Los
gobiernos de la nueva derecha, que conspiran contra Venezuela, han comprobado
que la locura que impera en la Casa Blanca puede conducirlos incluso a abrir
las puertas de una agresión militar contra un país hermano de nuestra América.
Andrés Mora Ramírez / AUNA-Costa Rica
Al cabo de
casi dos décadas de experiencias políticas, sociales y culturales de cambio en
nuestra región, con mayor o menor profundización, con más o menos obstáculos en
cada caso, los procesos políticos posneoliberales de nuestra América
enfrentan su hora más difícil: no solo en aquellos países donde los gobiernos
nacional-populares todavía ejercen el poder (Venezuela, Bolivia, Ecuador), sino
también donde las fuerzas y partidos de izquierda asumen, una vez más, el reto
de ser oposición y de reconstruirse para recuperar la iniciativa luego de las
derrotas electorales y el shock de los golpes parlamentarios (Argentina,
Brasil). Sin temor a la autocrítica, conviene reconocer de una vez que lo
que en su momento identificamos como un cambio de época impulsado por
las izquierdas plurales y diversas de nuestra América, hoy se encuentra
estancado, empantanado en una coyuntura sumamente adversa.
Como si
esto no bastara, vivimos en un contexto mundial marcado por dos grandes
fenómenos: uno es la fractura del discurso y la praxis de la globalización
neoliberal, cuyos dogmas se derrumban por los efectos de la prolongada crisis
del capitalismo, la caída del comercio internacional y las contradicciones
entre potencias que dan bandazos entre las soluciones proteccionistas y
librecambistas, sin ser capaces de forjar un nuevo consenso. El otro fenómeno
corresponde a la creciente y peligrosa beligerancia del imperialismo
estadounidense, que se agita y revuelve herido ante las tendencias a la
multipolaridad del sistema internacional y lo que parece ser un
indetenible cambio en la hegemonía mundial, que se desplaza s hacia el eje
geopolítico y económico de Asia.
En nuestra
región latinoamericana y caribeña, la crisis hegemónica del imperialismo se
expresa en el nerviosismo y la impaciencia de la dirección política en la
Casa Blanca, que vocifera y amenaza con intervenciones como en los viejos
tiempos (comprobando así que el soft power del presidente Obama solo fue
una maniobra momentánea, un refinamiento de los modales, pero no una renuncia a
los apetitos imperiales ni a los objetivos mayores de dominación). Washington
no aspira a otra cosa que no sea recuperar el control total de los recursos
naturales y destruir las alianzas estratégicas con China y Rusia, como parte de
la guerra económica y militar no convencional que ya está en curso por la
supremacía global. Por su parte, la nueva derecha, antilatinoamericanista y
abiertamente proimperialista, ha leído en esta actitud agresiva de los Estados
Unidos una bocanada de oxígeno para apuntalar su proyecto de restauración
conservadora, que muy temprano empieza a mostrar desgaste y fisuras.
En este
escenario, el peligro de ser devorados por el imperialismo y la vorágine
destructiva de este tiempo de incertidumbres y recomposiciones, deja de ser una
simple metáfora interpretativa y se convierte en una posibilidad real. Ya los
gobiernos de la nueva derecha, que conspiran contra Venezuela, han comprobado que
la locura que impera en la Casa Blanca puede conducirlos incluso a abrir las
puertas de una agresión militar contra un país hermano de nuestra América.
En
circunstancias como estas, cobra mayor sentido aquella vieja pregunta: ¿qué
hacer?, y la respuesta que en 1993 ensayara Fidel Castro en la reunión del Foro
de Sao Paulo en La Habana, cuando planteó la necesidad de “crear una esperanza
para el futuro” de los pueblos, un proyecto movilizador, a partir de la
integración política y económica. “Es una cuestión vital, es una
cuestión de supervivencia, estamos viviendo en un mundo de grandes gigantes
económicos e industriales, de grandes comunidades económicas y políticas. ¿Qué
perspectivas de independencia, de seguridad y de paz, qué perspectivas de
desarrollo y bienestar tendrían nuestros pueblos divididos? (…) ¿Qué menos
podemos hacer nosotros y qué menos puede hacer la izquierda de América
Latina, que crear una conciencia a favor de la unidad?”, dijo Fidel en
aquella ocasión.
Los tiempos
que corren no son los más favorables para hablar de la integración, lo sabemos.
Y es cierto que los gobiernos posneoliberales, más allá de la retórica, dejaron
muchas tareas pendientes para consolidar las instituciones y mecanismos de la
integración emancipadora diseñada en torno al ALBA, UNASUR y CELAC. Pero
también creemos que, más temprano que tarde, es posible que vivamos una nueva
oleada progresista (las crisis de los gobiernos de Temer en Brasil y Macri en
Argentina dan una señal en ese sentido) y es preciso que no abandonemos la
batalla de ideas por la construcción de la unidad latinoamericana y caribeña
como horizonte de época.
Los
procesos políticos pueden sufrir reveses coyunturales, pero las ideas son las
que dan aliento a las resistencias, las luchas sociales y la búsqueda de
alternativas en el largo plazo. Ahí es preciso seguir disputando la
hegemonía. Se nos impone, desde todos los frentes, reivindicar la idea de la
integración como proyecto histórico necesario, en medio
de las difíciles condiciones de nuestra época. Todo está por hacer, y esa es
una oportunidad. En ello nos jugamos el futuro, la paz y el derecho a una vida
mejor para nuestros pueblos. Y también, la posibilidad de construir el equilibrio
del mundo que alguna vez José Martí soñó como la gran contribución de
nuestra América a la civilización moderna.
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