Los cientistas sociales más preclaros venían anunciando la imposibilidad, primero, de la “Gran Sociedad” que algunos políticos proponían y, luego, de la “buena sociedad” que algunos sociólogos postulaban. Al revés de esos ideales, se asentó el concepto de la individualización según el cual “la defensa, por parte de los actores sociales, de su especificidad cultural y psicológica… puede encontrarse en el individuo, y ya no en las instituciones sociales o los principios universales”, al decir de Alain Touraine. Y anuncia, con el conocido énfasis de los teóricos franceses, “la muerte de la definición del ser humano como ser social, definido por su lugar en una sociedad que determina sus acciones y comportamientos” (¿Podremos vivir juntos?; F.C.E.; 1997) La globalización acompañada de las nuevas tecnologías refuerza brutalmente esas tendencias a partir del nuevo diseño de la economía mundial y la constitución de la “aldea global”.
Las personas han quedado atrapadas por fuerzas de envergadura universal. El Estado, desde el advenimiento de la hegemonía del neoliberalismo, ha venido reduciendo sus vínculos con la sociedad y las personas. Estas han devenido de ciudadanos en clientes. Y el Estado ha mutado de garante del bien común en garante de la inversión extranjera directa y, en general, en sostén de los grandes conglomerados económicos, nacionales o transnacionales. El libre mercado ha impuesto las desregulaciones y, con ello, los consumidores han quedado expuestos a la voluntad de las grandes empresas que predominan en el mercado. La relación entre las personas y las grandes empresas dejó de ser mediada por el Estado, de modo que éstas han impuesto sus propias normas. Ello aún en un país como Chile, que estuvo gobernado por una coalición política de centro izquierda, cuyos gobiernos y partidos no se dieron cuenta durante veinte años de la situación de indefensión de las personas en cuanto consumidores de bienes y servicios. El Estado, además, ha renunciado a garantizar educación, salud, medios de comunicación como servicios preferentes a las personas y a la sociedad. Cuando la ganancia y el dinero se transforman en el valor supremo de la vida social, las personas pierden su jerarquía humana y quedan expuestas, desamparadas, a las leyes supremas del mercado. Entonces, el proceso de individualización se hace presente. Sólo el individuo es el salvador de sí mismo. Él está a cargo de superar los problemas de su vida privada, familia incluida, los que, obviamente, se constituyen en los desafíos más cercanos e importantes que le plantea el sistema.
Con todo ello, la identificación de las personas con un “ideario” nacional se ha debilitado a tal punto que al parecer sólo el fervor por el deporte y la solidaridad en las catástrofes naturales son los pocos referentes normativos de la sociedad que subsisten. Es así como las instituciones políticas, religiosas, judiciales, económicas han caído en la indiferencia, incluso en el descrédito. También la familia (de todo tipo) debilita sus lazos solidarios.
El individualismo propiciado por la ideología neoliberal ha menoscabado a los movimientos sociales que tradicionalmente representaban y le daban una orgánica a la sociedad, como los movimientos sindical, poblacional, campesino, de mujeres y otros. Los nuevos movimientos sociales tienen referencias más específicas. Lo mismo ha ocurrido con los partidos políticos que postulaban una representación de clase, con sus concepciones del mundo y sus proyecciones del futuro. Ellos han devenido en organizaciones pragmáticas que con dificultades procuran orientarse en el presente y no tienen ningún diseño del futuro.
El movimiento estudiantil ha subsistido quizás por tratarse de un movimiento típicamente generacional desligado de la estructura económica. Y ello le ha permitido plantear a la sociedad el descontento por los valores que la orientan y no sólo sus reivindicaciones específicas. Y la sociedad se ha sentido interpretada.
Dado que ni el Estado ni la sociedad funcionan preferentemente para acoger a las personas, las desigualdades sociales se acrecientan aún en épocas de alto crecimiento económico. Estas desigualdades se refieren a las situaciones y a la calidad de vida de las personas y sus familias, así como a las oportunidades de todo tipo y naturaleza. En materia de ingresos familiares las diferencias son enormes. En el caso de Chile: “el 5% más rico de la población genera ingresos autónomos 830 veces mayores que el 5% más pobre” (Marco Kremerman; Fundación SOL; El mostrador: 8 de noviembre, 2011). Dado que en una economía de mercado el dinero es el valor fundamental, desde ahí se derivan toda clase de desigualdades. Salud, educación, empleo, vivienda, alimentación, vestuario, cultura, recreación, amistades, esperanza de vida y más: todo es diferente, todo está estratificado. La clase alta se prohíbe todas las variedades de commercium, comensalidad y connubium con extraños. Esto da origen, naturalmente, a una segregación en la sociedad que en el largo plazo se convierte en algo muy parecido a una segregación racial. Este comportamiento que es anterior al neoliberalismo, se ha acentuado con él.
Con el tipo de sociedad que resulta de las nuevas relaciones del Estado, la sociedad y las personas, las conductas disfuncionales, desviadas o antisociales, se multiplican. Ello constituye un efecto no deseado del arreglo societal, toda vez que los ricos no pueden usufructuar con tranquilidad de su riqueza. Por eso el programa político de la derecha en todas partes pone el acento en programas de seguridad/anti delincuencia, con éxito precario ya que en general esas políticas son puramente represivas sin apuntar a las razones de fondo de tal multiplicación. De modo que la sociedad estratificada, segregada y desigual deriva en una peligrosa, insegura y violenta.
El renovado despertar de la conciencia social surgido en los últimos años, en numerosas sociedades, repudia estas realidades y plantea una reformulación del sistema institucional político y económico que las hicieron posible. Es la protesta que quiere recuperar y reafirmar la definición de ser humano como un ser social y el rol del Estado como instrumento y garante de esa recuperación.
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