En el vocabulario político actual, “democracia” es sin
lugar a dudas la palabra más utilizada. En su nombre puede hacerse cualquier
cosa (invadir un país, por ejemplo, o torturar, o mentir descaradamente, o
llegar a dar un golpe de Estado); es un término elástico, engañoso en cierta
forma.
Marcelo Colussi / Especial para Con Nuestra América
Desde Ciudad de Guatemala
Si estudiamos las formas de organización política que ha tomado
cualquiera de las sociedades donde encontramos grupos sociales enfrentados, lo
que también se conoce como “clases sociales”, desde que existe registro
histórico de ello (a partir de las sociedades agrarias sedentarias en adelante,
hace unos diez mil años), vemos que siempre es una pequeña elite la que guía
los destinos del colectivo. Fuera de una organización social de iguales, de
pares donde todos los miembros de la comunidad serían iguales, el estudio de
toda forma de estructura social que encontramos a través de la historia nos
confronta con dirigentes y dirigidos. Y siempre, invariablemente, los primeros
son una minoría, y los segundos una amplia mayoría.
¿Cómo ha sido posible, y sigue siéndolo, que unos pocos sojuzguen a una
mayoría? Apelar a una explicación biologista con reminiscencias de Darwin donde
“los más aptos” se impondrían, lleva implícita una valoración cuestionable:
¿podría la historia explicarse sólo por la idea de “triunfadores” (los mejores,
los más aptos) versus “perdedores” (los más débiles, los menos aptos). Si nos
quedáramos con esa pretendida explicación, se estaría avalando la idea de
“superiores” e “inferiores” (Pero, ¿acaso hay ciudadanos “mejores” y
"peores" entonces?).
¿Estamos ante la necesidad de un conductor, de un gran padre todopoderoso
que conduce a la masa? ¿Vericuetos de nuestra humana condición donde los más
fuertes (los más osados, los más aprovechados) siempre se las ingenian para
sojuzgar al colectivo? -léase: lucha por el poder-. ¿Mediocridad de la masa? El
debate está abierto, y por cierto es muy complejo.
Es evidente y totalmente constatable en la observación desapasionada de
la historia de la humanidad que, al menos hasta ahora, en esta sangrienta dinámica
de lucha de grupos enfrentados que ya lleva varios milenios, son siempre
minorías las que ejercen el poder sobre grandes mayorías. Ante eso surgen
inmediatamente las preguntas: ¿qué hay de la democracia, del “gobierno del
pueblo”? ¿Es posible? ¿Cómo?
En el vocabulario político actual “democracia”
es, sin lugar a dudas, la palabra más utilizada. En su nombre puede hacerse
cualquier cosa (invadir un país, por ejemplo, o torturar, o mentir
descaradamente, o llegar a dar un golpe de Estado); es un término elástico,
engañoso en cierta forma. Pero lo que menos sucede, lo que más remotamente
alejado de la realidad se da como experiencia constatable, es precisamente un
ejercicio democrático, es decir: un genuino y verdadero “gobierno del pueblo”. Como vemos, entonces,
esto de la democracia es algo muy complejo, complicado, enrevesado. Es, en
otros términos, sinónimo de la reflexión sobre el poder y el ejercicio de la
política. Para ser cautos no podríamos, en términos rigurosos, ponderarla como
“lo bueno” sin más, contrapuesta –maniqueamente, por supuesto– a “lo malo”.
Siendo prudentes en esta afirmación puede citarse a un erudito en estos
estudios, Norberto Bobbio, que con objetividad dirá que “el problema de la democracia, de sus características y de su prestigio
(o de la falta de prestigio) es, como se ve, tan antiguo como la propia
reflexión sobre las cosas de la política, y ha sido repropuesto y reformulado
en todas las épocas”[1].
Es obvio que si
democracia se opone a autoritarismo, la vida en regímenes dictatoriales torna
la cotidianeidad mucho más dura. En ese sentido, sin ningún lugar a dudas vivir
bajo una dictadura donde no existen garantías constitucionales mínimas, donde
cualquiera puede ser secuestrado por las fuerzas de seguridad del Estado, torturado,
asesinado con la más completa impunidad, es un atropello flagrante, un
calvario. Las penurias económicas son terribles; pero por supuesto una
dictadura antidemocrática es peor: morirse de hambre, aunque sea escandaloso,
no es lo mismo que morir en una cárcel clandestina de una dictadura.
En ese sentido no está
de más recordar una muy pormenorizada investigación desarrollada por el
Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo (PNUD) en el 2004[2]
en países de América Latina donde se destacaba que el 54.7 % de la población
estudiada apoyaría de buen grado un gobierno dictatorial si eso le resolviera
los problemas de índole económica. Aunque eso conllevó la consternación de más
de algún politólogo, incluido el por ese entonces Secretario General de
Naciones Unidas, el ghanés Kofi Annan (“la
solución para sus problemas no radica en una vuelta al autoritarismo sino en
una sólida y profundamente enraizada democracia”), ello debe abrir un
debate genuino sobre el porqué la gente lo expresa así. Democracia formal sin
soluciones económica no sirve; pero la inversa, si faltan las libertades
civiles mínimas, tampoco es el camino.
Los primeros desarrollos del socialismo construido durante el siglo XX
(Rusia, China, Cuba) comenzaron a intentar equilibrar las injusticias
económicas; pero en cuanto al ejercicio del poder popular la cuestión sigue
siendo una asignatura pendiente. Se avanzó en eso, sin dudas, al menos en la
intención (la Revolución Cultural china, o los asambleas populares cubanas, son
interesantes experiencias). Pero aún estamos lejos de poder indicar una
democracia popular de base efectiva en el campo socialista. Por otro lado, con
su involución hacia fines de siglo, la sobrevivencia de lo que no arrastró la
marea de destrucción de todo ese campo (Cuba resistió y sigue de pie) se centró
en eso: la sobrevivencia ("período especial" se dijo en la isla), y
el tema de la democracia de base, del poder popular no fue el principal punto
de agenda. ¿Se puede hablar hoy de poder popular en China? ¿Qué quedó de la
“dictadura del proletariado” en los países de Europa del Este?
En las democracias no socialistas, la pregunta en torno al verdadero y
genuino “gobierno del pueblo” también sigue siendo una pregunta abierta. Desde
el triunfo de las burguesías modernas sobre los regímenes feudales en Europa, o
de la consolidación de las colonias americanas de Gran Bretaña como Estados
Unidos de América con su empuje descomunal, la construcción del mundo moderno,
de las “democracias industriales o democracias de libre mercado” –como suele
llamárselas– sigue obedeciendo más que nada a una lógica donde unos pocos
factores de poder (básicamente económico) son los que controlan; el gobierno de
las mayorías, el verdadero y genuino poder de las mayorías, sigue siendo también
una asignatura pendiente. Quien manda, fundamentalmente, es el mercado. No hay
dudas que fue un paso adelante en relación con el absolutismo monárquico; pero
de ahí a gobierno del pueblo dista una gran distancia.
Tal como agudamente lo destacó Paul Valéry: “la política es el arte de evitar que la gente tome parte en los
asuntos que le conciernen”. Dicho en otros términos: los factores de poder
no ceden nunca en su dominación, en su posición de sojuzgamiento del sojuzgado.
La democracia que se construyó con la inauguración del mundo burgués moderno
(donde Estados Unidos, Francia y Gran Bretaña marcaron el rumbo) se asienta en
la dominación de los grandes propietarios industriales. El pueblo gobierna sólo a través de sus representantes.
Pero, ¿a quién representan los gobernantes? ¿Gobierna el pueblo?
En la forma de Estado democrático parlamentario moderno, el surgido hacia
fines del siglo XVIII, se supone que los ciudadanos eligen a sus representantes
por medio del voto, y cada cierto tiempo estos gobernantes son reemplazados por
otros. La sociedad, entonces, se gobernaría a partir de la decisión de las
grandes masas soberanas. Pero a decir verdad los verdaderos factores de poder
nunca son elegidos por la población.
¿No es que los movimientos económicos los regula el mercado? Si es así,
son muchas las preguntas que se abren y quedan sin respuesta: ¿quién y cómo
decide los flujos de oferta y demanda, los porcentajes de desocupación que hay,
la acumulación de riqueza y la multiplicación de la pobreza? Si es el mercado
¿qué decidimos con la rutina electoral de cada cierto tiempo? ¿Quién ha salido
de la pobreza asistiendo puntual a los comicios? ¿Quién decide las políticas de
las grandes corporaciones mundiales que fijan la marcha económica de la
población planetaria? ¿Alguien votó por ello? ¿Quién decidió, a través de qué
proceso de elección popular se estableció que todos tenemos que consumir, por
ejemplo, un refresco como Coca-Cola y no otro, agua potable o un refresco local
hecho con hierbas naturales? ¿Hubo algún plebiscito, referéndum o proceso
eleccionario para decidir las políticas comunicacionales de los grandes
monopolios de la información, aquellos que moldean nuestro punto de vista día a
día, minuto a minuto, los que imponen lo que se debe pensar y lo que no? ¿Se
consultó a la población planetaria para formar un infame Consejo de Seguridad
en el seno de la Organización de Naciones Unidas con derecho a veto formado
sólo por cinco Estados? ¿Por medio de qué elecciones populares se deciden las
guerras? ¿Hubo alguna consulta democrática para decidir la catástrofe
medioambiental que produjo la voracidad del gran capital? ¿Algún ciudadano del
mundo votó para terminar con los bosques, con la capa de ozono, para secar
fuentes de agua dulce? ¿Quién eligió, y por medio de qué mecanismo, lo que
tenemos que consumir para divertirnos? –léase: películas de Hollywood o
videojuegos, cada vez más extendidos… ¡y violentos!–. ¿Quién es el que decide
sobre quién puede tener armas nucleares y quién no: la gente con su voto? Y todos
los llamados “grupos vulnerables” (minorías étnicas, discapacitados,
homosexuales, seropositivos, niñez en riesgo, discriminados por el motivo que
sea) ¿qué participación real tienen en el ejercicio del poder? ¿Algún negro
eligió democráticamente ser pobre? ¿Alguna mujer decidió ser condenada a
trabajar más que un varón y a ganar menos?
Es decir, si se profundiza la estructura íntima de los sistemas
políticos, siguen surgiendo las preguntas: ¿a quién representan los
representantes del pueblo en las democracias formales? Los políticos
profesionales de las democracias parlamentarias, ¿representan a los pobres, a
los excluidos, a las mujeres hechas a un lado, a los indigentes, a los
desesperados de toda laya que pueblan la Tierra? ¿Por qué hay tan pocas mujeres,
o indígenas, e negros en los cargos electivos de cualquier país?
Las decisiones que marcan el destino del mundo –la economía, la guerra,
los modelos culturales dominantes– jamás se toman democráticamente. Luego de
decididas por unos pocos –la citada observación de Valéry es más que oportuna
entonces– se busca “evitar que la gente
tome parte en los asuntos que le conciernen” pero haciendo creer que
participa, que decide. En buena medida, hasta ahora eso es la política. Tal
como dijo alguna vez el escritor argentino Jorge Luis Borges: al menos hasta
ahora, tal como la conocemos, “la
democracia es una ficción estadística”.
Ahora bien: esto abre una serie de reflexiones que es muy importante
desarrollar.
La idea respecto a que “la masa es estúpida y no piensa” es, como mínimo,
muy sencilla. Sin dudas, tal como se ha venido dando la organización de todas
las sociedades de clases, la minoría en el poder supo manipular a las grandes
masas. Pero eso no significa que la gente sea intrínsecamente tonta; menos aún,
que merezca ser tratada como tonta. No hay ninguna duda –la historia y la
experiencia lo enseñan– que la psicología de las masas presenta características
peculiares que no pueden entenderse desde el punto de vista de lo individual.
Puestos en masas, transformados en hombre-masa, todos desaparecemos como sujeto
para constituirnos en un colectivo y seguir la corriente; y es cierto que, en
tanto colectivo, en tanto grupo indiferenciado, no hay razonamiento crítico.
Pero esto no invalida la posibilidad de reflexión, y mucho menos, no autoriza a
la manipulación de la masa. ¿En nombre de qué, con qué derecho una elite puede
manipular a una gran mayoría? No se puede ser tan superficial, tan falto de
rigor científico y decir que “a la gente le gusta eso” Más que superficial, eso
escamotea la verdad –por no decir que es totalmente cuestionable en términos
éticos–.
Como formulación de ciencia social explicar algo en función de una
presunta “estupidez” connatural es restringido: la gente podrá ser “tonta” (ahí
está Homer Simpson como su ícono), pero hay límites a la tontera. Si fuéramos
tan tontos y prefiriésemos “naturalmente” nuestra condición de esclavos,
seguiríamos bajo el látigo del amo esclavista. ¡Pero hay Espartacos! Por todos
lados en la historia han surgido Espartacos, y siguen surgiendo. Y cada vez más
las poblaciones (esas masas manipulables a las que se intenta conformar con el
pan y circo –ayer gladiadores, hoy Hollywood, fútbol y telenovelas–), cada vez
más van abriendo los ojos, despertando, exigiendo derechos, dando saltos hacia
delante, aunque también sigan consumiendo los que se les ordena y pensando lo
que las usinas mediáticas informan. Cada vez más la historia nos muestra
poblaciones que se rebelan y protestan, alzan la voz, participan en su vida
política.
La democracia formal, la democracia representativa de los parlamentos
modernos con su división de tres poderes (ejecutivo, legislativo y judicial),
no termina de ser en su plenitud el gobierno del pueblo. En realidad, más allá
de la declamación formal, resta mucho para ser verdaderamente un ejercicio de
poder horizontal de todos, una democracia deliberativa.
El mejoramiento de las condiciones económico-sociales es un factor de
gran importancia para el progreso de las sociedades; pero eso no es todo: la
población tiene que tomar parte activa en los asuntos que le conciernen,
involucrarse, sentir que la toma de decisiones le es algo propio. La equidad,
la justicia, la democracia definitiva, es el avance en todos los aspectos: los
económicos y también los políticos.
La democracia, si se queda sólo en lo formal, es vacía, no es democracia.
Es el gobierno de los grandes grupos económicos secundados por los políticos de
profesión y por todo el andamiaje cultural y militar que permite seguir con la
misma estructura, dándose el lujo incluso de jugar a la participación de la
gente en las decisiones. Pero la gente no decide. La población, la gran masa,
es consumidora (hay que atenderla bien para que siga comprando), o electorado
(hay que atenderlo bien para que me sigan votando).
O también puede ser televidente, y ya es sabido lo que ello implica:
¿decide algún usuario de los medios masivos de comunicación, más allá de
cuestionables programas “participativos” (¡los reality shows!, por ejemplo), decide algo de lo que consume? Si ese
ciudadano consumidor que vota cada tantos años protesta demasiado… es
considerado un “subversivo”; entonces ahí están los aparatos de control. Pero
nunca participa en las decisiones básicas de su vida, aunque viva en democracias
formales donde nunca hay golpes de Estado.
Es real que en algunos lugares del planeta esas democracias
representativas dan resultado, pues ahí nadie pasa hambre y tiene cuotas más o
menos altas de beneficios. Pero para mantener esas “democracias occidentales”,
el 80 % de la población mundial pasa grandes sufrimientos. O democracia para
todos, o si no hay algo que no funciona. No puede haber democracia sólo para un
20 %; eso no es poder para todos. La misma idea de democracia incluye a la totalidad,
no sólo a fragmentos, a sectores.
El sistema político democrático, para ser tal, debe incluir realmente a
la totalidad de la población en la toma de decisiones: democracia deliberativa, democracia participativa. Si no, no
termina de ser genuinamente el “gobierno del pueblo”. Sin la participación
ciudadana genuina no hay ciudadanía; hay actos eleccionarios cada cierto
tiempo, pero no democracia.
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