La ingenuidad nada disculpa. Tener conceptos culturales claros, y actuar
de acuerdo con ellos, sería también un recurso eficaz y digno para honrar al
Martí que, refiriéndose a un artista y pedagogo patriota, el cubano Emilio
Agramonte, quien triunfaba en Nueva York, dijo que debía verlo “todo el caído que
crea que nuestras tierras valen para poco; que tenemos que beberles el aliento
a los rubios del mundo”.
Próximo a cumplir
dieciséis años, trazó José Martí en el periódico El Diablo Cojuelo la
disyuntiva, “¡O Yara o Madrid!”, ante la cual había tomado resueltamente su
opción, que se fortaleció y se enriqueció hasta su muerte en combate el 19 de
mayo de 1895. Sin “eso que los franceses llamarían afrentosa hésitation”
abrazó la lucha anticolonialista, representada en Yara. Su actitud la iluminaba
desde temprano un creciente conocimiento del mundo. Lo muestra el texto con la
referencia hecha a la lengua francesa y al título de la publicación, que,
quizás tomado por él, reproduce el de la novela del español Luis Vélez de Guevara.
Más de una vez enfiló
Martí contra el pensamiento colonizado fuentes en que bebían quienes se
supeditaban al colonialismo, lo ensalzaban o medraban con él. A inicios de
1891, en “Nuestra América”, sostuvo que no eran tiempos “para acostarse con el
pañuelo a la cabeza, sino con las armas de almohada, como los varones de Juan
de Castellanos”. Aludía con ello a la Elegía de varones ilustres de Indias,
que ese autor español escribió en honor de los conquistadores, lo que el
revolucionario cubano subvirtió al citarla para animar con ella el espíritu de
lucha necesario contra la herencia de la conquista.
Sin aislarse del mundo
—como el “aldeano vanidoso”, quien “cree que el mundo entero es su aldea”, y
con tal de que a él lo beneficie “ya da por bueno el orden universal”— sabía
necesario partir de un profundo conocimiento de la realidad propia: “Resolver
el problema después de conocer sus elementos, es más fácil que resolver el
problema sin conocerlos […] Conocer es resolver”. Y el conocimiento debía servir
a la práctica: “Conocer el país, y gobernarlo conforme al conocimiento, es el
único modo de librarlo de tiranías. La universidad europea ha de ceder a la
universidad americana. La historia de América, de los incas a acá, ha de
enseñarse al dedillo, aunque no se enseñe la de los arcontes de Grecia”. La
conjunción aunque indica prioridad, no resignada promoción de la
ignorancia.
En lo que sigue: “Nuestra
Grecia es preferible a la Grecia que no es nuestra. Nos es más necesaria”, no
solo se debe percibir el peso de la prioridad reclamada, sino también la
convocatoria a estudiar el conjunto mundial para encarar con ese conocimiento
las necesidades de lo propio: “Injértese en nuestras repúblicas el mundo; pero
el tronco ha de ser el de nuestras repúblicas. Y calle el pedante vencido; que
no hay patria en que pueda tener el hombre más orgullo que en nuestras
dolorosas repúblicas americanas”.
Ante esa orgánica
combinación —de raíz ética— de autoctonía y universalidad se recuerda uno de
sus apuntes de 1881: “Ni será escritor inmortal en América, y como el Dante, el
Lutero, el Shakespeare o el Cervantes de los americanos, sino aquel que refleje
en sí las condiciones múltiples y confusas de esta época, condensadas,
desprosadas, ameduladas, informadas por sumo genio artístico”. He aquí su
aspiración: “Lenguaje que del propio materno reciba el molde, y de las lenguas
que hoy influyen en la América soporte el necesario influjo, con antejuicio
suficiente para grabar lo que ha de quedar fijo de esta época de génesis, y desdeñar
[de] lo que en ella se anda usando lo que no tiene condiciones de fijeza, ni se
acomoda a la índole esencial de nuestra lengua madre, harto bella y por tanto
poderosa, sobre serlo por su sólida estructura, para ejercer a la postre, luego
del acrisolamiento, dominio sumo—tal ha de ser el lenguaje que nuestro Dante
hable”.
Puesto que apreciaba la
interrelación entre la actitud patriótica y la anchura universal de la
realidad, en una de las notas del 26 de enero de 1895 de la sección “En casa”
del periódico Patria no se limitó a escribir: “Patria es humanidad”,
como suele citarse fuera de contexto. A eso añadió inmediatamente: “es aquella
porción de la humanidad que vemos más de cerca, y en que nos tocó nacer;—y ni
se ha de permitir que con el engaño del santo nombre se defienda a monarquías
inútiles, religiones ventrudas o políticas descaradas y hambronas, ni porque a
estos pecados se dé a menudo el nombre de patria, ha de negarse el hombre a
cumplir su deber de humanidad, en la porción de ella que tiene más cerca”.
En el mismo periódico
elogió el 20 de agosto de 1892 a la pianista puertorriqueña Ana Otero: “No le
viene de indiferencia su variedad, sino de la condición, rara aun en músicos y
poetas ilustres, de hallar la beldad, calce zueco o chapín, dondequiera que el
hombre, risueño o tenebroso, ha sentido un golpe de luz en los ojos, o un golpe
de sangre en el corazón”. Él apreciaba y disfrutaba el arte de una bailarina
española —“¿Cómo dicen que es gallega?/ Pues dicen mal: es divina”—, sin someterse,
como hacían y hacen otros, a símbolos de la metrópoli: “Han hecho bien en
quitar/ El banderón de la acera;/ Porque si está la bandera,/ No sé, yo no
puedo entrar”, declaró en el poema X de Versos sencillos.
En 1882, en su texto
sobre el autor irlandés Oscar Wilde, escribió: “Vivimos, los que hablamos
lengua castellana, llenos todos de Horacio y de Virgilio, y parece que las
fronteras de nuestro espíritu son las de nuestro lenguaje. ¿Por qué nos han de
ser fruta casi vedada las literaturas extranjeras, tan sobradas hoy de ese
ambiente natural, fuerza sincera y espíritu actual que falta en la moderna
literatura española?”. Con esa perspectiva hizo una generalización que, a salvo
de cosmopolitismos nubáceos, remite a su anticolonialismo y a su extraordinario
aporte a la fundación de una nueva literatura en español: “Conocer diversas
literaturas es el medio mejor de libertarse de la tiranía de algunas de ellas”.
Abonadas por su
conocimiento de las letras españolas, esas ideas se afianzarán todavía más con
su conocimiento de la nación donde crecía la potencia que se aprestaba a ser la
nueva metrópoli —neocolonialista, imperialista— no solo de Cuba. En “La verdad
sobre los Estados Unidos”, texto con que el 23 de marzo de 1894 anunció el
inicio en Patria de una sección dedicada tratar la vida en aquel país,
sostuvo: “Lo malo se ha de aborrecer aunque sea nuestro; y aun cuando no lo
sea. Lo bueno no se ha de desamar solo porque no sea nuestro”, pero también
repudió, como “aspiración irracional y nula, cobarde aspiración de gente
segundona e ineficaz”, la de imitar a los Estados Unidos.
Al respecto expresó en el
discurso conocido como Madre América: “En unos es el excesivo amor al
Norte la expresión, explicable e imprudente, de un deseo de progreso tan vivaz
y fogoso, que no ve que las ideas, como los árboles, han de venir de larga
raíz, y de ser de suelo afín, para que prendan y prosperen, y que al recién
nacido no se le da la razón de la madurez porque se le cuelguen al rostro
blando los bigotes y patillas de la edad mayor. Monstruos se crean así, y no
pueblos: hay que vivir de sí, y sudar la calentura”. El día antes de su muerte
ratificará lo que de distintos modos había expresado durante años: todo
cuanto había hecho, y haría, tenía el propósito de impedir la expansión del
entonces naciente imperialismo estadounidense.
Pronunció aquel discurso
el 19 de diciembre de 1889 ante delegados hispanoamericanos a la Conferencia
Internacional que entre ese año y el siguiente sesionó en Washington y —a pesar
de lo dicho en The Evening Post, uno de los diarios que en marzo de 1889
habían propalado los insultos que él refutó con su Vindicación de Cuba—
fue cuna institucional del panamericanismo imperialista. Refiriéndose a James
G. Blaine, secretario de Estado y artífice del foro, aquel periódico declaró
que, aunque The Tribune, vocero del venal político, aseguraba lo
contrario, se había dado “la victoria patente y completa del pensamiento
hispanoamericano sobre arbitraje, marcadamente opuesto al pensamiento de los
Estados Unidos”. Este lo representaba Blaine, cabecilla de la diplomacia
yanqui, regida —apunta Martí— por intereses “que quieren atar por la espalda,
con lazos políticos, las manos de los pueblos compradores para llenarles los
bolsillos indefensos de cotones a medio pintar y jabones de Colgate”.
Pero los gobernantes de
esa nación seguirían buscando en el comercio caminos para someter política y
culturalmente a nuestra América, y Martí, refutando, inquiere: “¿A qué ir de
aliados, en lo mejor de la juventud, en la batalla que los Estados Unidos se
preparan a librar con el resto del mundo? ¿Por qué han de pelear sobre las
repúblicas de América sus batallas con Europa, y ensayar en pueblos libres su
sistema de colonización?” Para denunciar lo que se trama, desmonta la prensa
del país. De The New York Herald cita: “Es un tanto curiosa la idea de
echar a andar en ferrocarril, para que vean cómo machacamos el hierro y hacemos
zapatos, a veintisiete diplomáticos, y hombres de marca, de países donde no se
acaba de nacer”; del Tribune, esto: “ha llegado la hora de hacer sentir
nuestra influencia en América: el aplauso de los delegados al discurso de
Blaine fue una oración”.
Esas son algunas de las
citas que Martí emplea para poner en claro el plan imperialista. Sabe que The
Tribune ensalza dolosamente el discurso de Blaine, pero también sabe que no
todos los delegados hispanoamericanos al foro son conscientes de lo que se
urde. Algunos aceptan deslumbrados. En Madre América dice: “A unos nos
ha echado aquí la tormenta; a otros, la leyenda; a otros, el comercio; a otros,
la determinación de escribir, en una tierra que no es libre todavía, la última
estrofa del poema de 1810; a otros les mandan vivir aquí, como su grato
imperio, dos ojos azules. Pero por grande que esta tierra sea, y por ungida que
esté para los hombres libres la América en que nació Lincoln, para nosotros, en
el secreto de nuestro pecho, sin que nadie ose tachárnoslo ni nos lo pueda
tener a mal, es más grande, porque es la nuestra y porque ha sido más infeliz,
la América en que nació Juárez”.
El proyecto martiano de
independencia para Cuba tenía entre sus fines contribuir a salvar a nuestra
América toda de la voracidad estadounidense, y asegurar el equilibrio del
mundo. Pero sus afanes, truncos tras su muerte, no empezarían a consumarse
hasta el triunfo de la Revolución Cubana en 1959. Se lograría también
desafiando la hegemonía de un imperio con poderosos recursos comerciales y
bélicos, y con una astuta difusión de sus valores o desvalores culturales, que
encontraba y encuentra apoyo en cómplices y en desprevenidos.
Ocurre hoy,
ostensiblemente, lo que Martí denunció en el ensayo de 1891 ya citado: “¡Estos
hijos de nuestra América, que ha de salvarse con sus indios, y va de menos a
más; estos desertores que piden fusil en los ejércitos de la América del Norte,
que ahoga en sangre a sus indios y va de más a menos!” Aludiendo a franceses
promonárquicos de modales afectados, y célebres por repetir la frase “Eso es
increíble, mi palabra de honor”, expresó asimismo rechazo a ciertos
latinoamericanos: “¡Estos ‘increíbles’ del honor, que lo arrastran por el suelo
extranjero, como los increíbles de la Revolución francesa, danzando y
relamiéndose, arrastraban las erres!”. Actualmente, en medio de una
globalización coyundeada por los Estados Unidos, se imponen o se intenta
imponer —como si fuera obra natural, no fruto de maniobras— lo que le conviene
a ese país. El inglés ha devenido lingua franca, para ganancia del
imperio que, OTAN mediante, despliega por vías militares las campañas de
dominación que constantemente lleva al terreno económico y al cultural.
¿Es en Cuba necesario
llamar, a un festival celebrado en su capital, Havana World Music?
¿Resulta imprescindible que una empresa cubana y destinada a promover música
cubana se nombre Bis Music? Con el fin de fomentar citas culturales
habaneras, ¿hay que hablar de Havana Night? En nombres de grupos
artísticos cubanos, ¿es acaso insoslayable dance en lugar de danza?
Para mencionar a los asesores de un programa televisual dirigido a mantener
viva en Cuba su música, ¿es forzoso usar el término coach, que luego
locutores y promotores ni siquiera saben que tiene un plural, coaches?
Si se quiere difundir lo cubano en ámbitos anglohablantes, que ni
remotamente son los únicos en el mundo, ¿no vale confiar en que sus
pobladores tienen la inteligencia necesaria para suponer que música
equivale a music y danza a dance? Los hispanohablantes,
aun sin saber inglés, ¿no infieren la equivalencia inversa? ¿Por qué promover
en Cuba la noción de very important persons y las aberraciones que
acarrea? ¿Es más elegante un coffee break que un receso?
La ingenuidad nada
disculpa. Tener conceptos culturales claros, y actuar de acuerdo con ellos,
sería también un recurso eficaz y digno para honrar al Martí que, refiriéndose
a un artista y pedagogo patriota, el cubano Emilio Agramonte, quien triunfaba
en Nueva York, dijo que debía verlo “todo el caído que crea que nuestras
tierras valen para poco; que tenemos que beberles el aliento a los rubios del
mundo”. Sabía bien lo que decía y hacía en “La verdad sobre los Estados
Unidos”, artículo ya citado, al impugnar a aquellos a quienes “no les parece
que haya elegancia mayor que la de beberle al extranjero los pantalones y las
ideas, e ir por el mundo erguidos, como el faldero acariciado el pompón de la
cola”.
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