La violencia se disparó hasta límites que solo habían sido alcanzados por países vecinos catalogados hasta hace muy pocos años como los más violentos del mundo. Los muertos a balazos a quemarropa son el pan de todos los días; la violencia contra la mujer se ha disparado. En fin, que todos los indicadores que caracterizan a la violencia social se han hecho presentes.
Rafael Cuevas Molina / Presidente AUNA-Costa Rica
Costa Rica se preció siempre en la región de ser un país “diferente”. En ese contexto regional en el que privó la violencia en la resolución de los problemas entre las élites, en este país predominó el consenso sobre la represión y el diálogo sobre el enfrentamiento. Esta fue una de las banderas de su “especificidad”, de su identidad o de lo que, más tarde -ya dentro del panorama neoliberal- llamaron su marca país.
Sustento de esta identidad -que, por demás, enorgullecía a sus habitantes- fue un sistema educativo robusto, servicios de salud extendidos y de calidad, un sistema político atenido a las normas de la democracia liberal e infraestructura estatal que aseguró suministro de comunicaciones y electricidad.
Sobre esta base estructural se pudo erigir con éxito el imaginario de un país de iguales, en el que las diferencias se resolvían civilizadamente a través de canales institucionalizados en el participaban y respetaban todos. La violencia era un rara avis que se veía ejercer más allá de las fronteras, y los momentos de su historia en la que prevaleció como una anomalía que había sido solo pasajera y para corregir, precisamente, el desvió del rumbo que los caracterizaba.
Con esta imagen de sí mismos, veían a sus vecinos, especialmente al resto de centroamericanos, con cierto desprecio, con la actitud de quien ve lo rústico y lo bárbaro desde el balcón de la civilidad. Se sintieron siempre vacunados contra eso de por vida, como si les hubieran inoculado los anticuerpos contra la barbarie al nacer junto a la vacuna contra el sarampión, la tuberculosis y la hepatitis. Hubo autoridades máximas de la nación que llegaron a decir en actos públicos que los costarricenses traían la paz en los genes, es decir, que era algo así como una determinación biológica que los hacía incapaces para la violencia.
Un presidente emblemático del siglo XX, José Figueres Ferrer, quien junto con su partido socialdemócrata (el Partido Liberación Nacional) fue gestor de muchas de las iniciativas que dieron como resultado esa sociedad “mesocrática”, es decir, de clase medias satisfechas, se dejó decir que lo que pasaba era que los costarricenses estaban “domesticados”; y un escritor guatemalteco, Mario Roberto Morales, quien vivió parte de su exilio de los años de la violencia centroamericana de la segunda mitad del siglo XX en Costa Rica, de alguna forma certificando esa visión de una Costa Rica feliz y despreocupada, pero también frívola y superficial, la caracterizó como el playground de Centroamérica.
Ciertos estudios que circularon por las redes sociales en la segunda década del siglo XXI, calificaron a este país, que se consideraba a sí mismo “la Suiza de Centroamérica”, como “el país más feliz del mundo”, y entonces su lema nacional del “pura vida” (que se usa como saludo consuetudinario) circuló como emblema que atrajo visitantes que querían conocer el vergel pacífico en donde todo era “coser y cantar”.
A partir de la década de los ochenta, sin embargo, las cosas empezaron a cambiar. En primer lugar, porque el modelo neoliberal que se empezó a implementar fue desmantelando ese Estado de bienestar que era la base del país de “igualiticos”, pero también porque las fuerzas políticas, que antes fueron propulsoras de las políticas sociales que ahora eran desacreditadas, se convirtieron en maquinarias electorales de las que se aprovecharon oportunistas que hicieron de la corrupción una práctica común.
El modelo neoliberal acrecentó ostensiblemente la riqueza, pero la distribuyó muy mal. En el paisaje urbano aparecieron los condominios amurallados y las calles a las que se debe entrar franqueando una barrera; las casas ofensivamente lujosas junto a extensos poblamientos de casas precarias; centros comerciales en donde se pueden adquirir marcas parisinas, neoyorquinas o italianas cerca de supermercados en donde no hay ni estantes para la mercadería, pero que venden a precios más accesibles a quienes el salario no alcanza.
Es decir, que el neoliberalismo marcó al país con una enorme brecha social. El reino de las oportunidades, en el que la educación era un verdadero canal de movilidad social, fue desapareciendo paulatinamente. Y para terminar de empeorar las cosas, la ruta del tráfico de drogas hacia el norte se entronizó de tal forma que actualmente Costa Rica es el principal exportador de cocaína a Europa.
De tal forma que los jóvenes, que antes eran apañados por un Estado que brindaba una red de seguridad se vieron no solo desamparados, sino frente a una oportunidad de ganancia fácil y rápida corporizada en el narcotráfico que, de alguna forma, era la alternativa a su situación de indefensión y marginación.
Y, como si fuera parte de un plan preconcebido, llegó la gota que colmó el vaso: el 8 de mayo de 2022 llegó al gobierno, en calidad de presidente de la República, un señor hasta entonces desconocido en el país, Rodrigo Chaves. El señor Chaves instauró un estilo populista de derecha que polarizó aún más a la sociedad que ya se encontraba escindida por sus condiciones materiales de existencia: la principal característica de su gestión no fue la realización de obra, sino la de ser canal o altavoz del descontento prevaleciente. Como si fuera un ciudadano malcriado y grosero anónimo, utiliza la tribuna que le ofrece su alto puesto para despotricar semanalmente contra los que la mayoría considera que son los causantes del estado en el que se encuentra el país.
Como se puede observar, se trata de un caldero con varios ingredientes que está en ebullición. La violencia se disparó hasta límites que solo habían sido alcanzados por países vecinos catalogados hasta hace muy pocos años como los más violentos del mundo. Los muertos a balazos a quemarropa son el pan de todos los días; la violencia contra la mujer se ha disparado. En fin, que todos los indicadores que caracterizan a la violencia social se han hecho presentes.
El presidente, jolgorioso, dijo en alocución pública que no había que hacer caso de lo que sucedía, porque quienes estaban involucrados eran los narcotraficantes que se peleaban entre sí por sus zonas de distribución y venta, y que a la gente común y corriente esto no debía importarle porque no les afectaba; algo totalmente falso, cuando hasta niños y bebés han perdido la vida en esa ola de violencia que cada día es mayor.
Las implicaciones del viraje que ha dado el otrora jardín de paz son espectaculares, y están afectando incluso algunas de las actividades emblemáticas del modelo de desarrollo. Es el caso del turismo, que por primera vez desde que se instauró como uno de sus motores conoció un descenso en los últimos seis meses, lo que tiene preocupados a tirios y troyanos, aunque el gobierno del señor Chaves no parece acusar todavía el golpe.
Esta es la situación de Costa Rica, terriblemente deteriorada, con mucha gente asustada y otra muy enojada, y donde parece no avizorarse la salida del túnel. La muestra del tipo de país que posibilitó que todo fuera diferente está en lo que ya se vivió en el pasado, no hay que quebrarse mucho la cabeza, porque a diferencia de otras partes, se trata de algo relativamente reciente cuyos restos incluso aún perviven deteriorados en la sociedad. Claro que estamos en otro momento histórico, y lo que ameritaría sería una lectura crítica y actualizada de él, pero parece que no hay quien se siente a hacer este ejercicio que debería ser colectivo, ciudadano, y que sin duda ayudaría a salir del marasmo.
Estando así las cosas, a un año de las elecciones presidenciales Costa Rica se tiñe de incertidumbre.
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