El tema merece unos minutos, porque a veces los análisis aún lo hacen a la sombra de esa visión al abordar fenómenos actuales.
Los partidos de esos dos campos reflejaban las tensiones entre lo tradicional y la modernización, bajo las cuales latían anteriores y nuevas contradicciones sociales. Grosso modo, los conservadores reflejaban a la élite económica y social, a los grandes terratenientes, y defendían la continuidad de la estratificación de clases y tradiciones, muy vinculados a la Jerarquía Católica y a la cúpula militar. Eran retrógrados, adversaban los cambios sociales y promovían la estabilidad y el orden.
A su vez, los partidos del campo liberal se vinculaban a la burguesía comercial y al capital manufacturero emergente, a los profesionales urbanos y los sectores medios, con seguidores entre quienes aspiraban a mejores medios de sustento y mayores libertades y derechos políticos. Promovían la separación entre la Iglesia y el Estado, la educación laica, las reformas agrarias, la democratización y la reducción de las desigualdades económicas. Entre ellos quedaban resabios de la revolución liberal que en siglo XIX había quedado inconclusa.
Sin perder de vista que en la diversidad latinoamericana abundan matices. En general, los partidos del campo conservador prohijaban políticas proteccionistas que defendían las propiedades e intereses criollos frente a la competencia extrajera, favorecían el mantenimiento de grandes latifundios, así como la inversión extranjera en infraestructura cuando no amenazase el control de las élites locales, y priorizaban la estabilidad monetaria y fiscal, evitando las políticas que pudiesen general inflación o endeudamiento.
A su vez, los liberales abogaban por el libre comercio y la reducción de aranceles para propiciar la competencia y la innovación, promovían reformas agrarias para redistribuir la propiedad agraria y ampliar el mercado interno, procuraban la industrialización, la diversificación económica y la industrialización para mermar la dependencia de la exportación de materias primas, y se interesaban en la educación y salud públicas para impulsar la formación de capital humano.
Pero no siempre ese cuadro comparativo fue nítido, en un Continente donde no faltaban las distorsiones causadas por el clientelismo y la corrupción. Además, se dieron algunas grandes excepciones, producto de las respectivas historias locales, como lo fueron el nacionalismo revolucionario mexicano y su réplica peruana en el aprismo original, así como el trabalhismo (laborismo) brasileño y el peronismo como grandes partidos obreros no‑socialistas. Tuvieron en común hacerse cargo, en sus respectivos países, de gran parte de la agenda liberal.
Además, tras el arribo de inmigrantes y la influencia de las internacionales políticas europeas, aparecieron partidos socialistas y comunistas que, aunque minoritarios, en determinadas coyunturas alcanzaron influencia temporal sobre algunas movilizaciones populares. La socialdemocracia europea encontró afinidades entre algunos liberales locales. La Internacional Socialdemócrata apadrinó a la Acción Democrática venezolana y a los partidos Socialista y Radical chilenos –asimismo ligados al ámbito liberal–, así como la Internacional Demócrata Cristiana auspició al PDC chileno y al PAN mexicano, procurando modernizar la tradición conservadora.
Sin embargo, tras un largo siglo, todo ese gran esquema sufrió un revolcón y desapareció, en el tumulto de los años 80.
En ese decenio empezaron a sentirse mayores efectos socioeconómicos de la tercera y la cuarta revolución científico‑técnica cuando, en los países industrializados, los rápidos progresos en los transportes, las telecomunicaciones y la digitalización hicieron posible interconectar rápidamente, a gran escala, centros de producción y mercados de mundo. Fue la base del fenómeno que se conoció como la globalización. Esta quizás pudo ser de amplio beneficio para todas las naciones pero, sujeta a los intereses, propósitos y dominio de las grandes potencias capitalistas, lo que implantó fue un nuevo sistema mundial de explotación de los países más desarrollados sobre el resto de la humanidad, la globalización neoliberal.
Fue en este contexto que en los años 80 la colaboración de los gobiernos conservadores de Ronald Reagan y Margaret Thatcher unió esfuerzos para impulsar su estrategia económica e ideológica –y su práctica política–, implementada no solo por el poder estadunidense y británico, sino con la ayuda del Fondo Monetario Internacional, el Banco Mundial y otros organismos financieros internacionales. A lo largo de la crisis de la deuda externa y una rápida serie de quebrantos financieros, a las cuales solo ellos ofrecían salida, impusieron el acatamiento de un conjunto de normas, las de la globalización neoliberal: achicar las facultades y funciones de los Estados cediéndolas a la “mano invisible” de los mercados (la de quienes controlan los mercados, que no invisibles), privatizar cuantiosos bienes públicos y la gestión pública en general, reducir los aranceles y desproteger los mercados nacionales, etc., dando lugar a Estos y gobiernos más débiles para gestionar las discrepancias y conflictos distributivos, proteger y salvaguardar a los bienes públicos y los consumidores, el territorio, las políticas públicas y el medio ambiente.
Suelen citarse los devastadores efectos sociales que en consecuencias ese tsunami neoliberal tuvo para la economía popular en la gran mayoría de las naciones, incluso en los países desarrollados. No es necesario reiterar aquí la descripción de la enorme tragedia humana que ello causó; el lector sabe –porque padeció sus efectos– qué fue la “década perdida” de los años 80 y 90 y qué fue y aún es el neoliberalismo. ¿Pero cuáles fueron sus efectos sobre los partidos políticos de la época?
La mayoría de los partidos liberales adoptaron políticas de amplia apertura económica, reducción de aranceles y libre comercio, legitimaron y apoyaron la privatización de empresas estatales con el pretexto de que el sector privado sería más eficiente, y participaron en desregulación de las economías, favoreciendo la marginación del papel del Estado en el control de la economía.
Aunque inicialmente algunas partidos conservadores se resistieron a la desregulación, al cabo apoyaron las políticas de ajuste estructural para estabilizar la economía, y promovieron la inversión extranjera directa como medio de modernizar la economía, y patrocinaron reformas fiscales para reducir el déficit y la inflación, alineándose según las “recomendaciones” del FMI, el Banco Mundial y el BID. Se inició una época de desnacionalización: muchas empresas de capital nacional pasaron a manos de capitales extranjeros.
Así, al alinearse los partidos de ambos campos, más pronto que tarde quedaron indiferenciados -fusionados-, perdieron el significado político y electoral que antes tuvieron, se achicaron y languidecieron. Otro tanto sucedió a los partidos socialdemócratas: al asumir el credo neoliberal, perdieron significación propia, confundiéndose con los del campo liberal. Incluso partidos representativos de las grandes excepciones históricas latinoamericanas ‑el PRI mexicano, el peronismo, el aprismo, el figuerismo y el torrijismo‑ al cabo de unos años se vieron envueltos y arrastrados por el tsunami neoliberal y dejaron de tener el sentido político y electoral de sus pasados tiempos. El oportunismo clientelista corrompió y remplazó a la ideología.
En consecuencia, el espectro político tradicional quedó desplazado por una nueva derecha, uniformada por la ideología neoliberal hegemónica en el discurso de los organismos financieros internacionales, replicado por el discurso político y mediático de moda, crecientemente reflejado en las legislaciones nacionales y las normativas políticas locales. Muchas de las siglas políticas y electorales que por decenios habían dominado el teatro políticos perdieron el sentido que las distinguía, menguaron o hasta perecieron, remplazadas por abreviaturas inventadas a la medida de actores reconvertidos o recién promovidos, como empresarios o aventureros supuestamente outsiders de nuevo cuño en la escena política.
Por otra parte, en algunos casos la ideología y la práctica neoliberales fueron implantados a ultranza a través de regímenes dictatoriales represivos, como los impuestos en Argentina y Chile.
Esa homogenización no ocurrió en el sector de los partidos y corrientes del campo de la llamada nueva izquierda.
Como se recuerda, durante las últimas décadas del siglo XX tanto Estados Unidos como la Unión Soviética sufrieron un creciente desgaste por el costo de su gravosa competencia –económica, política, militar, etc.– por la supremacía mundial. La larga y costosa Guerra Fría entre ambas superpotencias y sus aliados también agotó al Estado de Bienestar europeo y norteamericano, además de privar de recursos a las economías latinoamericanas y de los países del “campo socialista”.
Sin embargo, en los años 80 la adopción de las políticas neoliberales le permitió a Estados Unidos y sus aliados prorratear a escala mundial los costos de su gravosa competencia con Moscú. Mientras, en la URSS el agobiado gobierno de Mijaíl Gorbachov emprendió el ruinoso camino de la perestroika o reestructuración, que a su vez desquició y desarticuló al Estado soviético, llevándolo a colapsar en 1991. Su desplome erosionó tanto el prestigio como la identidad interna de gran parte de los Partidos Comunistas que en Europa y América habían alcanzado alguna presencia.
El colapso soviético tuvo un alto costo político para esa parte de las izquierdas –la izquierda tradicional–, ya que por muchos años los comunistas habían expuesto a la URSS como su modelo y referente (pese a que las primeras generaciones de socialistas latinoamericanos –Mariátegui, Aníbal Ponce– que habían sustentado sus propuestas políticas con base en sus propios méritos, sin hacerla depender de un modelo foráneo). Así, en los años 90 esa merma del prestigio de esta izquierda debilitó su capacidad de denuncia y resistencia frente a la ofensiva neoliberal.
Por un lado, la insuficiencia del “socialismo real” para liquidar las secuelas del estalinismo y mostrar fehacientes mejoras en la vida y desarrollo de las naciones afines a la URSS. Por otro, la pérdida de vitalidad del Estado de Bienestar socialdemócrata. En ambos casos, el neoliberalismo culpaba a una supuesta incompetencia del Estado y de las empresas públicas, y exaltaba tanto la libertad de mercado como el pretendido éxito de la empresa privada desregulados, cuya mayor expresión serían las trasnacionales deslocalizadas o globales. No obstante, mientras se evidenció una rápida bonanza para los grandes inversionistas
–los globalizadores
–, la economía popular y de la clase media, y la situación de los países subdesarrollados
–los globalizados
–, sufrió una dolorosa erosión.
Así las cosas, a finales del primer decenio del siglo XXI en América Latina los partidos tradicionales estaban atrapados en el tsunami neoliberal, pero la situación popular tenía sobrados motivos para rechazar las perversiones y calamidades ocasionadas por las políticas neoliberales. En esas condiciones, correspondió sobre todo a las organizaciones y voceros de una llamada “nueva izquierda” darle voz y argumentos ese sentimiento de las capas medias y el pobretariado.
A la conformación de esa nueva izquierda contribuyeron en la época disímiles actores, como una cultura académica de izquierda acumulada en las universidades públicas y el movimiento estudiantil, las colectividades influidas por los sucesos revolucionarios europeos de 1968 –especialmente las Primaveras de Praga y de País–, así como por lo que se conoció como el Eurocomunismo, y por el fidelismo y el guevarismo remanentes de la época de las guerrillas, la literatura trotskista, la izquierda cristiana promovida por la iglesia popular y teología de la liberación, así como segmentos residuales del nacionalismo revolucionario y de la izquierda liberal, amplio conglomerado que en su conjunto no se sintió extraviado sino emancipado por el colapso del marxismo soviético.
Este plural conjunto de actores coincidió en ser el más asiduo crítico tanto de las deficiencias teóricas y técnicas de la dogmática neoliberal como de las pérdidas de patrimonio de cada país y de la crisis de la soberanía y la autodeterminación nacionales, a la vez que de los desastres sociales precipitados por la aplicación de las políticas neoliberales –desempleo, carestía, suicidios por deudas, desmantelamiento del movimiento obrero y eliminación de derechos sociales adquiridos, etc.
Por lo tanto, ante amplios sectores sociales, los voceros y representantes de estos grupo pasaron a ser las figuras y nombres diferentes y opuestos al coro indiferenciado y desprestigiado de las organizaciones y actores políticos tradicionales. Lo que explica que en muchos países, al volver a convocarse a elecciones, estos eran las voces y rostros potencialmente contrarios a “los mismos de siempre” justificadores e instrumentadores de la tragedia social en curso.
Así, fue natural que entre 1998 a 2008 muchos electores votaran por los candidatos de esa nueva izquierda.
En esos diez años, en muchos países latinoamericanos diversos candidatos críticos del sistema político imperante, procedentes de la izquierda o centro‑izquierda, ganaron las elecciones o estuvieron cerca de lograrlo. A simple vista, eso pudo dar pie a una exagerada impresión de que las mayorías latinoamericanas habían preferido sumarse masivamente a las alternativas de izquierda.
Más que eso, estas mayorías prefirieron votar por los candidatos críticos de la mala situación existente, ya sintiéndose menos prejuiciadas por los antecedentes de esos candidatos pues, tras la desaparición del bloque soviético la propaganda anticomunista había perdido incidencia. Muchos votantes estuvieron más abiertos a probar suerte con la clara opción de cuestionamiento a las élites que en el gobierno habían causado su situación. Al preferir la alternativa contraria a la casta política gobernante, la mayoría eligió candidatos que venían de la izquierda o triunfaron con su apoyo, o de una de sus partes.
Sin embargo, esta rebelión antiélite llevó a esa izquierda al Gobierno, pero no al Poder. A dominar el ejecutivo sin dominar al parlamento, ni al órgano judicial. O en otros casos, por ejemplo, al llegar al gobierno nacional sin dominar la mayoría de los estados federales y alcaldías... ni a las fuerzas armadas. Tal como en las victorias de Lula en Brasil –no por esos menos brillantes–, que implicaron que el poder legítimamente logrado en esas elecciones era un poder sujeto a limitaciones de facto.
Así, esto implicó que los representantes de la derecha política sufrieron un revés en las elecciones, pero sin que la derecha económica perdiera sus medios empresariales y financieros de poder efectivo, ni su dominio de los medios fundamentales de comunicación periodística e influencia sociocultural.
La oleada latinoamericana de victorias electorales no fue, pues, resultado de una situación revolucionaria. No fue una insurrección de masas como la que siguió en Cuba a la ofensiva final del Ejército Rebelde en 1959, que se tradujo en una derrota total de la derecha y la posibilidad de intervenir casi todas las instancias del poder –económicas y financieras, policiales y militares, políticas e institucionales, mediáticas, etc. –; esto es, un cambio completo del sistema de poder. A lo cual se sumó en aquel momento la promesa soviética de apoyar al proceso revolucionario.
Esto es, la oleada progresista latinoamericana de 1998-2008 no fue más de lo que en efecto fue: una victoria electoral suficientemente categórica para ser reconocida y acatada, dando lugar al traspaso del Órgano Ejecutivo, una parte del Legislativo y algunos gobiernos locales, sin derrotar a la derecha como tal en todas sus estructuras de poder.
Lo que no subestima sino que destaca la significación de las victoria logradas. Primero porque la izquierda no había tenido antes tales éxitos, ni casi nunca las élites y las derechas latinoamericanas habían sufrido y reconocido semejantes reveses. Segundo, y sobre todo, porque las realizaciones de esos nuevos gobiernos de izquierda no fueron poca cosa.
En distinto grado según las diferentes realidades nacionales, en general la gestión progresista logró una relevante mejora de la soberanía popular y de la ciudadanía. A la vez que implicó significativos progresos en la lucha contra la desigualdad, la pobreza, el hambre, las marginaciones y discriminaciones, así como mejoras al acceso popular al empleo, a la educación general y especializada, a los servicios sociales de salud y a la vivienda. Por primera vez en muchos años, millones de pobres pudieron comer tres veces al día…
Esto fue posible porque la nueva forma de gestión pública así lograda reivindicó las responsabilidades sociales y la autoridad del Estado frente al mercado, achicadas tras el tsunami neoliberal, que las había deprimido, en obediencia a su dogma de inflar “tanto el mercado como sea posible y achicar al Estado a tan poco como sea indispensable”.
Al propio tiempo, la independencia y autodeterminación de nuestros países, y la solidaridad inter-latinoamericana, alcanzaron meritorios avances, como lo reflejaron la constitución de Unasur y la Celac, a despecho del tradicional control imperial de nuestro Continente.
La mayor crítica de la izquierda radical contra la gestión progresista fue la de no haber decidido dar el “salto” y convertir esa oportunidad en una Revolución, que remplazara el sistema capitalista por el socialismo. Pero ello hubiese significado desacatar la voluntad democrática de sus electores, quienes no votaron por hacer esa revolución ni estaban en disposición de sostener ese salto a ultranza, y defenderlo, si los lideres progresistas lo hubiesen pretendido. Para hacerlo posible
antes haría falta desarrollar y asentar en las respectivas sociedades una nueva cultura política, cosa que no había sucedido, ni actualmente ocurre.
Así, desde el inicio del siglo XXI el progresismo, en sus distintas variantes nacionales, se confirmó como el mayor desafío al neoliberalismo en América Latina.
Lejos quedaron los tiempos en que el liberalismo y los conservadores tipificaban el panorama político regional. El neoliberalismo hoy sustituye y a la vez degrada al viejo liberalismo y constituye el portaestandarte principal de la reacción conservadora y sus delirios mesiánicos. En algunos países aún lo hace subdividido en dos o más siglas partidistas que así suman del mismo buitre ambas garras, como los blancos y los colorados en Uruguay, o el PAN y el PRI en México.
Y al mismo tiempo el progresismo constituye el único campo de masas en que las que las izquierdas se conjugan como la fuerza conjunta capaz de desafiar y derrotar democráticamente a esa nueva derecha, restablecer un Estado socialmente responsable y fuerte, y defender la tradición anticolonialista latinoamericana, como el Frente Amplio uruguayo, o el Morena mexicano y su incesante batalla cultural ante los epígonos del neoliberalismo transnacional.
No hay terceras opciones, sino residuos de pasados tiempos, que buscan acomodo en este panorama dual.
Panamá, 13 de diciembre de 2024.
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