El fundamentalismo y el
dogmatismo vuelven absoluta su verdad. Así ellos se condenan a la intolerancia
y pasan a no reconocer ni respetar la verdad del otro. Todo esfuerzo de supresión
termina en el terror de los que presumen tener la verdad y la imponen a los
demás. El exceso de verdad acaba siendo peor que el error.
Leonardo Boff / Servicios Koinonia
El reciente asesinato de
los caricaturistas franceses de Charlie Hebdo y la última elección presidencial
en Brasil han traído a la luz un dato latente en la cultura brasileña y en el
mundo: la intolerancia. Me voy a restringir a aquélla, pues ya he abordado la
otra, la de Charlie Hebdo, en un artículo anterior. La intolerancia en Brasil
es parte de aquello que Sérgio Buarque de Holanda califica de «cordial» en el
sentido de odio y prejuicio, que vienen del corazón como la hospitalidad y la
simpatía. En vez de cordial yo preferiría decir que el brasileño es pasional.
Lo que se pudo ver en la
última campaña electoral fue lo «cordial-pasional», en forma de odio de clase
(desprecio del pobre) como de discriminación racial (nordestino y negro). Ser
pobre o negro y nordestino implicaba una tara y de ahí el deseo absurdo de
algunos de dividir Brasil entre el Sur «rico» y el Nordeste «pobre».
Ese odio
de clase se deriva del arquetipo de la Casa Grande y de la Senzala introyectado
en ciertos sectores sociales, bien expresado por una madame rica de Salvador:
«los pobres no contentos con recibir la bolsa de familia, todavía quieren tener
derechos». Eso supone la idea de que si un día fueron esclavos, deberían seguir
haciendo todo gratis, como si no hubiese habido abolición de la esclavitud y no
valiesen los derechos. Los homoafectivos y otros de la LGBT son hostilizados
hasta en los debates oficiales entre los candidatos, revelando una intolerancia
«intolerable».
Para entender un poco más
profundamente la intolerancia hay que ir un poco más al fondo de la cuestión.
La realidad así como se presenta es contradictoria en su raíz; compleja, pues
es convergencia de los más variados factores; en ella hay caos originario y
cosmos (orden), hay luces y sombras, hay lo sim-bólico y lo dia-bólico. En sí,
no son defectos de construcción, sino la condición real de implenitud de todo
lo que existe en el universo. Esto obliga a todos a convivir con las
diferencias y las imperfecciones. Y a ser tolerantes con los que no piensan y
actúan como nosotros. Traduciéndolo a un lenguaje directo: son dos polos
opuestos pero polos de una misma y única realidad dinámica. Estas polaridades
no pueden ser suprimidas. Todo esfuerzo de supresión termina en el terror de
los que presumen tener la verdad y la imponen a los demás. El exceso de verdad
acaba siendo peor que el error.
Lo que cada uno (y la
sociedad) debe saber siempre es distinguir un polo de otro y hacer su opción.
El ser humano se revela un ser ético cuando se responsabiliza de sus actos y de
las consecuencias que se derivan de ellos.
Alguien podría pensar:
¿pero entonces todo vale? ¿ya no hay diferencia? No se predica un vale todo ni
se borran las diferencias. Se debe hacer distinciones. La cizaña es cizaña y no
trigo. El trigo es trigo y no es cizaña. El torturador no puede tener el mismo
destino que el torturado. El ser humano no puede igualar a ambos ni
confundirlos. Debe discernir y tomar su decisión.
Para hacer coexistir sin
confundir estos dos principios debemos alimentar en nosotros la tolerancia. La
tolerancia es la capacidad de mantener positivamente la coexistencia difícil y
tensa de los dos polos, sabiendo que ellos se oponen pero que componen la misma
y única realidad dinámica. Aunque se oponen, son dos lados de un mismo cuerpo,
el izquierdo y el derecho.
El riesgo permanente es
la intolerancia. Ella reduce la realidad, pues asume solamente un polo y niega
el otro. Obliga a todos a asumir su polo y anula el otro, como hacen de forma
criminal el Estado Islámico y Al Qaeda. El fundamentalismo y el dogmatismo
vuelven absoluta su verdad. Así ellos se condenan a la intolerancia y pasan a
no reconocer ni respetar la verdad del otro. Lo primero que hacen es suprimir
la libertad de opinión, el pluralismo y a imponer el pensamiento único. Los
atentados como el de París tienen por base esta intolerancia.
Es imperioso evitar la
tolerancia pasiva, la actitud de quien acepta la existencia con el otro no
porque lo desee y vea algún valor en ello, sino porque no lo consigue evitar.
Hay que incentivar la
tolerancia activa, que consiste en la coexistencia, en la actitud de quien
positivamente convive con el otro porque le respeta y consigue ver los valores
de la diferencia y así puede enriquecerse.
La tolerancia es antes
que nada una experiencia ética. Ella representa el derecho que cada persona
tiene a ser aquello que es y a seguir siéndolo. Ese derecho fue expresado
universalmente en la regla de oro «no hagas a otro lo que no quieres que te
hagan a ti». O formulado positivamente: «Haz al otro lo que quieres que te
hagan a ti». Este precepto es obvio.
El núcleo de verdad
contenido en la tolerancia, en el fondo se resume en esto: cada persona tiene
derecho a vivir y a convivir en el planeta Tierra. Goza del derecho a estar
aquí con su diferencia específica. Ese derecho antecede a cualquier expresión
de vida, como las visiones de mundo, las creencias, las ideologías. Esta es la
gran dificultad de las sociedades europeas: la no aceptación del otro, sea árabe,
musulmán o turco, y en la sociedad brasilera, del afrodescendiente, del
nordestino, del indígena. Las sociedades deben organizarse de tal manera que
todos puedan, por derecho, sentirse incluidos. De ahí nace la paz, que según la
Carta de la Tierra, es «la plenitud creada por relaciones correctas consigo
mismo, con otras personas, con otras culturas, con otras vidas, con la Tierra y
con el Todo mayor del cual somos parte» (n. 16 f).
La naturaleza nos ofrece la mejor lección: por más diversos que sean los
seres, todos conviven, se interconectan y forman la complejidad de lo real y la
espléndida diversidad de la vida.
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