La racionalidad occidental, desnudada por la crítica foucaultiana, demuestra que su único fundamento es la voluntad de poder. Lo cual nos lleva a concluir que en la crítica de Foucault, vista con ojos de filósofo que se sitúa en la periferia de Occidente, emerge de manera vigorosa una clara conciencia de que Occidente ha llegado a sus límites.
Arnoldo Mora Rodríguez / Para Con Nuestra América
Para Michel Foucault, la epistemología no se funda ni parte de una especulación metafísica sino de lo que él llama “saber”. Un saber es el producto o la expresión objetiva, en un determinado momento histórico, de una racionalidad determinada. Los saberes formales y, con ello, la epistemología como aplicación de una metodología rigurosamente racional desde el punto de vista formal, es lo que Foucault llama “ciencia”.
La ciencia, en consecuencia, es la concreción formal de los saberes; estos son vividos de manera no consciente pero determinan la conciencia. La epistemología consiste en hacer pasar los saberes como actos particulares o racionalidades que determinan los valores de una época, de modo que, al pasar por el tamiz de la crítica, se convierten en ciencia. Como es habitual desde los escolásticos medievales y pasando por Hegel, también para Foucault la ciencia no es primera sino segunda. Si para los primeros, la vida es lo primero, la que, en consecuencia suministra la materia prima de la reflexión filosófica, para Foucault esa materia prima la suministra la realidad histórico-cultural concebida, a manera estructuralista, como un conjunto de instituciones. Las ciencias concernientes al ser humano están determinadas por los saberes y éstos, a su vez, son la expresión de la voluntad de poder en que se funda la búsqueda y la inquietud por el saber científico. Esta voluntad de poder, como ya lo señalaba Hegel, se objetiva en instituciones; éstas engendran espacios cerrados o prisiones porque expresan la voluntad de dominar que es, en última instancia, voluntad de separación o aislamiento.
Así, la razón se define históricamente, esto es, políticamente; con lo cual las reglas de lo racional son, al mismo tiempo, normas de conducta social que se concretan en prohibiciones o tabúes. Es por eso que lo que se entiende por racional permite delimitar, por contraste, lo que se entiende por irracional, es decir, por locura o por lo prohibido. Tenemos así la paradoja de que “El siglo de las luces” y el culto a la Razón engendra, al mismo tiempo, la clínica, endurece y multiplica las cárceles y los lugares cerrados para locos y delincuentes. En contraste, será en el arte y, en concreto, en la literatura y en el ensayo crítico en que se reivindica la racionalidad de lo irracional, de modo que resulta que el único verdaderamente cuerdo es aquel al que todos en esa época llaman loco. Tal es el caso, ya en los albores de la modernidad, de Cervantes que hace de Don Quijote un loco, o de Erasmo de Rotterdam que escribe EL ELOGIO DE LA LOCURA.
Esta concepción de la racionalidad no es más que un producto de la voluntad de poder; es decir, que procede de los saberes que engendran las instituciones que, no sólo niegan la libertad que procede de la razón, sino también del `placer o “libido” (Freud). La subjetividad propia de esta concepción del yo como encerramiento o prisión produce la represión y crea las instituciones represivas de la libido, que se traducen en la moral que controla la sexualidad. La historia de la sexualidad no es más que la interiorización de ese círculo vicioso de una sociedad que ha creado instituciones que engendran saberes y definen la intimidad de la vida humana. La intimidad, en sentido estricto, no existe, dado que la racionalidad es espacial, esto es, determinada por el entorno social. Es la sociedad la que define quién es cuerdo y quién es loco, qué se entiende por salud y qué se entiende por enfermedad, qué es moralmente aceptable y qué no lo es… Tal es la versión foucaultiana de lo que Marx llama ”ideología”. En conclusión, renace en Foucault el ideal utópico reiterativo en la historia de Occidente, de soñar con una sociedad sin autoridad y sin instituciones represivas, ideológicamente formulado por la tradición anarquista. Lo que corresponde argumentar frente a tal meta ideal, es que una sociedad concebida así no parece funcional sino como un horizonte crítico y, por ende, tan sólo se puede aceptar como una dimensión u horizonte utópico. Lo cual quiere decir que un pensamiento como el de Foucault cumple una función nada desdeñable, en tanto crítica de la institucionalidad de una sociedad surgida de la modernidad occidental. Todo lo cual es aceptable a condición de que tengamos presente la observación que ya hacía Hegel a propósito de la Revolución Francesa, según la cual las instituciones son tan sólo la respuesta al vacío que las revoluciones engendran; el vacío institucional sólo engendra un período de terror, como se dio en la Revolución de 1789, en donde la nobleza de los ideales no hizo sino engendrar el horror de la represión.
Foucault se hace eco del grito de las subjetividades en una sociedad opresora; Foucault no es más que la conciencia autocrítica de la sociedad moderna; su pensamiento es una denuncia más que una propuesta; detrás de su inquietante y fascinante reflexión, subyace la exigencia de una nueva utopía de la sociedad occidental que, al llegar a su culminación histórica con el dominio planetario, sólo encuentra sus propios límites, no sólo hacia adelante con el azar, es decir, con lo imprevisible, sino incluso hacia atrás y hacia dentro descubriendo que la racionalidad de sus instituciones las más de las veces surgió del terror y sólo engendra la irracionalidad de la represión como respuesta. La razón en su función crítica no es más que la conciencia de los límites, decía Kant.
La racionalidad occidental, desnudada por la crítica foucaultiana, demuestra que su único fundamento es la voluntad de poder. Lo cual nos lleva a concluir que en la crítica de Foucault, vista con ojos de filósofo que se sitúa en la periferia de Occidente, emerge de manera vigorosa una clara conciencia de que Occidente ha llegado a sus límites. Por lo que hoy se impone al pensamiento, sobre todo de las ciencias sociales y humanas, como tarea prioritaria, la articulación de una nueva utopía para que la humanidad siga mereciendo su condición de HUMANA. Un repensar radical se impone para que la razón se traduzca y exprese en razones para que la vida tenga sentido. Séanos, por ende permitido, a guisa de conclusión, recordar una vez más el pensamiento del viejo Platón, quien sostenía que lo importante de la vida no es tanto el hecho de vivir, sino las razones que se tienen para seguir viviendo. Al planetarizarse, ¿ha perdido la civilización occidental su racionalidad, o no ha sino más bien que no ha hecho sino descubrir los límites de lo que consideraba ”racional”?
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