El informe generó mucha controversia. Por un lado, otorgó un gran impulso al flamante movimiento ecologista y cuestionó la creencia en un crecimiento económico perpetuo, que hasta entonces era casi indiscutible. Por el otro, recibió fuertes críticas, entre otras cosas porque no consideraba el ingenio humano que resolvería futuros problemas o, simplemente, por sus escenarios pesimistas.
Sin embargo, esos escenarios se encontraban absolutamente dentro de lo posible, como puso de manifiesto Graham M. Turner en 2008 en su artículo «A Comparison of The Limits to Growth with 30 Years of Reality». La conclusión era inequívoca: un análisis del desarrollo producido en menos de cuatro décadas mostraba una clara amenaza de desmoronamiento del sistema global a mediados del siglo XXI si el rumbo del mundo se mantenía inalterable y seguía el escenario «estándar». Uno de los autores principales del informe, Dennis Meadows, señaló en 2012 que la humanidad se encaminaba definitivamente hacia el colapso; dado que no se habían adoptado medidas en el momento oportuno, ya comenzaban a correr los largos tiempos de reacción de los procesos ecológicos y climatológicos.
Pese al informe de 1972, a muchas otras publicaciones subsiguientes igual de alarmantes y a las numerosas comisiones y conferencias internacionales (por ejemplo, la Conferencia de las Naciones Unidas de 1992 en Río de Janeiro, donde la comunidad de países se comprometió a promover un desarrollo sostenible), la política, la economía y la sociedad siguieron priorizando desde entonces el crecimiento económico y relegaron a un segundo plano la preservación de los recursos naturales. La consecuencia es hoy omnipresente: se agudizan múltiples crisis ecológicas y –a menudo, como consecuencia– también sociales.
Aunque la orientación hacia el crecimiento tiene prioridad en el campo político, económico y social, los datos científicos ponen cada vez más en duda esta dirección y respaldan así las críticas y las exigencias de cambio. A continuación se exponen algunos de esos datos importantes:
(1) El crecimiento del PIB se consideró por largo tiempo como indicador del bienestar social. Las críticas al respecto comenzaron ya en los años 60, arreciaron a partir de los 80 y persisten hasta hoy. Con razón: porque el indicador, por un lado, ignora los trabajos no remunerados en el ámbito de los cuidados y la familia, los cargos ad honorem y los costos ecológicos y sociales de la economía, y tampoco dice nada sobre la distribución social; pero, por otro lado, se incrementa cuando suma los gastos de reparación por accidentes o catástrofes. También se ha podido demostrar que, a partir de un determinado umbral de producción económica, el bienestar de las personas ya no aumenta a pesar de que haya crecimiento (del PIB). Los países industrializados ricos han sobrepasado ese umbral hace mucho tiempo.
Debido a estas debilidades del indicador y a que el PIB nunca fue concebido como medidor del bienestar, en las áreas de investigación y gestión (también en organizaciones internacionales) se trabaja desde hace décadas para generar alternativas. Sin embargo, los nuevos y numerosos conjuntos de indicadores surgidos no han logrado hasta ahora quebrar el dominio del PIB. Algunos países, de todos modos, comienzan a orientar sus políticas en función de una medición del bienestar. Es el caso, por ejemplo, de Nueva Zelanda con su Marco de Nivel de Vida (Living Standards Framework), que junto con parámetros puramente económicos incorpora otros factores como salud, seguridad, cultura y sostenibilidad.
(2) Desacoplamiento. Durante décadas, a la crítica por las consecuencias ambientales del crecimiento económico se le opuso la perspectiva del desacoplamiento: con el avance tecnológico, un aumento de la eficiencia y mayor productividad, quedarían desacoplados el consumo de recursos ambientales y el crecimiento económico. Sin embargo, diversos estudios recientes no respaldan este enfoque. Parece muy poco probable alcanzar un desacoplamiento absoluto y, por ende, un crecimiento verde. Para reducir el impacto ambiental y el consumo de recursos, resulta inevitable abandonar el crecimiento económico como objetivo. Aunque (todavía) se hace caso omiso de esto en el ámbito de la política y la administración pública, algunas organizaciones internacionales comienzan a indagar cuidadosamente el tema.
(3) Eficiencia y efecto rebote. Otro argumento contra la crítica al crecimiento consiste en el aumento de la eficiencia. Desde este punto de vista, la eficiencia en la utilización de recursos se incrementaría en tal medida que permitiría minimizar o resolver por completo los problemas ambientales. Antes del año 2000 se hablaba de un factor 4 (y factor 5); eso significaba que se podría duplicar el bienestar con la mitad de los recursos. Sin embargo, el debate sobre efectos rebote, intensificado a comienzos del milenio, muestra que en la mayoría de los casos los potenciales de eficiencia no se maximizan o los recursos ahorrados se destinan a nuevos usos.
Se estima aproximadamente un promedio de hasta 30% de efecto rebote, es decir, los potenciales de eficiencia se alcanzan apenas en 70%. Los efectos rebote han estimulado el debate y la investigación sobre suficiencia y reafirmaron la necesidad de dotar a los instrumentos de política ambiental con estrategias no solo de eficiencia, sino también de suficiencia (por ejemplo, modos de vida y de producción con mayor protección de los recursos naturales), aun cuando estas últimas puedan tener una incidencia negativa sobre el crecimiento económico.
(4) Desigualdades sociales. Cabe esperar que el crecimiento económico reduzca las desigualdades, porque los sectores socialmente más débiles podrían tener una participación en ese plus. En realidad, según Thomas Piketty, las desigualdades sociales disminuyeron a partir de las altas tasas de crecimiento registradas entre 1945 y 1975, pero desde entonces volvieron a aumentar. La Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económicos (OCDE) también informa sobre el problema de las desigualdades sociales, que se han acentuado pese al crecimiento.
No obstante, desde el ámbito político y social se sigue apostando al crecimiento como modo de reducir las diferencias sociales y la pobreza. Este enfoque se expresa explícitamente en el concepto del «crecimiento inclusivo» recomendado, entre otros, por la OCDE. Es necesario profundizar la investigación respecto a este campo temático y, sobre todo, promover un debate público sobre la relación entre crecimiento, bienestar y distribución social, así como sobre las políticas que permiten disminuir las desigualdades con crecimiento nulo o negativo.
(5) Justicia ambiental. Desde hace dos o tres décadas, se ha profundizado y diferenciado claramente el conocimiento sobre la relación entre PIB, ingreso e impacto ecológico. Se sabe que, con el PIB, aumenta el consumo de recursos ambientales. Lo mismo se observa en el plano individual, donde el consumo de recursos y las emisiones de CO2 muestran una marcada correlación con los ingresos y la riqueza.
Las emisiones de CO2 también reflejan diferencias sociales. En Alemania, por ejemplo, según la Base de Datos sobre Desigualdad Mundial (World Inequality Database), el 1% constituido por los mayores generadores de emisiones y consumo de recursos origina 118 toneladas de equivalente de CO2 per cápita (diferentes gases de efecto invernadero agregados), mientras que el 10% inferior apenas suma 3 toneladas per cápita. Estos valores dejan en claro que las medidas palpables de compensación ambiental mediante reducción de consumo o redistribución de ingresos y riqueza –incluidas las ganancias derivadas del crecimiento– deberían recaer, sobre todo, en los principales responsables de las emisiones y el consumo de recursos.
(6) Precios e impuestos. En las últimas décadas ha quedado de manifiesto cómo funciona el mecanismo de formación de precios de los recursos naturales: para obtenerlos solo hay que pagar la extracción, la distribución y las ganancias, pero sin crear reservas para la recuperación (o el reemplazo), como suele ocurrir con cualquier bien de producción.
También existe una amplia línea argumental que sostiene que las relaciones políticas y económicas de poder mantienen bajos los precios de los recursos naturales provenientes de los países del Sur y permiten así el exceso de consumo en el Norte global (esos precios bajos son un elemento importante dentro del concepto de «modo de vida imperial», planteado por Ulrich Brand y Markus Wissen en 2017). Ni la información sobre las consecuencias sociales y ambientales del consumo (especialmente en el Sur global) ni los etiquetados han logrado modificar en mayor medida el comportamiento de los consumidores; lo que sigue prevaleciendo, en general, es el precio de compra.
Se ha alcanzado finalmente un consenso en el sentido de que la actividad económica genera costos externos, que deben ser internalizados. El problema es que hasta ahora casi no se registra esa internalización, aunque hay innumerables instrumentos y procedimientos que fueron desarrollados para tal fin e incluso sometidos a un debate político, ya sea como medidas ambientales de carácter individual o como reformas impositivas y financieras con orientación ecológica. Para justificar esta falta, se explica básicamente que la internalización podría frenar el crecimiento económico y se la deja así sujeta a ese mismo crecimiento.
La base se desmorona
Los grandes avances producidos desde 1972 en el área del conocimiento tienen escasa influencia en la política ambiental. Hasta hoy se hace caso omiso a las fundadas críticas a la sociedad del crecimiento. En gran medida, esto se debe a que nuestras economías y sociedades mantienen una dependencia existencial del crecimiento económico. Por ejemplo, la continuidad de los actuales sistemas sociales está sujeta a ese factor. Lo mismo ocurre con el ideal del pleno empleo y sus 35-40 horas de trabajo semanal, así como con la dependencia existencial individual de la modalidad remunerada, que requiere crecimiento para poder seguir creando nuevos puestos laborales. A su vez, las arcas públicas necesitan crecimiento para financiar expectativas y tareas que van en aumento.
Por lo tanto, si se toman en serio las catástrofes ambientales emergentes, el objetivo de la política ecológica debe ser independizarse del crecimiento para lograr el margen de acción requerido y dejar de estar sujeta a este factor. Es necesario entonces reconstruir la economía y la sociedad con el objetivo de que respeten los límites planetarios.
50 años después de la publicación del informe Los límites del crecimiento, estamos mucho más cerca de esos límites, hemos sobrepasado algunos y seguimos aproximándonos a un momento de cambios irreversibles en el sistema planetario. Pese al enorme avance del conocimiento en torno de los límites del crecimiento, la ideología imperante casi no se ha visto afectada. Sin embargo, su base se desmorona con los indicios cada vez más numerosos; y con las catástrofes ambientales y derrumbes económicos resultantes de esta ideología del crecimiento.
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