Seguramente eran muy pocas las personas que sabían, hasta hace unos cuatro o cinco años, de un lugar conocido como el Tapón del Darién, que era el único punto en todo el continente americano en el que se cortaba la carretera Panamericana, que va desde Alaska hasta Tierra de Fuego.
Rafael Cuevas Molina / Presidente AUNA-Costa Rica
Se trata de una porción de selva virgen, en el que hay una distancia de aproximadamente 250 kilómetros entre el último poblado colombiano y el primero que se encuentra al otro lado, en Panamá. Ahora, cualquiera sabe en dónde está y conoce de las penurias que pasan miles de migrantes que, viniendo del sur, intentan llegar hasta Estados Unidos en un éxodo que, en las últimas semanas de septiembre de 2023, llegó a ser de 300,000 personas por mes.
Antes de esta situación -que nadie vacila en catalogar de crisis migratoria- que pone en aprietos a todos los países del istmo, en cuyas fronteras se amontonan cientos de personas que no pueden pagar el costo del transporte entre frontera y frontera ($30 dólares en Costa Rica para ser trasladado de la frontera con Panamá a la frontera con Nicaragua, por ejemplo), al Tapón del Darién no se aventuraba absolutamente nadie, como no fueran los mismos habitantes que se ubican en los márgenes “civilizados” de la zona.
Quiere decir esto que la condición de puente entre las dos masas continentales del norte y del sur que tiene Centroamérica, había quedado relegada en detrimento de su condición de istmo, es decir de franja de tierra que separa a los dos más grandes océanos de la Tierra, el Pacífico y el Atlántico.
En tiempos prehispánicos, en la zona geográfica que hoy ocupan Panamá y Costa Rica prevalecían las culturas chibchoides, es decir, aquellas que prosperaban bajo la influencia de la cultura Chibcha, que tuvo su eje de gravitación en lo que hoy es Colombia. En Costa Rica, las culturas mesoamericanas que gravitaban hacia el Valle del Anáhuac, en México, se encontraban con las que venían del sur.
Asimismo, especies de plantas y animales de prevalencia endémica en el sur o el norte del continente, en esta zona aparecían o desaparecían. Por ejemplo, los bosques de coníferas olorosas tan características de las altas montañas de México, Guatemala, Honduras y Nicaragua, de cuya savia extraen las culturas mayenses el pom que acompaña con su aroma los rituales más sagrados, desaparecen al llegar a la depresión del Gran Lago de Nicaragua, por lo que las montañas de Costa Rica y Panamá no tenían originalmente este tipo de árboles.
Centroamérica era, por lo tanto, un puente de flora, fauna y culturas, función que dejó de prevalecer con la llegada de los europeos, quienes desde un principio estuvieron obsesionados con encontrar un paso entre los dos océanos que les permitiera evitar el largo y peligroso tránsito por el Cabo de Hornos, con lo que valoraron su condición de istmo.
Parece que ahora las cosas están cambiando, aunque las circunstancias en las que sucede no son las que tendríamos que haber esperado. Las oleadas de migrantes que utilizan a Centroamérica como vía para llegar a Estados Unidos provienen de muchas partes, pero principalmente de Venezuela y Cuba. Son dos países que están pagando las consecuencias de haber asumido posiciones nacionalistas y de reivindicar el ejercicio pleno de su soberanía, lo que ha sido mal visto por las grandes potencias, especialmente Estados Unidos y Europa, que se han dado a la tarea de bloquearlos.
De Cuba ya no hay más que hablar después de 60 años de cerco que, por si fuera poco, se hizo todavía más extenuante en la administración de Donald Trump. Y en Venezuela, una política de sanciones aplicadas a las industrias del petróleo, el oro, la minería y la banca, han llevado al derrumbe de los ingresos del Estado en más de un 90%, lo que ha creado condiciones para un deterioro de las condiciones de vida de la población.
Ya lo dijo Gustavo Petro, presidente de Colombia, en la última Asamblea General de la Organización de Naciones Unidas realizada en este mes de septiembre: Estados Unidos busca elevar muros por doquier para tratar de evitar las oleadas de migrantes que se dirigen hacia ellos, pero con solo dejar las sanciones y bloqueos las cosas podrían cambiar radicalmente.
Las consecuencias de las políticas y acciones de las grandes potencias en el sur global las viven ellos mismos y luego no saben cómo resolver los problemas que han creado. Es el caso, también, de las migraciones de los países subsaharianos y del Medio Oriente, en donde las acciones bélicas que desarticularon al Estado libio y la guerra de intervención en Siria, han incrementado exponencialmente las migraciones desde esas regiones.
Mientras en el mundo sigan prevaleciendo los intereses de las grandes potencias, se seguirá generando el caos, la incertidumbre, el hambre y la violencia que en buena medida caracteriza al mundo contemporáneo y generan esos grandes movimientos de población que dislocan tanto a sus emisores como a sus receptores.
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