sábado, 28 de noviembre de 2020

De Obama a Trump (y Biden): la sangría del imperio no se detiene

 La crisis de hegemonía de la potencia norteamericana también se expresa en la nostalgia de un dominio que hoy solo puede sostenerse por la fuerza y actuando al margen de la ley, de la razón y del sentido de humanidad.

Andrés Mora Ramírez / AUNA-Costa Rica



En marzo de 2016, Barack Obama culminaba su última gira por América Latina con una visita a la Argentina, donde compartió cenas, fotografías y tangos con el presidente Mauricio Macri, por entonces, el eufórico portaestandarte de la llamada restauración neoliberal conservadora. Al presidente CEO, Obama pidió hacer de Argentina “un aliado universal de los Estados Unidos”, y le ofreció inversiones de capital estadounidense, acuerdos de seguridad nacional y lucha contra el narcotráfico. En otras palabras, echar el candado geopolítico sobre el país suramericano. Días antes, en La Habana, el mandatario estadounidense daba importantes pasos en la flexibilización de las relaciones con Cuba, pero mantenía incólume el bloqueo: ese instrumento jurídico extraterritorial con el que la mano imperial estrangula a todos aquellos gobiernos y procesos políticos que cuestionan su pretendido orden hegemónico, y que enfilan su camino hacia la soberanía y la autodeterminación de los pueblos. Estados Unidos trataba así de imponer las condiciones de sujeción del continente para los próximos años. Algunos meses después de ese periplo, en noviembre, contra el pronóstico de las encuestas y los grandes medios de comunicación, Donald Trump se imponía a Hillary Clinton en la elección presidencial, abriendo un nuevo episodio en la crisis  de hegemonía del imperialismo estadounidense; una auténtica sangría que está lejos de detenerse y que, por el contrario, se profundiza en la continuidad de sus formas y fracasos. Veamos.

 

Desde el primer día de su gobierno, Obama dio continuidad a la guerra terrorista contra el terrorismo que inició el expresidente Bush en 2001; y como lo reseñó en su momento la BBC británica, no hubo un solo día de los dos mandatos de Obama en que Estados Unidos no se encontrara en guerra en algún lugar del planeta. Como dijo el analista Eliot Cohen, el Premio Nobel de la Paz “lanzó nuestra tercera guerra en Irak [contra Estado Islámico] , siguió en Afganistán, expandió por un orden de magnitud nuestra campaña de matar a terroristas designados como objetivos, y respaldó el derrocamiento europeo del régimen de Gadaffi (en Libia)". En todas esas campañas, el ahora presidente electo Joe Biden estuvo al lado de Obama dando su bendición a las agresiones. Trump, por su parte, inauguró su mandato con 59 misiles de crucero lanzados sobre una base militar en Siria, prescindiendo de cualquier autorización del congreso de su país o del Consejo de Seguridad de la ONU. Un preludio de las otras guerras -comerciales, diplomáticas-  que lanzó durante su estadía en la Casa Blanca contra Corea del Norte, China, Rusia, Irán o Venezuela, valiéndose de la imposición de sanciones unilaterales, bloqueos económicos y la más descarnada rapiña (como hizo con el robo de petróleo y activos de empresas estatales venezolanas).

 

En clave latinoamericana, si Obama presumió del poder inteligente en la conducción de las relaciones de Washington con la región, equilibrando el relativo deshielo con la Revolución Cubana y la complicidad solapada en los golpes de estado perpetrados en Honduras, Paraguay y Brasil -delicadas coyunturas en las que el vicepresidente Joe Biden fue particularmente omiso en su defensa de la voluntad popular que llevó a la presidencia a Manuel Zelaya, Fernando Lugo o Dilma Rousseff-. Trump, por su parte, no ha mostrado el menor empacho en llevar la brutalidad al poder: su mandanto no puede sino calificarse de funesto, oprobioso, insultante para todas y todos los latinoamericanos, quienes padecimos cuatro años de xenofobia y racismo, de chantaje y gansterismo como modus operandi de la política exterior. 

 

Obama, que hizo campaña con la promesa de cambiar el mundo (yes, we can!) se despidió a media luz, bailando tango en Buenos Aires; Trump, que pretendía hacer grande a América de nuevo, ensayó la huida a uno de sus campos de golf mientras se desarrollaba la cumbre del G20, en momentos en los que su pueblo y el mundo entero sufren una de las mayores crisis de la historia. Joe Biden, que todavía no asume la presidencia pero sabe de los entretelones -y las cloacas- del imperio, declaró recientemente que, con él al frente, Estados Unidos está “listo para liderar al mundo y no retirarse, para volver a sentarse a la cabeza de la mesa, listo para desafiar a nuestros adversarios y no rechazar a nuestros aliados, listo para defender nuestros valores”. 

 

El excepcionalismo estadounidense, como sustrato ideológico del imperialismo, se disfraza hábilmente con los ropajes de la retórica. Y en esto, no cabe llamarnos a engaño. La crisis de hegemonía de la potencia norteamericana también se expresa en la nostalgia de un dominio que hoy solo puede sostenerse por la fuerza y actuando al margen de la ley, de la razón y del sentido de humanidad.

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