“Siglos tarda en crearse lo que ha de durar siglos. […] Lamentémonos ahora de que la gran obra nos falta, no porque nos falte ella, sino porque esa es señal de que nos falta aún el pueblo magno de que ha de ser reflejo, - que ha de reflejar – (de que ha de ser reflejo). ¿Se unirán en consorcio urgente, esencial y bendito, los pueblos conexos y antiguos de América? ¿Se dividirán, por ambiciones de vientre y celos de villorrio, en nacioncillas desmeduladas, extraviadas, laterales, dialécticas…?”
José Martí, 1881[1]
Esto tiene su importancia, porque el lenguaje es la forma material de la conciencia, y ambos interactúan entre sí – y con su entorno– en el proceso de formación de una conciencia nueva, y del lenguaje capaz de expresarla al punto de constituirla en formas innovadoras de práctica social y política. Los neologismos, adjetivaciones y entrecomillados hacen parte de las formas más toscas de este tipo de procesos.
Así ocurre, por ejemplo, al poner entre comillas al “desarrollo” se muestra por un lado que éste ha perdido la autoridad de que alguna vez ofreció, mientras por otro se hace evidente que aún no se dispone de un concepto alternativo que lo sustituya, un problema que se agrava cuando se lo acota con el adjetivo de “sostenible”. Aquí, como dijera en su momento el sociólogo Jason Moore respecto a nuestro propio tiempo,
Las filosofías, conceptos y narrativas que utilizamos para dar sentido a un presente global cada vez más explosivo e incierto son – casi siempre – ideas heredadas de un tiempo y un espacio diferentes. El tipo de pensamiento que creó la turbulencia global de hoy no parece ser el más adecuado para ayudarnos a resolverla.[2]
Como hecho de lenguaje – esto es, de cultura – esta afirmación bien puede ser matizada. El “tipo de pensamiento” y el lenguaje que lo expresa, en efecto, se forman y se transforman al interior de sociedades en las que reciben constante aportes de múltiples grupos y sectores que habitan, por así decirlo, en circunstancias y tiempos distintos. Con ello, dice Gramsci,
Cuando de una concepción se pasa a otra, el lenguaje precedente permanece, pero se usa metafóricamente. Todo el lenguaje se ha convertido en una metáfora y la historia de la semántica es también un aspecto de la historia de la cultura: el lenguaje es una cosa viva y al mismo tiempo un museo de fósiles de una vida pasada.[3]
Esta tensión entre el futuro, el presente y el pasado genera un poderoso factor de interacción entre la cultura y sus expresiones en toda sociedad. Así, por ejemplo, la crítica del pasado en la construcción de opciones de futuro opera en una espiral que pasa una y otra vez por las demandas de sentido del presente.
Veinte años de experiencia convertida en conocimiento habían transcurrido desde aquellas primeras preocupaciones de Martí cuando, en 1891, en el ensayo Nuestra América – que bien puede ser considerado como el acta de nacimiento de nuestra contemporaneidad abrió a debate el estado de la cultura y la política en nuestra región en los siguientes términos:
Lo que quede de aldea en América ha de despertar. Estos tiempos no son para acostarse con el pañuelo a la cabeza, sino con las armas de almohada, como los varones de Juan de Castellanos: las armas del juicio, que vencen a las otras. Trincheras de ideas valen más que trincheras de piedra.[4]
La eficacia de esas armas del juicio, por otra parte, no radica ni en la cultura de que hacen parte ni en el lenguaje que las expresa, sino en la relación entre ambas y el entorno histórico del que hacen parte. La definición de ese entorno equivale, así, a la elección del campo en que ha de librarse la batalla de ideas, en la que se verá favorecida la parte que consiga establecer con mayor claridad lo que busca plantear Moore. “De factores tan descompuestos”, dice Martí,
jamás, en menos tiempo histórico, se han creado naciones tan adelantadas y compactas. […] La incapacidad no está en el país naciente, que pide formas que se le acomoden y grandeza útil, sino en los que quieren regir pueblos originales, de composición singular y violenta, con leyes heredadas de cuatro siglos de práctica libre en los Estados Unidos, de diecinueve siglos de monarquía en Francia.[5]
Ante esa situación, y los problemas que generaba en nuestra sociedad, era indispensable comprender que “allí donde se gobierna, hay que atender para gobernar bien.” Con ello, “el buen gobernante en América”
no es el que sabe cómo se gobierna el alemán o el francés, sino el que sabe con qué elementos está hecho su país, y cómo puede ir guiándolos en junto, para llegar, por métodos e instituciones nacidas del país mismo, a aquel estado apetecible donde cada hombre se conoce y ejerce, y disfrutan todos de la abundancia que la Naturaleza puso para todos en el pueblo que fecundan con su trabajo y defienden con sus vidas.
Por eso, agregaba,
El gobierno ha de nacer del país. El espíritu del gobierno ha de ser el del país. La forma del gobierno ha de avenirse a la constitución propia del país. El gobierno no es más que el equilibrio de los elementos naturales del país.[6]
Para alcanzar una meta tal, era indispensable reconocer que entre nosotros “el libro importado” había sido vencido “por el hombre natural”, como habían vencido “los hombres naturales” a “los letrados artificiales”, con lo cual se hacía evidente que en nuestra América
No hay batalla entre la civilización y la barbarie, sino entre la falsa erudición y la naturaleza.[7]
Era de ese hecho de donde cabía elaborar una visión del mundo dotadas de una ética acorde a su estructura que facilitar negar la entrada, “en la carrera de la política” a quienes desconocen “los rudimentos de la política”. Esto es tanto más necesario ante la necesidad de conocer “los factores reales del país”, porque “el que pone de lado, por voluntad u olvido, una parte de la verdad, cae a la larga por la verdad que le faltó, que crece en la negligencia, y derriba lo que se levanta sin ella.”[8]
Para estos tiempos nuestros, en suma, crear la nueva cultura que facilite llevar la transición en curso hacia un mundo a la vez próspero, equitativo y democrático tanto “hacer individualmente descubrimientos ‘originales’”, sino y sobre todo “difundir críticamente verdades ya descubiertas, ‘socializarlas’”, para convertirlas “en base de acciones vitales, en elemento de coordinación y de orden intelectual y moral.” Se trata, en breve, de que llevar “a una masa de hombres a pensar coherentemente y de modo unitario el presente real y efectivo”
es un hecho “filosófico” mucho más importante y “original” que el descubrimiento por parte de un “genio” filosófico de una nueva verdad que se convierte en patrimonio exclusivo de pequeños grupos intelectuales.[9]
De eso trata, en lo más directo y sencillo, la fe en el mejoramiento humano, en la utilidad de la virtud, y en la necesidad de luchar por el equilibrio del mundo. Allí está el núcleo de la vigencia del pensar martiano en los tiempos que vivimos, que llaman con tal urgencia a ejercerlo.
Alto Boquete, Panamá, 6 de diciembre de 2024
[1] Cuadernos de Apuntes, 5 (1881). Obras Completas. Editorial de Ciencias Sociales, La Habana, 1975. XXI, 163 - 164.
[2] Jason W. Moore: Anthropocene or Capitalocene? Nature, History, and the Crisis of Capitalism. http://scholars.wlu.ca/cgi/viewcontent.cgi?article=1329&context=thegoose
[3] Gramsci, Antonio: Cuadernos de la Cárcel, 2 (1930 – 1932), p. 150. Ediciones ERA, México, 1984.
[4] Ibid. VI, 15.
[5] Ibid., VI, 16-17.
[6] Ibid., VI, 17.
[7] Ídem.
[8] Ibid., VI, 18.
[9] Gramsci, Antonio, 1999: Cuadernos de la Cárcel. Edición crítica del Instituto Gramsci. Ediciones ERA, México. IV, Cuaderno 11 (1932 - 1933): “Apuntes para una introducción y una iniciación en el estudio de la filosofía y de la historia de la cultura”, p. 245 - 247.
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