Riesgo ambiental,
hambre, desigualdad social y rezagos en el desarrollo humano dan cuenta de la
cartografía de la crisis civilizatoria actual, entendiendo por esta un momento
de ruptura o quiebre profundo, en el que se agota el modelo hegemónico que
Occidente, o mejor dicho, las potencias noratlánticas, lograron globalizar e
imponer durante varios siglos.
Andrés Mora Ramírez / AUNA-Costa
Rica
Mapa del índice de adaptación global al cambio climático. |
La agencia de noticias
rusa RT publicó recientemente, en su portal de internet, una nota en la que se
presentan una serie de mapas elaborados a partir de
los datos incluidos en el Índice de Adaptación Global (IAG), que divulga
anualmente la Universidad de Notre Dame, en los Estados Unidos. Este índice da
cuenta de los países que estarían mejor preparados para enfrentar el cambio
climático y nos muestra un panorama alarmante para América Latina, África, Asia
Meridional y el Sudeste Asiático: amplios territorios continentales, poblados
por miles de millones de personas y con una enorme riqueza en biodiversidad, se
ubican en la franja de mayor riesgo (de 30 a 59 en el coeficiente del IAG) ante
la incidencia del conjunto de fenómenos hidrometeorológicos (huracanes,
temporales, aumento de temperaturas y sequías), marítimos (mareas más altas) y
socioambientales (reducción del rendimiento de los cultivos, impacto de las
inundaciones en los asentamietos humanos, explotación insostenible de recursos)
asociados al cambio climático.
En nuestra América, solo Chile y Uruguay
alcanzan los indicadores suficientes para estar un escalón por encima de esta
calificación y ser considerados como países de menor riesgo relativo, aunque
todavía lejos de Noruega, primer lugar del IAG y al que califican como “el país
que tiene mayores probabilidades de sobrevivir”.
Estos mapas, si bien
constituyen ejercicios científicos de representación de los problemas
ambientales y sociales, también pueden ser interpretados como un cuadro
desgarrador del infortunio y las injusticias globales bajo las que se encuentra
millones de seres humanos del Sur global,
y que responden a estructuras históricas de dominación, desposesión,
acumulación y explotación, que se encuentran en la génesis del capitalismo como
patrón civilizatorio. Quien tenga dudas
de esto, puede consultar otros reportes gráficos preparados anualmente por
organismos internacionales: por ejemplo, el mapa
del hambre y la desnutrición del Programa Mundial de Alimentos de Naciones
Unidas; los mapas de indicadores sobre desigualdad social del Banco
Mundial y desarrollo humano del Programa de Naciones Unidas para el Desarrollo; o el Índice de Estados Fallidos de la
organización Fund for Peace.
En todos estos
documentos, cualquier persona que se acerque a ellos con honestidad
intelectual, e incluso el observador más escéptico, podrá comprobar los
escándalos éticos que determinan la dimensión más perversa de nuestro mundo, la
huella ominosa que, al decir del poeta uruguayo Mario Benedetti, ha dejado
sobre el Sur ese Norte que ordena con “sus
gases que envenenan / su escuela de chicago / sus dueños de la tierra”. Es
la huella que el sistema colonial, primero, y capitalismo, después, dejaron en territorios y pueblos de América,
África y Asia, con repercusiones no solo en términos de definir unas ciertas
relaciones económicas y de producción, sino, sobre todo, en la configuración de
experiencias históricas, culturales y sociales de violencia física e
ideológica, que han impregnado los empeños por civilizar, modernizar y
desarrollar desde afuera al llamado
Tercer Mundo.
Riesgo ambiental,
hambre, desigualdad social y rezagos en el desarrollo humano dan cuenta de la
cartografía de la crisis civilizatoria actual, entendiendo por esta un momento
de ruptura o quiebre profundo, en el
que se agota el modelo hegemónico de organización económica, productiva,
social, cultural e ideológica que Occidente, o mejor dicho, las potencias
noratlánticas, lograron globalizar e
imponer durante varios siglos. Esa civilización hace aguas y se desgrana ante
nuestros ojos todos los días, reafirmando la certeza de que no hay futuro para
la especie humana en el capitalismo.
Abrir camino a las
alternativas civilizatorias; e imaginar, pensar y trabajar por el mundo que
vendrá –y que apenas vislumbramos en medio del caos- es la utopía necesaria a
la que nos convoca nuestra tiempo. A la que no podemos ni debemos renunciar.
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