El mundo post pandemia que se viene configurando es muy incierto y difícilmente esperanzador. Solo en el campo del trabajo según la OIT, se espera una pérdida de 195 millones de puestos de trabajo a nivel mundial y un fuerte impacto sobre el empleo, con grandes pérdidas en los ingresos de millones de trabajadores.
Pedro Rivera Ramos / Especial para Con Nuestra Américca
Desde Ciudad Panamá
A este panorama tan sombrío, se unen las consecuencias que la pandemia del COVID-19, ha asestado sobre todo lo que simbolizaba y le daba sentido a lo que es intrínsecamente humano. Un mundo de desconfianza entre nosotros se inaugura y donde antes había un semejante, ahora hay un peligro, donde antes un abrazo, ahora una amenaza, donde mirarnos a los ojos era un signo de convivencia fraterna, ahora se elude para ocultar nuestra más completa soledad e inseguridad. Y lo peor de todo es que eso alcanza a nuestros seres más queridos.
Reunirnos y juntarnos para exigir derechos, luchar por un mundo mejor o solo para expresar cuánto de solidaridad y humanidad aún nos queda, es una renuncia calculada a todo lo que estamos dispuestos a perder, para poder salvarnos. Los gestos de cordialidad, afecto y sobre todo de amor, son riesgos que en la “nueva normalidad”, pocos se atreverán a correr. Aparecerá el ser humano que temeroso de todo contacto humano, se aferra a su aislamiento y confinado, ya no en su casa, se refugia en su más interna individualidad. ¿Cómo hemos llegado en este planeta a una situación tan absurda y a la vez demencial?
De modo que esta pandemia, que para muchos gobernantes tuvo solo una lectura desde el campo meramente microbiológico y médico, con su falso y simplista dilema entre salud y economía y donde intencionalmente se dejaba de considerar las profundas raíces sociales, políticas y económicas de su aparición, permitió que desde el miedo real o inducido y las verdades a medias, los pueblos aceptaran con docilidad medidas drásticas contra sus libertades y derechos, justificando tanto el autoritarismo y la intolerancia de las autoridades, como la represión a los que osaban violar las estrictas normas policiales.
Ahora tocara a esa humanidad que no le teme a los desafíos, recomponer este mundo incierto y sombrío que la pandemia nos deja. Contraponerle nuestros sueños y utopías y resistir a la pérdida de nuestra conciencia crítica, al sentido humano a la solidaridad y a la expresión de nuestros más elevados sentimientos. Tareas nada fáciles cuando, como en otras crisis, los gobernantes tratarán de trasladar los costos económicos y la pérdida de liquidez de sus finanzas, no sobre los que muchos tienen, sino sobre las espaldas de los trabajadores y los sectores más pobres de sus países.
Ya está ocurriendo, que paquetes millonarios de estímulo son cedidos con placer como “ayuda” para salvar a los capitalistas y al gran capital, mientras que a la inmensa mayoría de la población le tocará sufrir un mayor deterioro de sus condiciones de vida, ya afectadas sensiblemente por el encierro obligatorio y prolongado de esta crisis sanitaria, social y económica.
Por eso los pueblos y dentro de ellos sus sectores más conscientes y comprometidos, deben rechazar cualesquiera medidas que vayan en detrimento de sus ya afectadas condiciones de vida y de trabajo. No se deberá aceptar ninguna salida impopular a la crisis generada por el COVID-19 en nuestros países; ni mucho menos que el sacrificio entre los trabajadores, signifique privatización de empresas estatales, despidos de los más humildes, cambios en las condiciones de trabajo que conlleven reducciones salariales, lesiones a los derechos y conquistas históricas o intentos por imponernos reformas laborales y sobre la seguridad social claramente nefastas.
En estos momentos tan decisivos, es necesario estar más alerta que nunca para no perder el sentido histórico de los intereses que debemos defender. Y que es solo la combatividad de los pueblos podrá impedir con éxito, que estas medidas y el sacrificio que significan, se hagan cruda y brutal realidad. No podemos permitirnos que las políticas neoliberales, que un día priorizaron la mercantilización de la educación y la salud, en detrimento de los sistemas educativos y sanitarios públicos, ahora quieran condenarnos al hambre, y en consecuencia a la muerte, como si fuéramos los culpables y no las víctimas.
La única “nueva normalidad” que pudiera considerar viable y justa, es aquella donde, por un lado, toda la sociedad participe en repensar nuestras actuales formas de organización, producción y consumo, así como las relaciones insostenibles que hemos establecido con la naturaleza y sus bienes, y por el otro, aquella donde no vivamos aterrados ante la posibilidad, como ahora, de que nuestro sistema de salud y económico se desgaste hasta su colapso.
Asimismo, donde impere el respeto real de los derechos de los trabajadores, legislaciones a favor de los desprotegidos y vulnerables, un reforzamiento serio de todo lo público (salud y educación, principalmente) y que podamos todos juntos, superar la infección del individualismo, la inseguridad y el pánico que esta pandemia nos impuso. En resumen, avanzar en una transformación social y democrática que haga posible ahora sí, un país sin corrupción y sin corruptos, con una mejor distribución de la riqueza y por ende, más solidario y más justo para beneficio de todos.
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