La desaparición forzada se enmarca en un cuadro que puede caracterizarse como terrorismo de Estado, síntoma de sociedades autoritarias y corruptas que van dejando una estela de víctimas como muestra de que sus sectores dominantes no se detienen ante nada ni nadie con tal de hacer valer sus intereses y sus privilegios.
Rafael Cuevas Molina/Presidente AUNA-Costa Rica
No se trata, sin embargo, de un tema que ataña solamente al pasado. En la actualidad, líderes populares del campo y la ciudad siguen siendo objeto de esta práctica: son secuestrados y nadie vuelve a saber nada de ellos, se esfuman, y no aparecen nunca más.
Quienes deberían ser los encargados de velar por la seguridad e integridad personal de la ciudadanía, son generalmente los responsables de estos hechos. Para llevarlos a cabo muchas veces de camuflan, forman grupos que se especializan en el amedrentamiento, el asesinato y la desaparición, y funcionan paralelamente a las instituciones estatales, lo que quiere decir que se articulan como grupos paramilitares o parapoliciales.
Los vínculos entre las instituciones del estado y estos grupos paramilitares y parapoliciales han quedado en evidencia en los Archivos del Horror encontrados en Paraguay, que dan cuenta de los vínculos transnacionales de los ejércitos del Cono Sur latinoamericano, concretados en el Plan Cóndor, para llevar a cabo la persecución, asesinato y desaparición de opositores políticos.
En Guatemala, una fuente importantísima para develar esos vínculos ha sido el Archivo Histórico de la Policía Nacional, a partir del cual se ha podido encontrar evidencia que ha posibilitado la condena de altos mandos del ejército. Es esa la razón por la cual el gobierno guatemalteco ha hecho todo lo que ha estado a su alcance para clausurarlo y, eventualmente, destruirlo.
Una labor importantísima para encontrar a los desaparecidos guatemaltecos ha sido la Fundación de Antropología Forense, que ha realizado una labor titánica de localización de fosas comunes en donde yacen miles de cuerpos en todo el territorio nacional, desde lugares recónditos en las montañas, hasta en cementerios urbanos como el de La Verbena, en donde se encontró un macabro foso repleto de cadáveres sin identificar.
Los culpables de estos hechos los niegan, se protegen unos a otros y, con cinismo, niegan los hechos. A los familiares de los desaparecidos, que reclaman por justicia, los acusan de tener intereses espurios, de formar parte de organizaciones a las que lo único que les interesa es obtener compensaciones económicas para lucrar. Una de estas organizaciones guatemaltecas es la Fundación contra el Terrorismo, cuya función principal es entorpecer todo esfuerzo de búsqueda y justicia.
Aunque Guatemala es, seguramente, uno de los países latinoamericanos que más sufrió y sufre de este flagelo, se trata de un mal que ha estado presente en prácticamente todo el continente. El caso colombiano es otro que debe, desgraciadamente, ponerse en evidencia. Se trata de un país signado por la cultura de la violencia, que ha llevado a que se transforme en un verdadero exportador del paramilitarismo terrorista, tal como lo ha sido también Guatemala, en la que los cuadros de la élite represiva del ejército han servido para alimentar, después del conflicto armado, a las bandas del crimen organizado, llegando a comandar carteles de la droga como el Cartel del Golfo, en donde exkaibiles se han adueñado de sus estructuras de poder.
La desaparición forzada se enmarca, entonces, en un cuadro que puede caracterizarse como terrorismo de Estado, síntoma de sociedades autoritarias y corruptas que van dejando una estela de víctimas como muestra de que sus sectores dominantes no se detienen ante nada ni nadie con tal de hacer valer sus intereses y sus privilegios.
Por nuestra parte, aquellos que hemos sido golpeados personalmente por este flagelo, no cejaremos no solo en la búsqueda de nuestros seres queridos, en el reclamo de justicia para ellos y para nosotros, sino también en el constante señalamiento de los culpables, que en su mayoría siguen impunes.
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