Era inevitable que las contradicciones estallaran, era solo cuestión de tiempo que el presidente quedara expuesto. Finalmente ocurrió cuando, hace pocos días atrás, se divulgó el registro de un encuentro que tuvo lugar a fines de noviembre. El presidente, en este caso, es un sultán, y su tarea es dirigir la cumbre del cambio climático en Dubái (Emiratos Árabes Unidos), con la participación de casi 200 países.
Eduardo Gudynas / Brecha
El encuentro está enmarcado en la conferencia de las Naciones Unidas y su objetivo es evitar que sigan aumentando la temperatura promedio global y los desarreglos climáticos que esta acarrea. La ciencia contemporánea sostiene que la principal causa son las emisiones de gases, tales como el dióxido de carbono o el metano, que provienen, en primer lugar, de la quema de combustibles fósiles, como los hidrocarburos y el carbón, y, en segundo lugar, de la deforestación y ciertas prácticas agropecuarias.
La situación no ha dejado de agravarse. Desde hace años se intenta que esa convención acuerde medidas inmediatas para reducir drásticamente las emisiones de esos gases y así evitar un colapso ecológico generalizado. Se requieren planes para rápidamente despetrolizar y descarbonizar las economías nacionales. Esa es la tarea del presidente de esa cumbre, el sultán Ahmed Al Jaber.
Entonces estalló el escándalo: en sentido contrario de aquel mandato, el sultán sostuvo que no existiría una base científica que fundamentara la necesidad de una reducción progresiva de los combustibles fósiles para evitar que la temperatura media siga subiendo y cruce el umbral de 1,5 grados, y, con un tono que parecería de irritación, agregó que si eso se intentara, haría que el mundo «retrocediera a las cavernas». Son posturas que en su esencia desconocen la información científica de las propias Naciones Unidas e incluso los pedidos de su secretario general, António Guterres, quien acababa de decir a los delegados en Dubái que no se podía «salvar a un planeta en llamas con una manguera de combustibles fósiles».
EL CEO PETROLERO
Casi todos esperaban que algo así ocurriera, no solamente porque Emiratos Árabes Unidos es un país esencialmente petrolero, sino porque, además, el sultán Al Jaber es ministro de Industria y Tecnologías Avanzadas, y director ejecutivo (CEO) de la petrolera estatal de esa nación (Compañía Nacional Petrolera de Abu Dhabi, ADNOC, por sus siglas en inglés), una enorme corporación que ostenta el octavo puesto en el ranking de las marcas petroleras más valorizadas del mundo. Mientras se pide que los países alcancen rápidamente un balance neto que sea cero en las emisiones de carbono, ADNOC, la compañía que timonea el sultán, camina en el sentido contrario. Su plan de expansión petrolera es uno de los cinco más grandes del mundo, lo que la convertiría en la industria con el más alto exceso de oferta de petróleo y gas a escala global.
Los dichos de Al Jaber desencadenaron una catarata de reacciones y denuncias en todo el mundo, lo que lo obligó a ofrecer una conferencia de prensa para explicarse. Allí insistió en que creía en la ciencia, pero no resolvió la contradicción esencial que dejó expuesta. El país anfitrión de una cumbre climática y la institucionalidad multilateral aceptaron tener a un ejecutivo petrolero guiando las negociaciones de una convención que debería reducir la explotación y la quema de hidrocarburos. Además, sus declaraciones apelaron a dos conocidos argumentos: por un lado, lanzar dudas o condicionantes sobre los aportes científicos, y por el otro, sembrar el miedo: cualquier restricción implicaría caer en el primitivismo.
NEGACIONISMO Y SUBSIDIOS
Nada de eso es novedoso, sino que es propio del llamado negacionismo, el que arguye que el saber científico no ofrece las pruebas (suficientes o adecuadas) sobre un real cambio en el clima o niega que este se deba a la quema de petróleos, gas o carbón. Esa posición casi siempre agrega que intentar una descarbonización sería un fracaso económico, una involución intolerable, un regreso a una edad de piedra.
Pero esos y otros argumentos carecen de fundamento. Existe copiosa evidencia científica sobre un cambio en la temperatura global en progreso y sobre sus consecuencias en el clima planetario y regional. En este 2023 se vienen quebrando récords de anomalías climáticas de todo tipo, y ya en noviembre la temperatura global promediada estuvo dos grados centígrados por encima de las referencias que corresponden a 1850-1900 (antes del uso masivo de combustibles fósiles). Todo eso se articula con otros problemas, tales como aguas marinas más acidas y la extinción de especies, lo que nos lleva hacia crisis ecológicas planetarias.
También existen muchas pruebas que muestran que el sector petrolero no produce la riqueza que proclama, sino que está ocurriendo lo inverso, ya que es financiado por los gobiernos y las sociedades. El Fondo Monetario Internacional estima que los subsidios a los combustibles fósiles totalizaron 7 millones de millones de dólares en 2002, o sea, unos 800 millones de dólares por hora –una cifra apabullante–. De esas transferencias, casi un 20 por ciento se produce en dinero, pero un 60 por ciento implica externalidades, con costos transferidos por contaminación o cambio climático.
Estas y otras evidencias se difunden públicamente, lo que provoca fuertes presiones sobre las empresas petroleras y mineras, calificadas ahora como «grandes contaminadoras». Al mismo tiempo, está cambiando el humor ciudadano, especialmente en los países industrializados, donde se interpretan las olas de calor, inundaciones y sequías como vinculadas al desarreglo climático, lo que lleva a demandar acciones gubernamentales más enérgicas.
EXHIBIENDO EL ENFRENTAMIENTO
Cada vez más acorralados y estigmatizados, parecería que los actores empresariales y gubernamentales decidieron redoblar sus defensas. Cobijaron a uno de los suyos, a un CEO de una corporación petrolera, en el mando de esas negociaciones ambientales, y en tanto la empresa es estatal y del sur, se hace difícil denunciar imperialismo.
Al mismo tiempo, las empresas petroleras desembarcaron en Dubái con un número récord de delegados. Son más de 2.400 representantes de empresas o de sus asociaciones, lo que supera por mucho la suma de todos los delegados de los diez países más vulnerables al cambio climático (que totalizan 1.509 enviados). Ese lobby empresarial incluso supera en número a las delegaciones de cualquier otra nación, excepto las de Brasil y Emiratos Árabes Unidos. Las petroleras, además de tener sus propias voces, también actúan a través de los gobiernos. No debe olvidarse que entre las más grandes corporaciones la mitad corresponde a empresas estatales, nacionales o mixtas (como PetroChina o Petrobras), por lo cual los gobiernos también las protegen.
Los países latinoamericanos no escapan a las tensiones entre la obsesión petrolera y las demandas ambientales. Un extremo es Nicolás Maduro, que, a pesar del reclamo global de depender menos del petróleo, parece dispuesto a que Venezuela invada a la vecina Guyana para poder explotar más hidrocarburos.
El presidente de Colombia, Gustavo Petro, tiene los discursos más originales sobre descarbonización, y los repitió en Dubái, pero la empresa estatal EcoPetrol tiene un programa de inversión de 6,7 millones de dólares y sumaría 360 nuevas perforaciones y 15 exploraciones. Lula da Silva, de Brasil, repitió sus retóricas ambientales y cuestionó a los países del norte, mientras que, al mismo tiempo, Petrobras anunció una «revitalización» con inversiones valuadas en 102 mil millones de dólares y sigue presionando por la exploración petrolera en la desembocadura del río Amazonas. Como puede verse, los negocios petroleros prevalecen sobre las sensibilidades ecológicas.
Algo similar ocurre en el flanco agropecuario, desde donde también se producen gases de efecto invernadero (especialmente metano). Las empresas del agronegocio también actuaron, y recientemente se denunció que incidieron sobre las evaluaciones de emisiones de gases realizadas por la FAO (Organización de las Naciones Unidas para la Alimentación y la Agricultura).
Estas situaciones responden a una confrontación, ahora más intensa y más visible, entre los obsesionados con los negocios petroleros propios de economías seniles y la urgencia por evitar un colapso climático que, a su vez, también será una crisis económica, política y social.
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