Occidente ha querido
jugar con fuego en Europa oriental y ha salido quemado. Estados Unidos, que
desde Reagan no había tenido un presidente tan mediocre como el actual, se ha
topado con un jefe de Estado en Rusia que, captando el sentimiento nacionalista
tradicional del pueblo ruso, ha reivindicado su otrora condición de potencia
mundial.
Sergio Rodríguez Gelfenstein / Especial para Con Nuestra
América
Desde Caracas,
Venezuela
La crisis en Ucrania ha
puesto a ese país en el centro del acontecer internacional. Tal como ha
ocurrido en hechos similares durante los últimos años, la inmediatez de la
información y la posibilidad de transmitir en tiempo real acontecimientos que
están sucediendo a miles de kilómetros de donde nos encontramos es una
característica que ha hecho que sus ciudades, ríos, valles y pequeños poblados
comiencen a sonar familiarmente en la percepción e imagen de la ciudadanía.
Sin embargo, en este
caso, la toponimia del conflicto resulta un tanto conocida por aquellos que
leímos con apasionado interés los relatos de la Gran Guerra Patria que libraron
los pueblos de la Unión Soviética en contra del ejército nazi invasor. Se puede
recordar que Ucrania recibió los primeros embates de la maquinaria de guerra
nazi en territorio soviético. Vienen entonces a la memoria los nombres hoy tan
repetidos de Donetsk, Dniepropetrovsk, Lugansk, Zaporozhia, entre otros como
emblemáticos escenarios de lucha y resistencia a la barbarie fascista.
Asimismo, es inevitable
la remembranza de las obras del escritor ruso Mijaíl Shólojov, Premio Nobel de
Literatura en 1965 quien fuera cronista principal del contexto histórico y el
ambiente donde hoy se desarrolla el conflicto. Shólojov nació en una aldea rusa
aledaña a la ciudad de Rostov del Don, muy cerca de la frontera entre su país y
Ucrania. Sus obras más trascendentales “Cuentos del Don”, “Campos roturados”,
“La estepa azul”, “el Don apacible”, “Ellos lucharon por la Patria” y “El
destino de un hombre” entre otros, son relatos imperecederos de la vida en ese
territorio marcado por el río Don (ruso) y su principal afluente, el Donets
(ucraniano) y por una frontera que sin embargo, no puede suprimir la identidad
de pueblos que aún viviendo a ambos
lados de la traza limítrofe, tienen una misma cultura, un mismo idioma y un
pasado histórico que rememora el orgullo de los cosacos y el apego a la estepa,
la tierra indómita donde nacieron.
Estas son realidades
que van más allá del Derecho Internacional que ante todo, debe primar como
elemento ordenador de las relaciones internacionales a pesar que las potencias
lo han prostituido y utilizado para justificar sus desmanes en unos casos y
para “pasar por su lado” en otros, cuando, -como está ocurriendo cada vez más a
menudo- las resoluciones dan la razón a los que estuvieron históricamente
excluidos. En ese sentido, en el
acontecer de los hechos recientes se intenta ocultar la realidad histórica,
política y jurídica para construir una verdad acorde a los intereses de las potencias
occidentales y de la OTAN.
Se olvida por ejemplo,
que el presidente Víctor Yanukovich –más allá de simpatías o antipatías- fue
elegido democráticamente y derrocado tras un golpe de Estado patrocinado por
Estados Unidos y la Unión Europea. Ese es el verdadero origen del conflicto, no
las posteriores acciones rusas en Crimea.
El golpe de Estado en
Ucrania devino en una histeria anti-rusa encaminada a ocultar la armazón
montada por Occidente y validada por las grandes transnacionales mediáticas que
construyeron tras sí una alianza formada
por organizaciones fascistas y neoliberales agrupadas en torno a un discurso
anti ruso que le achaca a este país todos los males de Ucrania.
Si regresamos en la
historia, veríamos que en diciembre de
1989 (sólo un mes después del derrumbe del Muro de Berlín), en la Cumbre de
Malta, el presidente ruso Mijaíl Gorbachov y el estadounidense George Bush
acordaron que la OTAN no se extendería hacia el este. 25 años después, la OTAN
ha absorbido a la mayoría de los países de Europa Oriental y a todos los que
son fronterizos con Rusia. Así mismo, ha establecido un sistema anti misiles en
Polonia y un radar en la República Checa. Con el mismo propósito, la OTAN
intervino militarmente en Yugoslavia desintegrando ese país a través de guerras
civiles estimuladas por Estados Unidos y Alemania.
Todo esto en el marco
de una situación de debilidad suprema y
subordinación humillante a la que Rusia fue sometida por Occidente
después de la desaparición de la Unión Soviética y durante el gobierno de Boris
Yeltsin en la última década del siglo pasado.
La llegada al poder de
Vladimir Putin comenzó a transformar esa
realidad. La aspiración de los rusos se
manifestó en un artículo periodístico de la época en el que se señalaba que “Putin
debe restaurar lo que Yeltsin destruyó: el orgullo de sentirse parte de una gran potencia. Los
rusos quieren respeto, no compasión”.
Al comenzar su mandato,
el nuevo presidente consideró que las condiciones de debilidad de su país lo
obligaban a hacer concesiones a Occidente. No tuvo reparos en ello, pero
paulatinamente esa opción se fue modificando ante la invariabilidad de la
respuesta de Estados Unidos que no alteró un ápice su política pretendiendo
arrodillar al gigante euroasiático. La agresión occidental contra Irak en el
año 2003, fue el punto de inflexión de la política exterior rusa que nuevamente
comenzó a asumir posiciones de fuerza en su papel de miembro permanente del
Consejo de Seguridad de la ONU. Rusia había vuelto al escenario mundial después
de casi 15 años dando lástima.
La primera operación de
impacto global fue el envío de tropas a Georgia en agosto de 2008, dando
respuesta a una acción similar de Estados Unidos y Europa en Kosovo en febrero
del mismo año. En Siria, la férrea decisión
de Rusia, -esta vez en acuerdo con China- han impedido la intervención
directa de la OTAN, lo que ha obligado a Occidente a acciones de carácter
encubierto y el apoyo financiero, logístico y militar a las fuerzas mercenarias
que intentan derribar al gobierno del país árabe.
Pero en Ucrania,
Occidente ha intentado medir la capacidad de respuesta rusa, instigando un
golpe de Estado que pone en riesgo lo que Rusia considera su seguridad y la
capacidad de actuar como potencia global, sobre todo por la posesión de su estratégica base naval en el Mar Negro que
opera en su flanco suroeste, incluyendo el mar Mediterráneo y el Medio Oriente.
La respuesta rusa es equivalente a la de Estados Unidos, si Rusia instigara un
golpe de Estado en México para instalar un gobierno subordinado.
Por eso, Rusia ha
asumido una posición diferente con relación al referéndum independentista en
Crimea en marzo de este año o, la declaración de independencia en Abjasia y
Osetia del Sur en Georgia durante el año 2008, respecto de la disposición en el mismo sentido de las
regiones orientales de Ucrania el pasado domingo 11 de mayo. Aunque en todos
estos territorios existe una población mayoritariamente rusa, las primeras eran
repúblicas autónomas que consideraban la independencia como una opción jurídica
legal para definir su status político. No es el caso de Donetsk ni Lugansk, que
son ciudades, centros administrativos
sin poder constitucional para declarar su independencia.
La situación creada
trasluce un problema mucho más profundo, el cual es expresión de un país
virtualmente dividido en múltiples identidades, al parecer irreconciliables.
Rusia ha intentado hacer entender esta realidad, exponiendo la necesidad de una
reforma constitucional que acepte la diversidad del país salvaguardando y
aceptando los intereses de los ciudadanos mayoritariamente católicos y
proclives a un acercamiento con Europa que habitan el occidente del país con
los de las regiones orientales y del sur, que de manera superior profesan la
religión cristiana ortodoxa y son cercanos cultural y políticamente a Rusia.
Estados Unidos y Europa han optado por el conflicto, la desestabilización y la
provocación de Rusia.
Occidente ha querido
jugar con fuego en Europa oriental y ha salido quemado. Estados Unidos, que
desde Reagan no había tenido un presidente tan mediocre como el actual, se ha
topado con un jefe de Estado en Rusia que, captando el sentimiento nacionalista
tradicional del pueblo ruso, ha reivindicado su otrora condición de potencia
mundial apostando a jugar en la toma de decisiones del tablero mundial, sobre
todo si el mismo se encuentra en la cercanía de sus fronteras y participan
jugadores que hablan el mismo idioma.
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