Radamés Larrazábal, un gran amigo, casi un padre, tenía un repertorio de frases cargadas de un realismo muy humorístico. Una de ellas era: «Las vainas nunca están tan malas como para que no puedan ponerse peores». Él soltaba esos aforismos con mucha gracia, con fina ironía en su acento zuliano y una apenas notoria tartamudez.
Clodovaldo Hernández /www.laiguana.tv
Me he acordado de Radamés en estos días, luego de la victoria de Donald Trump en las presidenciales de Estados Unidos y, sobre todo, tras sus primeras designaciones, que parecen un festejo atrasado de Halloween, pues los que han salido a escena son puros monstruos, brujas, zombies y demás sujetos causantes de terror, miedo, espanto y, a la vez, de esa risa rara que provoca la tragicomedia.
Razonablemente —y esto no es para risas—, de ese resultado electoral sólo cabe esperar desgracias y sufrimiento para millones de seres humanos dentro y, sobre todo, fuera de EEUU. En particular, Venezuela no puede esperar nada bueno del nuevo gobierno de Trump. Por lo contrario, mientras más oscura y espinosa sea la hipótesis que nos planteemos, más cerca estaremos de la realidad.
[Esto, por cierto, no significa, que de haber ganado Kamala Harris, tendríamos razones para estar felices. Con el duopolio bipartidista de EEUU no hay opciones buenas].
Estoy claro en que el pesimismo, el fatalismo, el nubenegrismo están mal vistos. Prácticamente hay consenso en su contra.
Los sacerdotes, pastores y similares rechazan ese tipo de enfoques porque menoscaban la idea del buen dios, en cuanto ente superior que promete un porvenir de felicidad, paz y amor.
Los gurúes de la espiritualidad y la autoayuda se le oponen porque la realización dichosa de cada uno requiere de un optimismo intenso y casi siempre iluso.
A la dirigencia de izquierda y a los líderes de las causas populares tampoco les gusta la visión extrema negativa de la realidad porque esta, convertida en desesperanza y derrotismo, abona objetivamente a la narrativa de las clases dominantes y del poder imperial.
Incluso, en la vida cotidiana, los que encuentran razones para pensar que van a ocurrir desgracias suelen ser aislados o tachados de pavosos. “¡Guillo!”, dice la gente al oírlos lanzar sus malos augurios.
En fin, que quien subraya el escenario más sombrío es rechazado por igual en diversos puntos del espectro social.
Esto tal vez explica que haya mucha gente en estas semanas finales de 2024 tratando de convencerse a sí misma de que la victoria de Trump no es una noticia tan mala. Pero, asumiendo el papel de ave agorera (con todos los riesgos reputacionales que ello implica), propongo que nos decantemos por el escenario más feo, el más perverso, el más demencial de todos cuantos sea posible concebir en lo que respecta a nuestra relación con el poder imperial —decadente, pero imperial al fin y al cabo— a partir de enero de 2025.
Los protagonistas de allá
Para dejarse arrastrar por el fatalismo en este asunto específico no hay más que pasar revista a los personajes que van a protagonizar la película de ahora en adelante. Con refrescar lo que han hecho y dicho en el pasado reciente y saber a qué intereses responden es suficiente para suponer cómo van a actuar en su nueva etapa de poder.
Comencemos, por supuesto, con Trump. No tanto porque va a ser el presidente de EEUU a partir del 20 de enero, sino porque va a ser el jefe de la pandilla gringa, el capo de tutti capi de esa organización gangsteril. Subrayar esta idea puede parecer una obviedad, pero no lo es porque venimos de un período de cuatro años en el que esa mafia anduvo prácticamente sin cabeza, bajo la conducción formal de un señor obviamente senil. En este período, se entiende que los asuntos de Estado han sido manejados por colaboradores y asesores. Ese grupo es bastante difuso, pero lo que sí es seguro es que han sido personas reales, no los amigos imaginarios del presidente.
Entonces, llega Trump, que tampoco es ningún mozuelo (tiene 78 años), pero vaya que le sobra eso que los abogados denominan animus domini, es decir, el deseo, la intención, el propósito de actuar como el dueño y señor, no sólo de su país, sino de todas sus posesiones imperiales.
Y ese individuo, por su historia, por sus hechos en el ejercicio del mismo cargo, por su ideología y por su personalidad no puede ser otra cosa que un despiadado enemigo de Venezuela. No existe una realidad alterna, un universo paralelo, una dimensión desconocida en la que ese señor pueda ser ni tan siquiera relativamente neutral respecto a un país con ingentes riquezas naturales y humanas que lucha por ser independiente y autodeterminado.
Radamés, en su versión seria, habría dado la recomendación maoísta de “desechar las ilusiones y prepararse para la lucha”. Pero, en su onda de realismo popular, habría dicho: “Compañeros, vamos a dejarnos de pendejadas: ese tipo viene por nosotros”.
Para tener esta firme convicción no hay más que revisar lo que hizo Trump en su período anterior (2017-2021) con respecto a este rincón tropical del mundo. Para no elaborar un memorial de agravios de varios tomos, digamos que nos quiso matar de hambre; designó a su propio presidente interino; avaló intentos de magnicidio, de golpe de Estado, de invasión; intentó llevarnos a la guerra civil; estuvo detrás de los atentados contra el sistema eléctrico; nos bloqueó; nos aplicó centenares de “sanciones” (castigos imperiales); nos robó Citgo; congeló las cuentas bancarias de la República y de sus empresas; y hasta trató de impedir, en plena pandemia (el colmo de la villanía), que compráramos vacunas.
Aplicando la premisa cristiana de “por sus hechos los conoceréis”, me dirá usted si esa es una persona de la que podemos esperar algo que no sea amenaza, dolor y sufrimiento colectivo.
Pero, bueno, los hechos siempre están sujetos a interpretación. Así que revisemos sus dichos más recientes sobre el tema Venezuela. En este renglón hay dos enfoques que espeluznan. El primero es la confesión pública y sin sonrojos de Trump durante la campaña acerca de la torpeza de Biden, quien, a su juicio, fue incapaz de concretar el nocaut de Venezuela, a pesar de que él había dejado al país al borde del colapso. «Nos habríamos quedado con todo ese petróleo, el cual tendríamos justo al lado», dijo, muy ufano hace apenas unos meses.
El otro componente declarativo de Trump sobre Venezuela se refiere a los migrantes, a quienes en varias oportunidades ha estigmatizado como criminales. “Son asesinos, violadores y delincuentes, pero de alguna manera hacen que parezcan buena gente”, dijo el ahora presidente electo durante una conversación con Elon Musk, a través de la red social X.
“¿Hay algún criminal de Venezuela en esta sala? Que levante la mano”, dijo Trump durante un acto de campaña en Carolina del Norte, en julio pasado.
Teniendo en cuenta sus hechos y sus dichos, es obvio que muy pocos venezolanos pueden considerarse a salvo de la amenaza de Trump. Los que vivimos en el país tenemos razones para temer que recrudezca el bloqueo y las medidas coercitivas unilaterales, torpedeando la recuperación del aparato productivo y causando nuevos y peores malestares. Los que están en Estados Unidos deben estar muy asustados porque la escalada xenofóbica está en marcha y no distingue entre legales e ilegales ni tampoco entre furibundos opositores “exiliados” y gente que fue a parar a ese país en busca de una vida mejor. Irónicamente, buena parte de los venezolanos trumpistas van a terminar siendo sus víctimas.
…Y se pone peor
Ya hemos revisado a grandes rasgos el expediente de Trump respecto a Venezuela y eso es más que suficiente para prever un período infausto y calamitoso en las relaciones con Estados Unidos. Pero el cuadro clínico se agrava al meter en la ecuación a los nefastos personajes que van a integrar, al menos en su arranque, el nuevo gobierno.
En aras de resumir, centrémonos en Marco Rubio, un ultraderechista, odiador acérrimo de todo lo que huela a izquierda, destacado miembro de la cáfila cubana de Miami y, en lo que toca a Venezuela, antagonista furioso y enfermizo de la Revolución Bolivariana.
El que un elemento como Rubio, con las maneras de un pitbull rabioso, ocupe el máximo cargo diplomático de EEUU es una muestra del tono que Trump pretende darle a su política exterior en su segundo mandato. Nada diferente al primer período, cuando tuvo en ese puesto a un impresentable como Mike Pompeo, exdirector de la CIA, donde, según confesión propia, aprendió a mentir, engañar y robar.
[Antes de Pompeo, Trump designó a Rex Tillerson, un multimillonario petrolero al que luego destituyó y le dedicó las siguientes palabras: «Es un hombre más tonto que una piedra, totalmente falto de preparación y no lo suficientemente inteligente para ser Secretario de Estado”. Algunos, entre ellos el ministro Diosdado Cabello, se han atrevido a pronosticar que a Rubio le va a pasar algo parecido, que durará poco en el cargo y saldrá de él pateado e insultado. Eso entra en el campo de los vaticinios, pero si llega a ocurrir tendrá algo de vendetta entre compinches porque Rubio, en un pasado no muy lejano, se despepitó a hablar mal de Trump y este debe tenérselo anotado por ahí en algún libro de rencores].
Curiosamente, es con personajes como Rubio en altos cargos de las relaciones internacionales como Trump pretende cumplir su promesa de sacar a EEUU de las guerras y genocidios en los que está metido actualmente. Suena inverosímil o, para decirlo al estilo de un popular meme gringo: “No lo sé, Rick, parece falso”.
Los protagonistas de acá
Si la revisión de los dos (siniestros) personajes, Trump y Rubio, no convencen a alguien de que es necesario prepararse para lo peor, resulta prudente añadir en este punto a los líderes y pseudolíderes venezolanos (bueno, nacidos acá) que se empeñan en figurar al lado de ellos dos.
En este combo aparecen los mismos que estuvieron en la movida del gobierno interino, que resultó fallida en lo político, pero muy lucrativa en lo económico para los capitales estadounidenses y para esos sujetos y sus secuaces.
Como de costumbre procuran medrar allí Leopoldo López, Juan Guaidó, Julio Borges, Antonio Ledezma, Carlos Vecchio, David Smolansky y otros pícaros de menor nombradía. Estos, desde luego, tienen en su contra la fama que los precede como manilargos y oportunistas, pero eso no les impedirá ofrecerse de nuevo como rescatistas de Venezuela para los intereses de EEUU. Además, ¿acaso es Trump dechado de virtudes morales como para andar por ahí reservándose el derecho de admisión en su círculo de amigotes?
Naturalmente, la clandestina María Corina Machado tratará de asumir el protagonismo en este tiempo. Para ello sacará a relucir su trayectoria, que no se limita al anterior gobierno de Trump, sino que se remonta a su muy mediática visita a la Oficina Oval, en tiempos de otro troglodita, George W. Bush.
Mientras tanto, en el inframundo de la inteligencia estadounidense, el de los mercenarios y matones por encargo se mueve el peligroso y ruin Iván Simonovis, quien se supone que debería hacerlo con el sigilo propio de los espías y sicarios, pero hace más bulla que un carro viejo o un diputado nuevo, como dijo alguna vez el poeta Andrés Eloy Blanco.
La navaja y la tapara
En fin, es hora de cerrar esta reflexión nube negra. Para hacerlo, apelemos al Principio de la parsimonia o Navaja de Ockham, ese que dice que cuando hay varias opciones frente a una situación o problema, la más probable es que la respuesta apropiada sea la más simple.
En este caso, si tenemos en EEUU un presidente enemigo, que ya nos infligió todo el daño que pudo, rodeado de otros enemigos jurados del proceso político venezolano, la hipótesis más sencilla es que tratarán de hacerlo de nuevo y, por tanto, habrá que vivir en estado de permanente alerta, sin bajar la guardia ni un segundo, sin creer en espejismos de nuevos mejores amigos.
Sabemos quiénes son Trump y Rubio; sabemos lo que hicieron y sabemos lo que quieren hacernos. Así que si a usted eso de la parsimonia y del monje Ockham y su navaja le parece demasiado refinado, podemos ponerlo en llanero: sabemos qué es lo más probable que ocurra porque “perro que come manteca, mete la lengua en tapara”.
No hay comentarios:
Publicar un comentario