Si no rompen el poder vigente, las nuevas fuerzas solo maquillan la realidad.
Carlos Raimundi* / Tektónikos
La situación de América Latina gira habitualmente alrededor de dos nociones: una es que se trata de un territorio en disputa; la otra es que —luego del reflujo conservador representado en los gobiernos de Jair Bolsonaro y Javier Milei (pero no sólo en ellos)— la región atraviesa una suerte de “segunda oleada de gobiernos progresistas”, a la cual se sumará, cuando asuma tras su triunfo reciente, el Frente Amplio uruguayo.
Sin embargo, la resolución de esa disputa no está relacionada, a mi modo de ver, con la victoria electoral de opciones que podríamos considerar “progresistas”. Una o más administraciones progresistas no garantizan por sí solas la consecución de un modelo emancipador.
Así, el gobierno de Alberto Fernández en Argentina derivó en una tremenda frustración social, en una profunda derrota política y cultural, y en la transitoria desarticulación del movimiento nacional-popular. Y el triunfo de Lula sobre Bolsonaro en Brasil en 2022 tuvo un carácter defensivo y no expansivo: para lograrlo, se vio obligado a una alianza con sectores profundamente conservadores que destiñen ideológicamente a su gobierno. Y, además, el anuncio poselectoral de Simone Tebet y de Ciro Gomes —que habían obtenido el tercer y cuarto puesto— de que votarían a Lula, no transfirió sus votos, sino que quien creció ostensiblemente entre la primera y segunda vuelta fue Bolsonaro, y no Lula.
El feroz enfrentamiento entre Evo Morales y Luis Arce en Bolivia, los serios problemas institucionales por los que atraviesa Gustavo Petro en Colombia, la evaporación de la euforia popular de las protestas de 2019 que llevaron a Gabriel Boric a la presidencia de Chile e ilusionaron con una nueva Constitución, las dificultades que experimenta Xiomara Castro en Honduras o la posible claudicación de Bernardo Arévalo en Guatemala, son ejemplos de que no hay motivos para entusiasmarse, sino más bien para analizar profundamente los caminos a seguir.
Es decir, no se trata de la orientación ideológica que tenga a priori el espacio político triunfante, sino de su capacidad para quebrar los condicionamientos de fondo a los que está sometida toda la región, a saber: la desestabilización política impulsada por organizaciones no gubernamentales de carácter local, financiadas por la Fundación Nacional para la Democracia de los EE.UU. (National Endowment for Democracy), entre otros actores; la extrema polarización social que tiende a dividir irreconciliablemente a nuestros pueblos, estimulada por la tendencia al odio que se inculcan en las grandes plataformas digitales; la conspiración permanente de las cadenas más concentradas de los medios masivos de comunicación; el hostigamiento de los sistemas judiciales internos cooptados por la doctrina de los golpes blandos; el factor militar y policial. Todos ellos sostenidos por la plataforma común expresada —según la realidad de cada país— por nuestro endeudamiento crónico, nuestra dependencia financiera estructural, la pérdida de soberanía en el manejo de nuestros recursos estratégicos, la debilidad de nuestros aparatos estatales.
La gobernanza del capitalismo financiero globalizado centrado en el eje noratlántico generó para Occidente el aumento de la desigualdad y la catástrofe climática, pero, además, las siguientes consecuencias: el colapso de las economías centrales (Estados Unidos y Europa), que padecen los resultados de su propia desindustrialización y externalización de capitales, agravada por la exacerbación de los conflictos bélicos en distintas zonas del planeta; la crisis del sistema de representación política de la democracia liberal; la crisis del sistema jurídico internacional basado en el principio de “orden internacional basado en reglas” (que no se cumplen) y en la inoperancia de los organismos multilaterales para conducir a Occidente hacia un mundo más justo e igualitario. Y, como corolario de todo esto, la expansión del racismo, la xenofobia y el hiperindividualismo, y el retroceso de la estatalidad a expensas de los conglomerados privados.
El triunfo de Donald Trump en los Estados Unidos no hace sino exacerbar la agresividad del discurso político y crear condiciones para la aglutinación de las corrientes de las derechas más radicalizadas en nuestra región. Las designaciones conocidas hasta el momento expresan su complicidad con los grandes servidores y las plataformas digitales de distinta índole en el plano económico, y con la preservación de la Doctrina Monroe para asegurarse que el territorio latinoamericano y caribeño será su zona de influencia prioritaria.
Es difícil clasificar lo que él representa dentro de las categorías tradicionales de análisis político. Autoritarismo, supremacismo racial y proteccionismo comercial, con entrega de la renta a los grandes conglomerados privados. Más que una similitud con la guerra fría, las condiciones actuales se asemejan más al entorno imperante en el primer tercio del siglo XX, en las antesalas del fascismo, esta vez vinculado económicamente con los intereses privados, mucho más que con la fortaleza empresaria del Estado nación. En el presente contexto, los atributos del Estado quedan reducidos a la faceta predominantemente represiva, donde cumple sólo la función de “ministerio de seguridad” para preservar los intereses monopólicos. El Estado occidental demuele sus barreras para garantizar la libre circulación de capitales, servicios y bienes tangibles e intangibles que empobrece a los pueblos. Y, una vez consumada la pobreza, la desigualdad y el desamparo causantes de la migración forzada, recién ahí vuelve a levantar sus barreras nacionales para impedir y criminalizar a las personas migrantes.
Otro mundo
Por otra parte, vemos el ritmo en ascenso de los Estados emergentes, tanto en el plano económico, comercial y financiero, como en el tecnológico. Y además, con una mayor capacidad que Occidente para estabilizar la situación política en diversos territorios de Asia y el continente africano. Lejos del retroceso que el capitalismo occidental había previsto a partir de su intento de ahogar a Rusia en los campos militar, comercial y político, el bloque asiático está edificando todo un sistema monetario y financiero alternativo a los alicaídos acuerdos de Bretton Woods. El despliegue de la Iniciativa de la Franja y la Ruta auspiciada por China y sus aliados es un claro indicador de su aspiración de diseñar y supervisar la infraestructura comercial de espacios cada vez más vastos del planeta, así como lo hiciera el Imperio británico durante los siglos XVIII y XIX con el dominio de los mares, y los Estados Unidos durante el siglo XX con su liderazgo económico, cultural, tecnológico y militar.
Este bloque emergente —que se expresa en los BRICS+, el Banco Asiático para Inversiones en Infraestructura (BAII), la Organización de Cooperación de Shanghái, entre otras instancias— se viene apoyando, al menos hasta ahora, en valores diferentes a la dominación colonial y neocolonial y de claro corte imperialista ejercida por el eje noratlántico, Valores que expresan una milenaria plataforma religiosa y cultural muy diversa del racionalismo cartesiano con origen en la modernidad eurocéntrica. Además, los Estados nacionales que lo integran han demostrado tener una lectura de la agenda global mucho más cercana a la de los espacios progresistas de nuestra región, ya sea en el campo del manejo de la pandemia, de los últimos conflictos bélicos y de votaciones en las instancias multilaterales en favor del reconocimiento del Estado Palestino y de la causa argentina en Malvinas y el Atlántico Sur, o contra el bloqueo de Cuba y las sanciones unilaterales a Venezuela.
Es entre estas dos grandes tendencias internacionales que se debate la inserción de América Latina y el Caribe, y no todos los países de nuestra región han decidido tomar un camino de inserción geopolítica diferente al de la dependencia estructural del llamado Norte global, aún con gobiernos progresistas. Persistir en el camino de las instituciones financieras y el control político y militar de las potencias occidentales, en lugar de construir un bloque capaz de actuar con mayor autonomía, implica indefectiblemente continuar sometidos a la desestabilización política, la polarización extrema, el endeudamiento crónico y el saqueo de recursos naturales vigentes hasta el presente.
Las formas de desestabilización política son muy similares en toda la región. El debilitamiento de los gobiernos populares y la inhabilitación política de sus liderazgos persiguen el objetivo de pintar el paisaje de toda la región a partir de una paleta de tonalidades políticas muy similares a lo que sucede emblemáticamente en Perú. Un país cuyos últimos cinco presidentes no concluyeron su mandato y varios de ellos y de los anteriores han sido procesados judicialmente, pero donde las variables de la macroeconomía —equilibrio fiscal, inflación, reservas internacionales, relación deuda-producto y deuda-exportaciones— funcionan aceptablemente. El propósito es pues, mantener al sistema político ensimismado en resolver su crisis crónica de manera endogámica, de modo de impedirle intervenir a favor de la distribución social del correcto desempeño macroeconómico. Allí, el agronegocio, las mineras y pesqueras, sostenidas en los fondos de inversión del capitalismo financiero trasnacional, expresan la versión actualizada de la exacción de riquezas que afecta a nuestra región desde hace más de cinco siglos.
Es por esta razón que no basta el encuadre teórico de las fuerzas progresistas que ganen las elecciones, en tanto no se decidan a poner en disputa las estructuras de poder que garantizan la dependencia, es decir, el comercio exterior, el sistema financiero, la concentración mediática, el poder judicial y el factor militar-policial, a las que se suma el protagonismo asumido en los últimos tiempos por las plataformas digitales.
Esta decisión debe encontrar a una América Latina profundamente integrada, lo cual no tiene que ver con la cantidad de organismos multilaterales creados o a crearse, sino de la hegemonía política que sus Estados miembros sean capaces de construir, y de la eficacia de sus decisiones. A mi entender, ninguna razón de política interna o de compromiso con el gobierno demócrata de los Estados Unidos alcanza para justificar que el Brasil de Lula y la Venezuela bolivariana se encuentren en veredas diferentes en cuanto a esa decisión.
En definitiva, si tomáramos como cierta la aseveración de Álvaro García Linera de que la región ha vivido dos oleadas progresistas en lo que va de este siglo, y de que la primera de ellas fue virtuosa y la segunda “administrativista”, la tercera ola debe ser tenazmente transformadora y revolucionaria, o de lo contrario, no será.
*Abogado, docente universitario, ex diputado nacional y del Parlasur y, entre 2019 y 2023, embajador argentino ante la Organización de Estados Americanos (OEA) en su sede de Washington DC, EE.UU.
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