Como en otros sitios, el capitalismo en América Latina construyó jerarquías de clase apoyándose sobre diferencias étnico-raciales.
Ezequiel Adamovsky / Le Monde Diplomatique
La expectativa de los españoles era mantener los tres grupos perfectamente delimitados, pero un imparable proceso de mestización lo volvió inviable. Por ello, en el siglo XVII se fue emplazando un sistema de castas: los que no eran blancos fueron reagrupados en categorías legales según el tipo de mezcla y la proporción de cada componente. La casta definía derechos y oportunidades laborales, de modo tal que los peor situados en la escala del prestigio étnico-racial eran también los más desfavorecidos económicamente.
Las revoluciones de independencia abolieron las castas y los habitantes fueron declarados iguales ante la ley (salvo los esclavos, que debieron soportar su yugo algunas décadas más). Pero eso no acabó con el modo en que la desigualdad de clase se conjugaba con las diferencias de color. Aunque en general no hubo sistemas formales de segregación racial, el espacio latinoamericano vio reproducirse una “pigmentocracia” en la que el color de la de la piel y el tipo de cabello, de maneras más sutiles, seguirían siendo cruciales. Esa jerarquía de clase/étnica se organizó como un gradiente de categorías difusas, un continuum en las tonalidades de color en el que ser “blanco” no es cuestión de pureza de sangre, sino resultado de una definición situacional: dependiendo de contexto y lugar, la categoría se expande para incluir a personas de cualquier linaje y de colores “dudosos” allí donde hubieran adquirido educación o capital. De los indudablemente “blancos” hacia abajo continúa toda una escalera de términos ambiguos que a veces se superponen: indio, pardo, moreno, morocho, mestizo, mulato, negro, negro mota, preto, café con leche, chino, criollo, cholo y otras decenas de etiquetas se aplican situacionalmente para construir jerarquías. Es un sistema flexible, cuya lógica es la de organizar una población mezclada y en flujo. La ambigüedad y porosidad son sus condiciones de funcionamiento.
Por contraste, en el mundo anglosajón, donde el mestizaje fue menos pronunciado y el asentamiento de colonos blancos más importante, las jerarquías raciales se organizaron en dos categorías claramente delimitables: blancos y negros. De acuerdo a la one-drop rule, blanco es el sin mezcla, mientras que una sola gota de otro origen convierte a una persona en no-blanco, es decir, negro. Se trata de un sistema polar que presupone la pureza y la estabilidad. A diferencia del latinoamericano, no piensa desde la mezcla y el flujo: les tiene pánico. No casualmente, la sociedad estadounidense sostuvo prácticas formales de segregación hasta hace poco tiempo. El último estado de la Unión en retirar de sus leyes la prohibición de matrimonios interraciales fue Alabama. Y lo hizo recién en el año 2000. Luego de las independencias (incluso antes), restricciones como esa habían sido desconocidas en la mayor parte de América Latina.
Color y nación
La diferencia entre esos dos sistemas se reflejó en dos tipos de narrativa que dieron consistencia a las comunidades nacionales. En los EEUU –como en varios países de Europa– se imaginó que la nación había sido fundada por un grupo étnico definido. Estaba claro quiénes eran los “Pilgrim fathers”: eran blancos y anglosajones. En otras palabras, había un ethnos definido ya antes de la fundación de la nación. Luego, la nación iría aceptando otros grupos étnicos como “minorías” que se iban sumando al nosotros nacional, en un proceso que presumiblemente condujo (o conducirá) a una sociedad multirracial. En la narrativa que propuso el multiculturalismo, las minorías se integran, pero permanecen como tales, cada una con sus colores y sus costumbres, sin poner en cuestión el papel fundacional de los anglosajones. Otra vez, un sistema que piensa desde la separación antes que desde la mezcla.
Por el contrario, América Latina nunca tuvo claro cuál era la etnicidad de sus “padres fundadores”. Rechazado el dominio del rey español, se suponía que la soberanía quedaba en manos del pueblo. Pero en ese conjunto abigarrado y fragmentado que habitaba los dominios coloniales nadie sabía bien quiénes lo conformaban, ni resultaba obvio que las élites locales –después de todo, descendientes de conquistadores– tuvieran legitimidad para gobernarlo. El cuerpo de las naciones que se estaban tratando de organizar era étnicamente indeterminado, mezclado. Los procesos de formación nacional no presuponían un ethnos: fueron al mismo tiempo procesos de etnogénesis. El término “criollo” reflejaba esa indeterminación: surgió como modo de referir a los negros nacidos en América y, por extensión, para denotar una población mestizada o simplemente a los nacidos en el continente, del origen que fuese.
Por ello, las élites dirigentes de la mayor parte de América Latina propusieron narrativas nacionales que giraron en torno de la mezcla. Se imaginaron como naciones “mestizas” (como México), “democracias raciales” (Brasil), “trigueñas” (Puerto Rico), o “café con leche” (Venezuela). Sólo unas pocas, como las de Argentina, propusieron en cambio visiones del “nosotros” que lo imaginaban blanco y europeo. Pero incluso allí la definición de “blanco” se amplió para incluir básicamente a cualquiera que estuviera culturalmente integrado a la nación (salvo aquellos de piel extremadamente oscura), sin importar su linaje.
De más está decir que “democracia racial” y “nación mestiza” no describen realidades. Son mitos de unificación que con frecuencia han servido para ocultar la persistencia de las jerarquías raciales y para invisibilizar la presencia de minorías tras un discurso homogeneizador que, además, valoraba la mezcla como camino al emblanquecimiento. También el multiculturalismo es en EEUU un mito de unidad; no se apura a celebrar la mezcla y permite reconocer mejor las minorías, pero descansa en la fantasía de que ellas compondrán un todo igualitario, lo que barre bajo la alfombra la persistencia de jerarquías raciales (especialmente cuando se solapan con las de clase).
Los antirracismos en situación
No es casual que EEUU, que eligió imaginarse inicialmente como una comunidad de blancos sin mácula, desarrollase un poderoso movimiento por los derechos civiles organizado en torno de identidades raciales. Ni que la respuesta a ese desafío fuese una redefinición de la nación en los términos del multiculturalismo.
Simplificando mucho, tampoco es casual que en América Latina hayan predominado durante el siglo XX movimientos populares multiétnicos que priorizaron las identidades de clase. Desde la Revolución mexicana hasta el Partido dos Trabalhadores en Brasil, pasando por el APRA en Perú o el peronismo argentino, las apelaciones políticas fundamentales se dirigieron a sujetos definidos por su condición trabajadora o campesina. Estos movimientos prestaron menos atención a las diferencias étnicas. En respuesta a la larga tradición reivindicativa que mantenían algunos de ellos, a veces integraron o reconocieron la problemática de los pueblos originarios. En cambio, en lo que respecta a los afrodescendientes y a las distinciones de color, tendieron a ser bastante ciegos.
Este panorama sufrió transformaciones importantes desde finales del siglo XX y en las últimas dos décadas. Tres fuerzas concurrentes permitieron que la afirmación de minorías étnicas y la cuestión de las diferencias de color adquirieran, en la política latinoamericana, una presencia que anteriormente no habían tenido. Por un lado, estuvo la continuidad de la militancia de los grupos que promovían, desde mucho antes, reclamos de pueblos originarios o afrodescendientes. En segundo lugar, el neoliberalismo trajo por todas partes el desmantelamiento de los Estados y el deterioro de las condiciones de vida de las clases populares. La promesa de integración social que había animado la política del siglo XX quedó herida de muerte, lo que a su vez condujo al debilitamiento de la efectividad cultural de las identidades nacionales (o de clase) homogeneizantes que estados y movimientos populares habían sostenido. En las grietas de esas identidades las minorías encontraron un terreno más propicio para afirmarse. Por último, los discursos del multiculturalismo procedentes del norte y canalizados en América Latina por una miríada de ONGs, académicos, políticos y referentes sociales también abonaron el terreno para una política más atenta a la legitimidad de los reclamos de minorías y a las diferencias de color.
En este nuevo escenario, la tramitación de las diferencias étnico-raciales en América Latina entró en una nueva etapa. Por todas partes las agendas de reconocimiento de los derechos de los pueblos originarios conocieron avances significativos. Varios Estados tuvieron políticas destinadas a afirmar su autonomía cultural y sus derechos a la tierra. En algunos países, como Bolivia o Ecuador, llegaron al poder movimientos populares que redefinieron incluso los ordenamientos constitucionales de sus países, para transformarlos en Estados “plurinacionales”. En menor medida, las comunidades afrodescendientes también consiguieron en varios sitios reconocimientos y nuevos derechos. En Brasil el PT implementó en 2008 un sistema de acción afirmativa con “cuotas raciales” de acceso a las universidades reservadas para negros e indígenas, algo bastante inédito en el contexto regional.
Las perspectivas del multiculturalismo y el mayor reconocimiento a la diversidad étnica y de los colores se vinculó con las identidades y tradiciones políticas latinoamericanas de una manera compleja. Aunque de tendencia homogeneizante, en general las narrativas del mestizaje o la “democracia racial” hicieron lugar a las novedades sin abandonar su posición hegemónica. En cierto sentido, podían integrarlas como confirmación de que las naciones latinoamericanas surgen de la mezcla y la diversidad. Pero, al mismo tiempo, no faltaron fricciones que demuestran que se trata de visiones que no armonizan automáticamente.
Por un lado, el ascenso al poder de movimientos que canalizaron agendas de este tipo generó reacciones contrarias en las que no cuesta identificar formas de desprecio racista. En el caso del odio a Evo Morales en Bolivia esto ha sido particularmente claro y explícito, pero se las puede encontrar también en las oposiciones al PT en Brasil, al kirchnerismo en Argentina y en otros sitios. Pero también han generado debates legítimos en torno del mejor modo de articular la promoción de las minorías por un lado y las agendas populares de clase más amplias e integrativas, por el otro. En Brasil, por caso, el sistema de cuotas raciales generó un intenso debate en el que voces progresistas manifestaron su preocupación por lo que percibían como la introducción de modos de clasificación racial anglosajones que interfieren indebidamente (y desde arriba) con los modos locales, recortando “razas” discretas en lo que hasta entonces funcionaba como un gradiente de colores sin fronteras claramente delineadas. Y no se trataba de una disquisición puramente teórica: en el debate público, la admisión a las universidades de pronto parecía requerir comisiones de expertos que evitaran el “fraude racial”, determinando quien era “negro” y quién no.
Desde una mirada superficial o nutrida solamente de las categorías anglosajonas se podría interpretar este tipo de alertas como una mera negación a aceptar la relevancia de la dimensión racial en la política latinoamericana. Del mismo modo, la debilidad de la movilización específicamente racial durante el siglo XX y aún en la actualidad podría aparecer como una carencia. Pero pensarlo de esa manera conduce a perder de vista los modos alternativos en los que las sociedades latinoamericanas han combatido y combaten el racismo a través de lenguajes de clase.
El peronismo es un buen ejemplo: el sujeto de sus apelaciones ha sido siempre el trabajador y ha estado poco dispuesto a reconocer divisiones de “raza”. Así y todo, al mismo tiempo propuso redefiniciones de ese sujeto capaces de reponer la presencia de lo no-blanco como parte del pueblo y, más aún, como el núcleo más auténtico de la argentinidad. La figura emblemática del “cabecita negra”, encarnación privilegiada de un colectivo trabajador sin embargo definido en términos de clase, sirvió precisamente a ese propósito. Logró poner en cuestión sutilmente las visiones de la nación “blanca” sin promover una organización sobre bases raciales, algo riesgoso en un país en el que las clases populares están compuestas de segmentos múltiples, mezclados, con muchos de origen europeo reciente y en flujo constante.
El antirracismo más allá de las minorías
Toda estrategia tiene sus costos: la política sobre bases raciales puede contribuir a erosionar las identidades de clase y viceversa. No necesariamente debe suceder así, pero tampoco armonizan automáticamente.
Desde los tsotsil en México hasta los mapuches en Chile y Argentina, en América Latina existen cientos de pueblos originarios que viven como minorías en sociedades que las excluyen. Lo mismo vale para decenas de grupos de afrodescendientes que sostienen vida en comunidad, como los raizal en Colombia o los quilombolas en Brasil. Desde esa posición, reclaman por su derecho a la tierra, al reconocimiento y a un trato igualitario. Inevitablemente, sus agendas requieren fortalecer los lazos internos y la identidad grupal, lo que involucra, a veces, trazar fronteras nítidas entre el “nosotros” y los otros. Al mismo tiempo, existen muchas otras víctimas del racismo que no viven en comunidad ni se reconocen como parte de un grupo étnico particular. Son esas personas de tez amarronada que conforman el grueso de las clases populares. No son minoría: acaso no hay grupo demográfico más presente. A veces conservan alguna débil memoria de pertenencia étnica (que pueden reactivar situacionalmente si el contexto es favorable). Pero, con frecuencia, desconocen completamente si descienden de africanos, de algún pueblo originario o de qué mezcla remota entre ellos. Son sencillamente los pobres. Pero saben que hay relación entre el color de su piel y la suerte que les tocó.
Para este conjunto no es posible una política antirracista que involucre recortarse como un grupo bien delimitado y trazar fronteras nítidas con los otros. En algunos países, como Brasil, el activismo afrodescendiente intenta que se incorporen, identitariamente, a la minoría que representan. Pero esto no siempre es posible o deseable. El gradiente de los matices del color no permite deslindes evidentes y muchas veces no tienen una etnicidad particular para reclamar. La única comunidad a la que pertenecen (además de la nación) es la de los barrios pobres en los que viven. Acceder a un trato igualitario, para los sin grupo, involucra poner en discusión nada menos que las relaciones de clase, un horizonte que no necesariamente tiene una minoría oprimida.
Aunque nada impide que se articulen de alguna manera virtuosa, esas diferencias involucran puntos de fricción que conviene discutir. Se notan, por ejemplo, en los usos y sentidos de la apropiación cultural. El contrapunto apareció hace poco en un fascinante debate entre comunidades indígenas de Brasil a propósito de los disfraces de indio en el carnaval. Desde algunas de las organizaciones que representan minorías, a veces se ha condenado toda forma de apropiación étnica como una amenaza o incluso como una agresión racista. Y algunas sin dudas lo son. Pero las clases populares latinoamericanas también tienen una larga tradición de apropiaciones y sincretismos étnicos que han sido fundamentales en sus propios procesos de etnogénesis e, incluso, en su lucha contra el racismo.
En Argentina, por caso, las clases populares se apropiaron en las últimas décadas de la palabra “negro” como modo de autodesignarse, invirtiendo la carga de un término que desde hace mucho se usa para insultarlas. Junto con ello, se apropiaron también de otros signos culturales generados por afrodescendientes, como el fraseo o las vestimentas del hip hop, adoptados por conjuntos de cumbia locales. Esas performances de negritud están a su vez asociadas a contenidos antirracistas, por ejemplo, en letras de cumbia que se quejan de la discriminación que sufren los “negros/pobres” por parte de los “rubios/ricos”. Y conectan, de manera compleja, con la reivindicación del “cabecita negra” que desde antes planteaba el peronismo.
Ahora bien, gracias a los estudios de ancestría genética, sabemos que una pequeña parte de los sujetos que hoy dan cuerpo a ese orgullo negro son afrodescendientes. Muchos son de tez blanca, aunque se digan “negros”. Los que sí tienen pieles amarronadas las deben más bien a un mestizaje con pueblos originarios. Se trata sin dudas de un fenómeno de apropiación étnica típico de los procesos de etnogénesis latinoamericanos: al retomar y readaptar signos culturales de origen afro o indígena, las clases populares crean sus propias visiones de la nación mestiza y construyen así sentidos de unidad a partir del mosaico fragmentado, heterogéneo y abigarrado que nos dejó la colonia. En el camino, a veces pasan por alto la persistencia de minorías que desean mantener su especificidad étnica.
Al mismo tiempo, las asociaciones de afrodescendientes en la Argentina, como en todas partes, luchan para ser reconocidas como representantes de la negritud, lo que a veces involucra la condena a toda forma de apropiación étnica. Las políticas del multiculturalismo, frente a las que el Estado argentino tuvo cierta receptividad, han dado lugar a algunas tímidas medidas oficiales de reconocimiento de la presencia y de la dignidad de los afroargentinos lo que, a su vez, implicó aceptar a sus organizaciones como interlocutores. Pero nada de eso sucedió en referencia a la “negritud popular” , aquella que no se reivindica como grupo discreto ni tiene organizaciones que la representen, incluso si la integran un conjunto de víctimas de racismo bastante más numeroso. Por el contrario, los debates públicos sobre el racismo, que antes se centraban sobre todo en ese grupo, han tendido a reorientarse hacia la situación de las minorías de pueblos originarios y afrodescendientes, que son las que tienen entidades que las representen. En fin, el reconocimiento de unos corre el riesgo de traducirse en una menor visibilidad de otros. La necesidad de dar representación a ese conjunto dio lugar en 2019 a la aparición de Identidad Marrón, un colectivo activista enfocado en la problemática de los sin grupo, los “marrones” genéricos, término que aportó la propia entidad, justamente, para recortar un lugar de legitimidad propio y diferente al que reclaman las organizaciones de afrodescendientes/“negros”. La estrategia es interesante, pero, por el momento, no ha sido retomada por las clases populares, que por el contrario insisten en el “negro” como color-emblema relacionado a su identidad de clase.
El ejemplo nos invita a pensar modos de articular las luchas antirracistas sensibles a las realidades locales, marcadas tanto por la opresión de minorías como por el extenso mestizaje y la violencia de clase hacia la mayoría de los “sin grupo”. A los académicos, nos exige desarrollar marcos de análisis y conceptos enraizados en la experiencia latinoamericana, antes que retomados, como es a veces el caso, de la academia anglosajona.
NOTAS:
1. Rebecca Igreja, “El proyecto de cuotas raciales y la afirmación del negro en Brasil”, Nuevo Mundo Mundos Nuevos [En ligne], 19 décembre 2009, http://journals.openedition.org/nuevomundo/57985
2. “Fantasia de índio, a polêmica do Carnaval que dividiu opiniões até mesmo de indígenas”, BBC Brasil, 14 fevereiro 2018. http://www.bbc.com/portuguese/brasil-43063413
3. El término es de Lea Geler: “Categorías raciales en Buenos Aires. Negritud, blanquitud, afrodescendencia y mestizaje en la blanca ciudad capital”, Runa, vol. 37, núm. 1, pp. 71-87, 2016.
4. “Identidad marrón, o la lucha contra el racismo hacia quienes no bajamos de los barcos”, Télam, 16 de febrero 2020. https://www.telam.com.ar/notas/202002/432651-identidad-marron-o-la-lucha-contra-el-racismo-hacia-quienes-no-bajamos-de-los-barcos.html
*Periodista. Colectivo Singulier
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