La restauración de modelos
empresarial-neoliberales radicales en Argentina y Brasil ha demostrado la
fragilidad de las conquistas y derechos de los trabajadores en una era de
debilitamiento global del proteccionismo social.
Juan
J. Paz y Miño Cepeda / Firmas Selectas de Prensa Latina
Al comenzar el siglo XIX, la
mayor parte de Europa todavía conservaba muchos rasgos de la economía medieval.
Pero desde fines del siglo XVIII, la revolución industrial (vapor) nacida
en Inglaterra había comenzado a carcomer ese pasado. Sin embargo, hasta 1830 la
industrialización en Francia fue lenta, mientras en Alemania, Bélgica y Rusia
despegó a gran escala a partir de 1850. El progreso del capitalismo aceleró el
desarrollo que, a fines del siglo XIX, tuvo un impulso fenomenal con la segunda
revolución industrial (petróleo y electricidad) y las gigantescas empresas
(monopolios),que posibilitaron el salto a la era del imperialismo capitalista.
En sus orígenes, la
situación de la clase obrera era impactante: jornadas que sobrepasaron las 14
horas, salarios ínfimos, empleo de mujeres y niños en peores condiciones que
las de los hombres, hacinamiento en barrios miserables, proliferación de
enfermedades y ausencia de derechos laborales.
Los obreros comenzaron
huelgas, marchas y protestas; los “ludistas” se lanzaron contra las
máquinas, mientras las leyes los persiguieron con la pena de muerte (1813); la
Asociación de Trabajadores de Londres (1836) intentó, con la “Carta del
Pueblo”, el sufragio universal y la abolición del certificado de propiedad para
ocupar el parlamento; en 1847 se logró reducir la jornada a 10 horas; y hasta
mediados del siglo XIX las luchas obreras intentaron conquistar derechos, en
medio de constantes y hasta sangrientas represiones.
Necesariamente surgieron
reformadores sociales y utopistas. En Francia, los clérigos Lamennais y Lacordaire
encabezaron el Movimiento Católico Liberal; el rico industrial textil británico
Robert Owen ideó las cooperativas obreras con comedores y escuelas, además de
impulsar la jornada de 8 horas; aparecieron otros socialistas utópicos (Saint
Simon, Fourier), así como los anarquistas (Proudhon, Bakunin, Kropotkin).
En 1836 se fundó en París la
“Liga de los Justos”, que en 1847 se transformó en “Liga de los Comunistas”; en
1848, sobre una nueva revolución europea, apareció el “Manifiesto Comunista”,
de Karl Marx y Friedrich Engels; y en 1871 los obreros por primera vez tomaron
el poder en “La Comuna” de París. Mientras estos hechos ocurrían en la
convulsionada Europa, nuestra América Latina seguía su propio rumbo.
Después de las gestas por la
independencia (entre 1808 y 1824), en el continente surgieron las distintas
repúblicas. Todas pre-capitalistas. Las confrontaciones entre “liberales” y
“conservadores”, los caudillos o las dictaduras, que caracterizaron al siglo
XIX y se extendieron en diversos países hasta bien entrado el siglo XX,
ocuparon la atención política. Pero era una lucha entre élites dominantes,
porque en la economía predominaban haciendas, latifundios y plantaciones,
todavía con esclavos (hasta mediados del siglo XIX) y mayoritariamente con
campesinos e indígenas sujetos a variadas formas de servidumbre. No existía
clase obrera, porque no hubo industria, una rama de la producción que sólo
creció en contados países a fines del siglo (Argentina, Brasil, México).
Así la clase obrera, el
“proletariado” latinoamericano , en el conjunto de la historia de la región, es
un sector que surgió en el siglo XX, conforme avanzó el desarrollo capitalista,
siempre frenado por el peso del régimen terrateniente y el dominio oligárquico
que impidió, incluso , la formación de una “burguesía” modernizadora, un hecho
que contrasta con lo ocurrido en Europa.
Pero, también, los
trabajadores latinoamericanos de la incipiente industria sufrieron el peso de
la explotación: jornadas extenuantes, salarios miserables, organizaciones
perseguidas, luchas reprimidas, explotación laboral y marginación social, en
tanto se enriquecían con esas condiciones, tanto los empresarios-propietarios
como las antiguas oligarquías de terratenientes, comerciantes y banqueros. Karl
Marx estudió la explotación capitalista en Europa, tomando como ejes a
Inglaterra y Alemania; pero no pudo estudiar las condiciones económicas y
sociales de América Latina donde la situación laboral era peor de lo que
examinó en su célebre obra El capital.
En América Latina, sólo con
el avance del siglo XX empezó la legislación social, y prácticamente a mediados
del siglo estaban reconocidos los principales principios y derechos laborales,
al menos en forma teórica, pues siempre fueron violados de una u otra manera.
Un papel importante en ese progreso tuvieron los intelectuales sensibilizados
con la “cuestión social” latinoamericana; pero también gobiernos progresistas
(como los “populismos” de izquierda surgidos entre las décadas de 1920 y 1940
en Ecuador, Brasil, Argentina o México), que impusieron políticas de Estado
para atender a los sectores populares y a las clases trabajadoras.
La era del neoliberalismo
latinoamericano, a partir de la década de 1980, fue un golpe histórico a las
conquistas laborales y a los derechos de los trabajadores, que sufrieron
fuertes retrocesos, porque la flexibilidad y la precarización laborales se
impusieron.
En contraste, el ciclo de
los gobiernos progresistas y democráticos en América Latina a partir del inicio
del nuevo milenio, renovó el proteccionismo social, con políticas de Estado en
servicios y obras de amplio beneficio, así como garantizando derechos
laborales. Se creyó que no habría retrocesos. Pero la restauración de modelos
empresarial-neoliberales radicales en Argentina y Brasil ha demostrado la
fragilidad de las conquistas y derechos de los trabajadores en una era de
debilitamiento global del proteccionismo social.
Lo sucedido en Brasil debe
observarse con atención. Allí acaba de aprobarse (el martes 11 de julio/2017)
una legislación laboral cuyos ejes son: privilegio del acuerdo entre patronos y
trabajadores por sobre la ley; se podrá pactar jornadas hasta 12 horas diarias
y 48 a la semana; se pone término a la remuneración de horas
extraordinarias; divide las vacaciones en tres partes; legaliza la
tercerización; introduce la jornada “intermitente”, con salarios por horas o
jornada, pero no mensual.
Se cree que, con semejantes
“medidas”, se podrá salir de la crisis, poner al país en marcha, favorecer al
emprendimiento privado y fortalecer la producción. No importa el costo social.
En la realidad es un retroceso de siglos históricos de lucha obrera y avance
humano, bajo un gobierno atravesado por la corrupción y unos empresarios, tan
vinculados a ella, que no tienen empacho alguno en aplaudir semejante
esclavitud en el siglo XXI, orquestada al ritmo de la “libertad” económica.
Tiene razón el profesor José Dari Krein, del Instituto de Economía de la
Universidad Estadual de Campinas (Unicamp), al calificar el hecho como un
“desmonte de los derechos históricamente adquiridos”.
Esa legislación marcará el
comportamiento de otras élites latinoamericanas que ven en Brasil un ejemplo
digno de seguir. De manera que América Latina parece estar entrando a un nuevo
momento histórico de restauración capitalista, en el cual la modernidad
globalizada no impide que se retorne a las primeras épocas de vigencia del
capitalismo mundial, cuando los obreros carecían de elementales derechos y
garantías sociales.
Desde luego, este nuevo
momento histórico ha evidenciado, además, que tampoco surgió en la región una
“burguesía” capaz de tener alguna conciencia de progreso social y laboral. No
hay más mecenas ni reformadores que provengan de las capas ricas. Un “Owen”
latinoamericano que confronte a su propia clase, o un aristócrata como Saint
Simon que piense en la utopía de un socialismo de beneficio común.
En América Latina sigue
siendo un problema la existencia de élites ricas, propietarios insensibles y
empresarios simplemente acumuladores, que reniegan de cualquier signo destinado
a la redistribución de la riqueza para el adelanto humano de amplias mayorías
de la población.
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