Como si fuera poco una guerra de cincuenta años, ahora los colombianos
tenemos que echarnos al hombro la inútil pelea entre Santos y Uribe.
William Ospina / Tomado de El
Espectador (Colombia)
Como si no estuviéramos cansados de discordias, y esperando que el
proceso de La Habana dé comienzo a la verdadera construcción de la convivencia
y a la normalidad de la vida, tenemos que soportar que una campaña electoral
que debería estar proponiendo soluciones para diez mil problemas se eternice en
gritos y descalificaciones, insultos y acusaciones, donde cada quien trata de
demostrar que el otro es el demonio.
Esto no sería tan extraño si no fuera porque los que así se
descalifican y se desenmascaran, todo lo hicieron juntos. Sorprende que cada
uno pretenda hacernos olvidar su vieja alianza, pero es costumbre que los
políticos olviden su pasado, que después de hacer las cosas salgan a
criticarlas, y quieran demostrarnos que sus viejos aliados, sólo porque les
dieron a ellos la espalda, son ahora enemigos de la humanidad.
Es costumbre que en la tarea de hacerse elegir de cualquier forma
recurran a toda retórica, traten de provocar la amnesia colectiva, para
aparecer de repente como los grandes innovadores que al fin tienen la clave de
las soluciones.
Lo que debería asombrarnos es que la gente no se haya cansado de esa
retórica, que ni siquiera inventa tonos nuevos sino que vuelve con la gastada
fórmula. Así se descalificaban federalistas y centralistas, aunque al menos
tenían ideas opuestas; así se descalificaban liberales y conservadores, y
pasaron de descalificarse a degollarse, abusando de un pueblo al que la
religión había acostumbrado a creer que todo el que no piensa como uno es un
demonio.
Ya deberíamos haber aprendido la amarga lección de que cuando ellos
son amigos todos perdemos, y cuando se vuelven enemigos, a nosotros nos toca
cargar con la discordia, y al final todavía perdemos más.
Allá afuera está el mundo lleno de desafíos, los jóvenes viajan por el
continente y dialogan con sus amigos de todo el planeta; se hacen carreteras y
puertos, se construyen industrias, se toman decisiones originales, se enfrenta
la pobreza, se redistribuye el ingreso, que en Latinoamérica ha crecido; pero
en Colombia, en cambio, como en ninguna otra parte, se concentran y agravan la
inequidad y la injusticia. Nuestros políticos siguen hablando en el lenguaje
del odio y de la discordia, no proponen rumbos nuevos ni altas tareas de
civilización.
Aún estamos esperando que alguien tenga un proyecto de país moderno
que proponernos, pero lo único que escuchamos es quién es malo y quién es peor,
quién me traicionó, quién es más perverso y más malvado. Pero no, no son
malvados, ni perversos, ni traidores, o al menos no es eso lo peor que son; en
realidad son ambiciosos: los proyectos que tienen favorecen a pocos. Lástima
que por pelear no aciertan a esgrimir un argumento generoso, una propuesta
grande, algo que saque de verdad a la gente de la miseria, de la exclusión, de
la violencia, de la abominable estratificación que impide toda solidaridad, del
conformismo que nos deja en el último lugar en las pruebas de inteligencia,
pero también en el último lugar en las pruebas de convivencia, que son las se
hacen cada día en las calles riesgosas y en los barrios humildes.
En esa lógica de pequeñeces, hasta la paz se vuelve un instrumento más
para atornillarse en el poder, sin que podamos estar seguros de que esa paz
podrá aclimatarse, porque todo se esconde en fórmulas secretas y recurriendo
más al miedo que a la esperanza.
Por un futuro sin odios, alguien debería contener esos extremos y
salvarnos de esa disyuntiva. Alguien debería decirnos qué hacer con unos
Tratados de Libre Comercio que acabaron con nuestra economía: alguien debería
decirnos si son compatibles con la reactivación de la industria y con la
urgente reinvención de la agricultura, y cómo podemos avanzar en una decisiva
integración continental. Alguien debería decirnos cómo, después de los
acuerdos, construiremos la convivencia, la fraternidad y el afecto, en una
sociedad carcomida por el odio y por el resentimiento, donde hasta hay quien se
atreve a graznar en el silencio sagrado del funeral del más grande dignificador
de nuestra cultura.
Alguien debería decirnos cómo vamos a volver verdadera esta democracia
de clientelas, donde todo el mundo sabe que lo que menos vale es el voto de
opinión, donde todo el mundo dice que las elecciones no las gana el que tenga
más ideas sino el que tenga más buses para llevar a los votantes a las urnas.
Alguien debe atreverse a no estar de acuerdo con la pequeñez de esa
política, y preferir perder con honor y con propuestas antes que resignarse a
perder con pusilanimidad, ante quienes conceden más importancia a las
maquinarias y a los odios que a la opinión de la gente.
El futuro no está en cálculos mezquinos sino en decir lo que hay que
decir, soñar lo que hay que soñar, y hacer lo que hay que hacer. Acaso tanta
gente está desanimada e indecisa es por esa falta de grandeza, y acaso el
lenguaje de la gran política, generosa, humana, incluyente, no hecha apenas
para la gente sino con la gente, podría todavía dar una sorpresa mayúscula a
los viejos predicadores de la resignación.
Un país postergado, pero lleno de entendimiento y de laboriosidad, está esperando algo más que esta sopa de lugares comunes, donde los que han manejado el país por décadas salen a pregonar contra toda evidencia que estamos en el reino de la abundancia, y sin dejar de echarle tierra al contrario, cada día sacan del sombrero un nuevo conejo de feria.
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