Remontar la cuesta es una obligación, un deber cívico. Una patriada si se quiere. Un agradecimiento respetuoso a los que nos legaron el país. Reconozcamos al menos que somos enanos sobre los hombros de gigantes.
Roberto Utrero Guerra / Especial para Con Nuestra América
Desde Mendoza, Argentina
Remontamos la cuesta azuzados por instinto de supervivencia, como animales asustados al acecho. La luz de la consciencia nos impone la convivencia gregaria desde que vinimos al mundo. No sobrevivimos sin los demás y en los otros nos reconocemos como seres únicos e independientes.
“Hago falta/ Yo siento que la vida se agita nerviosa si no comparezco/ Si no estoy. Siento que hay un sitio para mí en la fila/ que se ve ese vacío/ que hay una respiración que falta/ que defraudo una espera” – nos relata la entrañable poesía de Alfredo Zitarrosa en su no menos entrañable Guitarra Negra, hecha carne en la memoria. “Siento la tristeza o la ira inexpresada del compañero/ el amor del que me aguarda lastimado. Falta mi cara en la gráfica del pueblo/ mi voz en la consigna, en el canto, en la pasión de andar, mis piernas en la marcha, mis zapatos hollando el polvo, mis manos en la bandera, en el martillo, en la guitarra. Mi lengua en el idioma de todos. El gesto de mi cara en la honda preocupación de mis hermanos”. Nadie como el inolvidable hermano uruguayo para contar desde el dolor del exilio el amor a la patria.
Remontamos la cuesta de la que nos caemos cada día y volvemos a levantarnos, automáticamente. Renovamos las energías en la esperanza del nuevo día y en la convicción de hacer lo que hay que hacer.
Somos lo que somos, lo que otros nos dejaron ser, o como brillantemente lo expresó Sartre: “Cada hombre es lo que hace con lo que hicieron de él”. “Nosotros nacemos y nos hablan. Recibimos como una esponja palabras, palabras… Cuando empezamos a hablar decimos las palabras que nos dijeron”, nos recordó José Pablo Feinmann en algún escrito.
Atesoramos una herencia de la que vamos tomando consciencia a medida que advertimos sobre qué estamos parados. La solidez del suelo en que pisamos nos da la magnitud del esfuerzo y sacrificio de nuestros mayores, nuestros padres fundadores. Somos enanos sobre los hombros de gigantes. Nunca más oportuna esa frase, cuyo autor se pierde en la bruma densa del Medioevo.
Nuestras jóvenes naciones nacidas en las primeras décadas del siglo XIX, adquirieron la libertad e independencia por el esfuerzo denodado de nuestros padres fundadores. Hecho histórico que repetimos cada año desde que aprendimos las primeras letras. Letras que garabateábamos guiados por la maestra en nuestra escuelita del pueblo, hija de la maravillosa escuela pública argentina que impulsó Domingo Faustino Sarmiento, “El loco Sarmiento”, como lo apodaban sus detractores por la defensa apasionada de sus ideas. Loco al que le debemos como presidente, la creación del Boletín Oficial, el Registro Nacional del departamento de Agricultura, el Asilo de Inmigrantes, la Oficina Meteorológica Nacional en Córdoba – luego Observatorio Nacional Argentino – la Oficina de Estadística, (Sarmiento bajo su mandato, 1868-1874, elaboró el primer censo nacional de población), el Museo de Ciencias Naturales; bajo el lema: gobernar es educar”, fundó millares de escuelas y bibliotecas populares. En 1870 creó el Colegio Militar de Educación y reorganizó la Escuela Naval y, dos años más tarde, instaló la Escuela Normal de Paraná, primera en el país. Emitió el primer sello postal nacional e inauguró en Córdoba, en octubre de 1871, la Primera Exposición Nacional.
A través de una ley propuesta por el ministro de educación, Nicolás Avellaneda, toda herencia vacante se dedicaba al estado; gracias a esa ley se consiguieron inmuebles para transformarlos en escuelas.
A las mujeres les otorgó igualdad de condiciones y se esmeró en formarlas intelectualmente. Trajo sesenta maestras norteamericanas para colaborar en la educación local e impuso un modelo distinto de mujer.[1]
Un verdadero titán que no dejó área ni vericueto sin desarrollar conforme su particular y apasionada manera de ver el mundo. Un loco que por sólo mencionarlo, enciende furiosas polémicas en la actualidad. Loco a años luz del candidato libertario emergente en estos años aciagos de voto ciego, poniendo de manifiesto el elevadísimo costo a que nos somete la ignorancia.
Mi infancia transcurrió en un pueblito cercano al macizo Andino, a escasos kilómetros de La Consulta, lugar que conmemora el parlamento convocado por el Libertador San Martín en ocasión de solicitar permiso a nuestros hermanos, los indios para cruzar la cordillera por sus territorios para enfrentar a los españoles. Allí fui a primer grado al comenzar la segunda mitad del siglo pasado. Mi hogar era muy humilde sostenido por mi madre, huérfana a días de mi nacimiento. Allí, sobre el piso de tierra dibujaba el rostro de Evita que traían las postales. Me rescató mi madrina y me trajo a la ciudad de Mendoza a terminar la primaria. Nunca olvidé el 26 de julio de 1952, a las 20,25 cuando la Jefa espiritual de la Nación, pasó a la inmortalidad.
Luego del golpe de la Revolución Libertadora, fusiladora para ser más precisos, en 1955, nos reunieron en el aula para darnos los últimos juguetes de la Fundación Eva Perón. Nunca lo olvidé. Nunca más se dijo: “los únicos privilegiados son los niños”. Nunca más hubo privilegios para los descamisados ni los trabajadores. Los privilegios volvieron a los poderosos de siempre.
Con todo, no pudieron arrasar con los derechos sociales consagrados en la Reforma Constitucional de 1949, la Constituyente de 1957, los condensó en el Artículo 14 bis. Lo digo como mendocino, cuya provincia ostenta la Primera Constitución Socialista del mundo, elaborada en 1916, antes que la sancionada en Querétaro y la de Weimar en 1919. Los actuales mandatarios no lo saben o hacen lo posible para desconocerla, aliados a los negacionistas actuales.
El apoyo a Arturo Frondizi por Perón desde el exilio, dada la proscripción del peronismo en esos años, llevó al desarrollista al gobierno. En la cornisa por la que transitó su gobierno, se crearon el Instituto Nacional de Tecnología Agropecuaria INTA, el Instituto Nacional de Tecnología Industrial INTI y el Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas CONICET, organismo público situado en el puesto 17 entre las 2.000 más prestigiosas del mundo.
En premio al comportamiento en la escuela, los domingos me compraban el Billiken y compartíamos con los chicos de la cuadra los mejores cómics de la época dorada de la prensa gráfica argentina: decenas de revistas argentinas se exportaban al mundo. Mi comprovinciano Quino comenzó a publicar la célebre Mafalda.
Terminada la primaria, ingresé a la Escuela Industrial de la Nación, en la carrera de técnico mecánico y con tercer año aprobado, ingresé como aprendiz al Ferrocarril, en el Taller Diesel Mendoza de la Línea General San Martín que se ocupaba de reparar las locomotoras diesel eléctricas de la Línea. Allí nos permitieron estudiar y recibirnos de técnicos y, como trabajábamos de mañana, pude ingresar a la Facultad de Ciencias Políticas y Sociales en la Universidad Nacional de Cuyo. Facultad que alguna fue la Escuela Superior de Conducción Política creada por el General Perón durante su último gobierno.
En la adolescencia devoramos el surgimiento del “boom latinoamericano”, tras el descubrimiento del realismo mágico de la editora española, Carmen Balcells. La ciudad y los perros de Vargas Llosa, Pedro Páramo y El llano en llamas de Juan Rulfo, La región más transparente del aire de Carlos Fuentes, Cien años de soledad de Gabriel García Márquez y Rayuela de Julio Cortázar, tuvimos el privilegio de leer en sus ediciones originales, tanto como la obra de Ernesto Sábato y en menor medida, Jorge Luis Borges.
Libros y música nos llevaron a reuniones entre amigos y a tocar la guitarra por las noches, orgullosos de que el Manifiesto del Nuevo Cancionero de la mano de Armando Tejada Gómez, Oscar Matus, Tito Francia y Mercedes Sosa, hubiera nacido en Mendoza y de allí al mundo.
Estudié en la década más sangrienta del siglo pasado que recuerda la sociedad argentina. Fuimos privilegiados al mantenernos con vida esos años de feroz persecución de profesores y alumnos. Muchas veces nos ronda la culpa existencial. Pero… sobrevivimos y estamos.
Los despojos dejados por la dictadura nos dejaron en un abismo del que, a cuarenta años de recuperada la democracia, no nos volvimos a recuperar ni lo haremos. Jamás volveremos a ser la sociedad pujante e industrializada de los setenta. Lo ocurrido es ese infierno atroz explica el resultado de las PASO, cientos de miles de ciudadanos que jamás tuvieron un trabajo ni sus obligadas pautas de conducta, amasaron una inconducta difícil de erradicar.
Esa deuda interna es inmensamente más grave e insaldable que la externa que, en esos años, la multiplicó la dictadura cívico – militar por ocho, beneficiando con la estatización de la deuda privada por el entonces presidente del Banco Central de la República Argentina, Domingo Felipe Cavallo, a los grupos que hoy siguen beneficiándose con ese modelo de perverso de distribución de la riqueza.
El Dr. Domingo Felipe Cavallo, padre de la Fundación Mediterránea, mimado de los organismos financieros internacionales, ahora anciano, es asesor de la candidata de Juntos por el Cambio, Patricia Bullrich. Uno de los asesores de Cavallo, es uno de los creadores de Frankenstein, el engendro libertario imaginado en 2018 por un asesor de Jaime Durán Barba, asesor a su vez y campeón de imagen que llevó al poder a Mauricio Macri en diciembre de 2015, poniendo a rodar el relato que la distopía era posible. Y… vaya si era posible. La pagamos con sangre.
Remontar la cuesta me recuerda la vida vivida, imposible de eludir. Vuelvo a los años de Facultad y ferrocarril, de estudio y trabajo simultáneos. Apenas aparecen los milicos en los años de plomo, instalan reflectores y, encandilado, paso de largo a la salida de Filosofía y Letras que aún no tenía barandas y caí más de un metro y me fracturé la tibia derecha y estuve ocho meses sin caminar, sólo ayudado por muletas. Aproveche para estudiar, mientras el Ferrocarril me pagó el sueldo durante el tiempo de convalecencia. Un derecho que ya no existe y, mis compañeros actuales que conducen la Unión Ferroviaria, me piden que les describa esa época gloriosa del Ferrocarril que murió con el gobierno de Carlos Saúl Menem.
Ellos me reclaman remontar la cuesta, cómo nuestra generación insiste en mantener alto el espíritu y renovar la energía.
Remontar la cuesta es renovar la esperanza, juntar leña para el frío invierno que se viene.
Menem nos mintió descaradamente y en nombre del peronismo, terminó y perfeccionó la obra de la dictadura, bajo el pretexto que había estado preso por los milicos, besó al Contraalmirante Isaac Rojas, el marino más gorila y sangriento del golpe de 1955. Menem lo hizo.
Vendió las joyas de la abuela – las empresas públicas que trasladó a los grupos nacionales y extranjeros, bajo el consejo y supervisión de mi profesor de Derecho Administrativo, Dr. José Roberto Dromi – y la ilusión del uno a uno, de la convertibilidad impuesta por el Dr. Domingo Felipe Cavallo, el mismo Mingo de la estatización de la deuda privada de los ochenta, unos pocos vivieron la fiesta mientras la mayoría se hundía en la desesperación y la amargura.
No sólo Menem nos mintió y le creímos, sino que De la Rúa también nos mintió y le creímos. Ilusos, confiamos en la espalda del vicepresidente, Chacho Álvarez en defender el proyecto nacional. Renunció asfixiado por el círculo conservador, entre ellos estaban: Ricardo López Murphy y la actual candidata, Patricia Bullrich.
Con Fernando De la Rúa, volvió a Economía el inefable Dr. Domingo Felipe Cavallo y con sus infalibles recetas nos acorraló. Los golpes de cacerola aturdieron la puerta de los bancos. En diciembre de 2001 todo se fue al diablo.
Volvimos a remontar la cuesta. Desintegrados, confundidos y la miseria rondando las calles, no creímos que la pobreza llegaba al 60% de la población. Con los bolsillos vacíos y el ánimo por el suelo, intentamos remontar la cuesta.
Destruido en lo personal, me cobijé en mis hijos y me metí de lleno a estudiar economía política con la gente de FLACSO Argentina. Grandes maestros, luego amigos en la desgracia, me mostraron exhaustivamente las causas de nuestros males. Eduardo Basualdo, Daniel Azpiazu, el querido Negro, entre otros, compartieron sus estudios con nosotros.
Volvimos a remontar la cuesta, el peso se devaluó nuevamente con Eduardo Duhalde y llamó a elecciones, elecciones que ganó Néstor Kirchner con un escaso 22 por ciento porque Menem no se presentó a la segunda vuelta.
Lentamente nos volvimos a ilusionar. Nos volvimos a poner de pie, sin saber que el santacruceño encarnaría la primera época del progresismo latinoamericano de la mano del Comandante Chaves, de Lula da Silva, de Rafael Correa. La Patria Grande parecía una meta posible.
Entusiasmado volví nuevamente a los libros e hice una maestría en Historia de las Ideas Políticas Argentinas en la Facultad de Filosofía y Letras en la Universidad Nacional de Cuyo. La tesis presentada y defendida trataba sobre el Ferrocarril en Mendoza, un tema que se iría transformando en una obsesión. Entender el pasado y la inmensa herencia recibida me obligaba; obligación que realmente era un reconocimiento a tanta riqueza recibida. Una posta.
Una posta como la que tomó Cristina Fernández luego de terminar el mandato Néstor Kirchner. El mundo ya no era el mismo. La crisis inmobiliaria del 2008 arrastró a varios países, los gobiernos auxiliaron a los grandes y trasladaron los costos a la población.
Estaban dadas las condiciones para que volviera el neoliberalismo con todas sus fuerzas.
Los resultados estaban a la vista: un ingeniero que en 1995 fue presidente del Club Boca Junior – premonición de la que me arrepiento de haber revelado a mis alumnos de Política Económica de ese año, con una conclusión de filosofía de café: “muchachos, pensamos con los pies y Boca es la mitad más uno del país; conclusión, será presidente de Argentina” – tuvo la banda presidencial en diciembre de 2015 y bailó en el balcón de la Casa Rosada.
Fue duro volver a remontar la cuesta. Como para olvidarme de la peste circundante, comencé un doctorado en Ciencias Sociales, aprovechando que era gratuito para los egresados de la Facultad. Ninguno de los viejos compañeros fue tan osado. Pero bueno… a la vejez viruela. Mis actuales compañeros tienen la edad de mi nieto mayor. Estar entre jóvenes contagia energía.
El 2020 nos sorprendió con la pandemia. Por primera vez la humanidad quedó paralizada y recluida por la presencia de un virus invisible que atacaba a los más viejos. Los estados convocaron a todos sus organismos de investigación sanitaria públicos y privados a luchar contra el flagelo, bajo los estrictos protocolos de la Organización Mundial de la Salud.
Volvimos peor: se concentró más la riqueza, los trabajadores fueron esclavizados por el imperio del mundo digital. El “Pedido ya” impuso la urgencia para calmar ansiedades. La ansiedad reemplazó a la pandemia. La ansiedad y la angustia llegaron para quedarse.
Fue difícil remontar la cuesta. Fue doloroso remontar la cuesta, partieron familiares y amigos, sin poder despedir sus restos.
Endeudados hasta el techo por el ingeniero campeón de bridge, fugados los capitales al exterior de la mano del mejor equipo de los últimos cincuenta años, hubo que hacer malabares para conseguir vacunas y cubrir a la mayor parte de la población en el menor tiempo posible.
Remontar la cuesta fue caminar sobre la cornisa entre las presiones de la negociación con el Fondo Internacional por la deuda y satisfacer las necesidades de la población, con el coro agorero de los medios que se alegran con los males del país.
Con el aliento en la nuca, llegó en febrero del año pasado la guerra de Ucrania. Los señores de la muerte ampliaron sus negocios y trasladaron las consecuencias a los más necesitados. Los precios se fueron a las nubes.
Con el ruido del impacto de las bombas y la inflación en disparada, sufrimos la peor sequía del siglo. Los negacionistas corearon: ¡Victoria, Victoria! Los zombies proclamaron al Coronel Kurtz en las PASO. Entramos en el corazón de las tinieblas.
Remontar la cuesta es una obligación, un deber cívico. Una patriada si se quiere. Un agradecimiento respetuoso a los que nos legaron el país. Reconozcamos al menos que somos enanos sobre los hombros de gigantes.
[1] Silvina Caeiro, Estudio Preliminar en, Domingo F. Sarmiento, Recuerdos de Provincia, Edit. Grafidco, Buenos Aires, 2008, ps. 6-7.
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