –la experiencia de los
distintos socialismos desarrollados en el siglo XX lo enseñan a sangre y fuego–
toma generaciones. E implica, por fuerza, enormes esfuerzos, cambios de
mentalidad, luchas a muerte contra viejos valores. Todo eso es una agenda
pendiente aún en la Revolución. Pero lo importante es que, al menos, no deja de
estar en discusión.
Quien
capitanea el rumbo político del país es el Partido Socialista Unido de
Venezuela, el PSUV. Pero esto no ha pasado de ser una bien aceitada maquinara
electoral. No es, como sucede en otras organizaciones de izquierda, un partido
de cuadros. No hay mayor, o casi no hay ningún trabajo de formación política
con sus militantes.
No
caben dudas que existe hoy día en el país un nuevo talante antiimperialista,
que la idea de socialismo (aunque no se sepa con exactitud qué es el socialismo
del siglo XXI) está presente, que las discusiones en torno a todo esto están
abiertas. No puede dejar de mencionarse que las posiciones más “suaves”, más
moderadas (llegándose a hablar de conciliación de clases, por ejemplo)
parecieran ser las dominantes. Los grupos más radicales que piden profundización
revolucionaria y socialismo con mayúscula, en general son marginales. La
conducción política del proceso se hace más en clave de moderación que de
profundización, pero ello no quita que un espíritu nuevo de debate, de
conciencia política, de valores socialistas, impensable décadas atrás antes de
la aparición de Hugo Chávez, domine toda la escena política.
Ese
debate, al menos da esperanzas: las cosas se siguen moviendo.
No
puede dejar de mencionarse en esta suerte de comentario/análisis la presencia omnímoda
de Chávez. Hoy día ya pasó a la categoría de mito. Eso puede ser importante
para tener un punto de convergencia de distintos sectores, un elemento que une,
que congrega. Hugo Chávez ya pasó a ser Comandante Supremo y Eterno. Pero ello
también abre alguna pregunta (¡que alguna vez hay que comenzar a formularse, y
más aún: a responderse!) respecto a qué se construye con tamaño endiosamiento.
Pregunta, sin dudas, que lleva a indagarnos por qué en todos los grandes
procesos revolucionarios del socialismo ha existido siempre la figura de un
gran líder carismático (heroico, siempre masculino por cierto): Lenin, Mao Tse
Tung, Ho Chi Ming, Fidel Castro, Che Guevara, Chávez, Yasser Arafat. ¿Para
construir enormes cambios se necesita de esas figuras colosales? Se podría
dejar abierta la interrogación en relación a lo religioso que hay en juego en
todo ello: ese culto a la personalidad, ¿no pasa a tener un valor religioso?
(religión, de religare, en
definitiva es “lo que une, lo que amarra a una sociedad, lo que la mantiene
unida”).
Pero
un planteo socialista –propiedad colectiva de los medios de producción y poder
popular– no necesita de un pensamiento mágico-religioso centrado en la
adoración de ningún ícono, sino más bien que debe tomar distancia de él. Y eso,
con la veneración casi desmedida que pareciera tener la figura del extinto
presidente, no pareciera estar planteándose en la Venezuela actual. Tamaño
culto a la personalidad podría entenderse –beneficio de la duda– como un
momento necesario en un largo y complejo proceso. Es posible. Pero no debe
dejar de considerárselo como algo no menor.
La Revolución sigue, y si
algo da esperanzas es el poder popular
Como
se dijo más arriba, pese a lo lento del proceso, a la falta de profundidad
socialista de muchas medidas –la propiedad privada de los grandes capitales no
se ha tocado, por ejemplo, ni la banca, sector clave que puede definir toda la
Revolución– es alentador ver que el proceso está en marcha. Quizá la misma
provocación continua de la derecha con sus numeras formas de ataque obliga a
mantener la guardia muy en alto. Si es así, de momento puede decirse que la
contrarrevolución lo que ha logrado es armar mejor la respuesta del movimiento
bolivariano.
Hablamos
del Chile de 1973 con Salvador Allende y su triste final con el golpe de Estado
del general Pinochet. En Venezuela, hoy por hoy eso no puede pasar, por dos
motivos: las fuerzas armadas, sin negar que habrá algún quinta-columna
escondido esperando la orden de “la Embajada”, son una garantía para la
continuidad del proceso bolivariano. Pero más aún, mejor y más fiable garantía,
es el poder popular que se viene construyendo.
Sin
caer en excesos triunfalistas, sin ver lo que uno quiere ver (lo cual es, en
definitiva, pura imaginación, fantasía extinguible), es real que estos años de
proceso bolivariano, aún con los defectos y contradicciones que pueda tener, ha
ido construyendo una red de poderes populares locales, comunales,
territoriales, que ya pasaron a ser una considerable fuerza político-social. La
idea de “empoderamiento” (permítasenos utilizar este discutible término) ha
cobrado real fuerza en la experiencia venezolana.
Si
algo de novedoso tiene este mal definido socialismo del siglo XXI es la
explosión de participación popular. Las medidas de fondo, es cierto, las sigue
tomando la conducción política, que está sentada en el Palacio de Miraflores.
Pero todos estos embriones de poder popular que mencionamos (consejos
comunales, organizaciones barriales, colectivos de mujeres, fábricas recuperadas
bajo autocontrol obrero, grupos de jóvenes, etc., etc.) son un verdadero
resguardo del calor transformador. Ahí están las Milicias Populares, trabajando
en coordinación con las fuerzas armadas, como una garantía de continuidad
revolucionaria.
Sin
dudas que la transformación de una sociedad lleva un trabajo fabuloso,
monumental. No hay que cambiar sólo relaciones de poder, relaciones económicas:
hay que cambiar mentalidades, culturas. ¡Eso es de lo más difícil! Y la única
posibilidad para transformar hondamente una sociedad –la experiencia lo afirma–
es trasladar el ejercicio del poder a las poblaciones, a la gente real de carne
y hueso, más allá de anquilosado mecanismo del voto. En Venezuela eso está
sucediendo, y es eso justamente lo que mantiene viva las esperanzas.
Hay que tomar medidas más
drásticas en el manejo de los recursos (nacionalización de la banca)
Este
es el punto crucial. Es aquí cuando cobra todo su sentido el epígrafe con el
que abríamos el presente texto: “En
Venezuela no faltan dólares. Lo que está en juego es el destino de la renta
petrolera”.
Venezuela
en su conjunto, durante todo el siglo XX, no fue un país pobre, dado el aluvión
de petrodólares que recibió y sigue recibiendo (en este momento algo reducido
por la manipulada caída del precio del petróleo fijada por las Bolsas de
Valores de las potencias occidentales). Antes de Chávez, y por supuesto
infinitamente más a partir de él, los sectores populares recibían algunos
beneficios de esa renta. En otros términos: Venezuela ha sido un país rico,
pero lleno de pobres.
Ahora,
con la Revolución, las cosas empezaron a cambiar: esa renta petrolera, como
nunca antes en su historia, comenzó a llegar a los sectores históricamente más
postergados. Es cierto que llegó con forma de programa asistencial (“Chávez me dio la casa”), pero ese fue
un inicio. De lo que se trata ahora es de ir más allá en la construcción de un
nuevo modelo, un modelo socialista y participativo, donde la gente sea la que
no sólo recibe algunos beneficios (cultura asistencial) sino que decide el
destino de sus vidas, y por tanto, del colectivo. Pasar de la cultura rentista
–y si Chávez “da” la casa, no se superó la cultura rentista-asistencial– a la
apropiación popular, al socialismo real donde el pueblo manda, es la tarea
siguiente. Aquello de “mandar obedeciendo” del zapatismo es para pensar
seriamente. ¿Se podrá, o hay que tomar todo el poder, sin miramientos, para
proponer cambios?
Pero
mientras se discute esto, ¿quién maneja esa entrada de petrodólares? (que,
aunque mermada, sigue siendo muy grande). Ese es el cuello de botella de la
Revolución.
El
Estado venezolano invierte mucho en los distintos programas sociales. Ello ha
traído como consecuencia un mejoramiento sustancial en la calidad de vida de
los sectores más pobres y olvidados. Salud, educación, vivienda, servicios
básicos, transporte, alimentación, son todas esferas que cada vez más la
Revolución viene atendiendo con logros indubitables. De ahí que, en una
apreciación muy pacata y corta de vista, la conciencia clasemediera ve el
“peligro” que representa este pobrerío ahora puesto de pie, sintiéndose poder,
representado por una figura intocable como la de Hugo Chávez, ocupando espacios
que antes le estaban absolutamente vedados. “¿Los pobres entrando al Teatro Nacional?”.
¡Efectivamente! Eso es un símbolo de lo que significa revolución. Y eso está
sucediendo en Venezuela.
Pero
el mantenimiento de ese Estado y su posibilidad de seguir invirtiendo en
programas sociales encuentra un terrible límite: las divisas que trae el
petróleo van a parar al sistema financiero. Y ese sistema financiero es
patrimonio de la empresa privada. Ahí está el tope.
La
República Bolivariana de Venezuela, más allá de las reales transformaciones que
está llevando a cabo, no deja de ser un país capitalista, que se mueve en la
lógica del capital, y cada vez más, del capital financiero. Hoy por hoy, con
este capitalismo especulador y mafioso que se ha venido construyendo en estas
últimas décadas a escala planetaria, toda la Humanidad está en dependencia de
los grandes centros bancarios que van controlando las finanzas mundiales, y por
tanto la política así como la ideología y la cultura. En otros términos: la
vida. La actual baja de los precios del petróleo –o su eventual subida cuando así
lo deciden en algún lujoso lobby unos
cuantos hiperpoderosos– lo permite ver de modo palmario. Hoy por hoy, el mundo
lo manejan los grandes bancos y no los presidentes de los países.
El
Estado revolucionario de Venezuela dispone de los petrodólares, de eso no caben
dudas. Y más allá de las medidas que intenten aislar al país e impedirle
salirse del campo del dólar como divisa de transacción, sin dudas la renta, en
mayor o menor medida, seguirá asegurada por un buen tiempo, por unas décadas
quizá. La cuestión básica estriba en ver cómo se maneja esa renta. Y si la
misma termina finalmente en las arcas privadas de estos especuladores de poder
global, la capacidad de maniobra de la Revolución no es muy grande
precisamente.
Con
Chávez vivo, genial estadista sin ningún lugar a dudas, los juegos de poder y
las tensiones se dirimían (un poco al menos) a partir de su fenomenal carisma,
de su muñeca política. Pero la vida de un país o de una Revolución es más
complejo que eso. Los grandes poderes globales como la banca no se pueden
enfrentar sólo a base de talento personal.
No
contar con un sistema financiero propio de la Revolución obliga a esta
dependencia mortal de un circuito que 1) sigue haciendo negocios como siempre,
o como nunca antes, pero que pese a ello 2) es enemigo irreconciliable del
proceso, por su carácter objetivo de clase enfrentada a muerte con una opción
socialista.
Por
todo ello la nacionalización de la banca se impone como principal tarea
revolucionaria inmediata. No hacerlo es seguir en esta situación de
dependencia, ofreciéndole al enemigo los propios recursos de una manera
ignominiosa. No hacerlo, es quedar a su merced, sin posibilidad de poder
invertir para crear una sólida base industrial que permita despegarse del
rentismo petrolero, y lo peor: es quedar en sus manos para que –tal como lo
está haciendo ahora– ahogue la Revolución con sus deleznables manipulaciones
financieras.
¿Qué pasa si se pierde la
próxima elección presidencial?
Entiendo
que en Venezuela es necesaria hoy una revolución dentro de la
revolución. Es decir: si el proceso avanza con
lentitud, si la banca –talón de Aquiles de todo el complicado panorama– no se
ha tocado, si estamos en la disyuntiva de construir un castillo de naipes
(dólar manejado por el sistema financiero privado) o una fortaleza inexpugnable
(asegurada por el poder popular desde abajo, armas en mano incluso), entonces
es preciso dar un salto adelante. Se podrá atacar esto diciendo que es
expresión de “izquierdosos intelectuales trasnochados”. Puede ser. De todos
modos, reitero lo dicho más arriba: la crítica apunta a ser “no para mal de ninguno sino para bien de todos”.
Es
cierto que el panorama político internacional actual es tremendamente más
complicado para el campo popular que décadas atrás. Hoy no hay Unión Soviética,
y la China puede ser aliado táctico, pero hoy funciona como gigante comercial y
no otra cosa. Estos últimos años de capitalismo salvaje, eufemísticamente
llamado neoliberalismo, asentados en feroces represiones que tiñeron de rojo
todo nuestro continente, hicieron retroceder mucho las conquistas de los
trabajadores y los ideales socialistas. No están muertos, pero sí bastante
golpeados. La aparición de Chávez y todo el proceso que puso en marcha ayudó a
recobrar fuerzas, a levantar esperanzas caídas. Ese es el verdadero y más
importante legado de la Revolución Bolivariana.
Si
hablamos de límites, de fallas, de cosas a rever, ahí tenemos la experiencia
sandinista de Nicaragua en 1990. Igual que la venezolana, fue una revolución
que se manejó dentro de los parámetros de la democracia representativa
capitalista. Al perder una elección, tuvo que retirarse del poder. Y como las
estructuras de poder popular se habían ido deteriorando –producto de la guerra,
del bloqueo, de errores propios– el abandono del gobierno significó el fin de
la revolución. En Venezuela, si se perdiera la próxima elección presidencial en
el 2019, ¿pasaría lo mismo?
No se
trata de hacer ejercicios de futurología. El presente escrito no tiene ese
objetivo, sino abrirse preguntas críticas mostrando los puntos débiles en juego
(y saludando efusivamente con fervor revolucionario los reales e
incuestionables avances, por supuesto). Pero pensemos en ese escenario: si toda
la Revolución asienta en el triunfo electoral, ¿qué sucedería –tal como
efectivamente podría pasar– si Nicolás Maduro, o el candidato del PSUV que
fuere, no gana en las urnas?
Es
ahí donde el poder popular (léase milicias populares en combinación con las
fuerzas armadas oficiales), la banca nacionalizada y el calor chavista
cohesionado en torno a la figura del líder muerto pero vivo en la conciencia
del pueblo y que sigue funcionando como aglutinador, deberían servir como
garantía de no retroceso en los logros obtenidos.
No
hay dudas que estas cosas se discuten, y mucho, dentro de Venezuela. Quienes
apoyamos desde fuera no estamos en el día a día de esos debates, aunque podamos
dejar nuestro modesto aporte. El presente texto no es sino eso, así como podría
serlo para Bolivia o para cualquier proceso que intente aportar
transformaciones. En otros términos: un granito de arena para mantener viva la
esperanza en que sí, efectivamente, otro mundo es posible, y que hay que seguir
trabajando para darle forma a la utopía.
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