Con una familia linda, Barack Obama encarna
el prototipo del buen ciudadano, buen esposo y buen padre. Sin embargo, consciente de los excesos del
estructuralismo sociológico, no puedo sino decir que una cosa es ser un buen
hombre y otra es serlo, y al mismo tiempo, ejercer las funciones de la
presidencia del todavía más poderoso imperialismo en el mundo.
Carlos Figueroa Ibarra / Especial para Con Nuestra América
Desde Puebla, México
La noche del triunfo de Barack Obama será
inolvidable. En un país que esclavizó a cientos de miles de africanos y a sus
descendientes, que a mediados del siglo XX todavía era un país de apartheid
racial abierto o vergonzante, en donde en la década de los sesenta los
afrodescendientes luchaban por ser ciudadanos, el que el 4 de noviembre de 2008 un afroamericano ganara la presidencia
de la república, resultó profundamente
conmovedor. Recuerdo muy bien el discurso victorioso de Obama aquella
noche en una de las plazas de la ciudad
de Chicago. Un hombre moreno y hermoso con voz de barítono, electrizó a la multitud eufórica que lo
rodeaba a él y a su familia. Allí estaban Christine King Farris, la hermana del
prócer Martin Luther King, llorando inconteniblemente. La acompañaban en el
llanto, el reverendo Jesse Jackson y
muchos otros veteranos de las luchas por los derechos civiles.
El país entero se conmocionó ante el
espectáculo del triunfo. En Nueva York,
en la famosa esquina de Times Square, una multitud enloqueció de alegría
cuando una pantalla gigantesca anunció
el triunfo del hijo de un inmigrante africano y una estadounidense blanca. En
Atlanta, en la Iglesia Ebanezer, la de Luther King, aproximadamente mil
personas lloraban y cantaban a la vez. Obama enumeró los desafíos que el cambio
que representaba habría de resolver: la crisis mundial desencadenada ese año en
Estados Unidos de América, las guerras de Irak y Afganistán entre otros. Desde antes del triunfo, sus partidarios recordaban la historia
personal de Obama: brillante estudiante en las Universidades de Columbia y
Harvard, dejó un tiempo el futuro prometedor de la abogacía para dedicarse al
trabajo social por los desamparados,
y luego dedicarse a la defensa jurídica
de los derechos civiles. Un hombre así, no podía ser malo.
Y estoy seguro que no lo es. Con una familia
linda, Barack Obama encarna el prototipo del buen ciudadano, buen esposo y buen
padre. Sin embargo, consciente de los
excesos del estructuralismo sociológico, no puedo sino decir que una cosa es
ser un buen hombre y otra es serlo, y al mismo tiempo, ejercer las funciones de
la presidencia del todavía más poderoso imperialismo en el mundo. Y con todo su
encanto, Obama cumplió con creces ese papel. Hemos leído relatos sobre sus
reuniones con el alto mando de la seguridad imperial para decidir sobre qué
personas y objetivos se iban a dirigir drones y bombas inteligentes con las
consiguientes “bajas colaterales”. No pudo Obama desmantelar el centro de
tortura en Guantánamo, ni tampoco pudo
evitar meterse en nuevas guerras como en
Libia y en Siria, no le tembló el pulso agarrado de la mano de Hillary Clinton,
para propiciar las tentativas golpistas en Bolivia (2008) y Ecuador
(2010), el golpe de estado en Honduras
(2009) y posteriormente el de Paraguay (2012). Su rechazo al capital financiero
no pudo evitar que al final con entusiasmo neoliberal le hiciera concesiones y
terminó deportando a 2.8 millones de indocumentados.
Adiós Barack Obama, solamente Trump hará que
te extrañemos.
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