Hoy por hoy, Panamá es uno de los pocos países que ha levantado un velo de opacidad --no sabemos si deliberado o no-- sobre todo lo relacionado con los organismos genéticamente modificados o transgénicos.
Pedro Rivera Ramos / Para Con Nuestra América
Desde Ciudad Panamá
La agricultura panameña representa un sector muy importante de la economía nacional como fuente de empleos y de ingresos y porque en muchas regiones es la principal actividad económica. Juega un papel fundamental en el suministro de alimentos para la población, garantizando la seguridad alimentaria y la estabilidad del sector rural. Hoy tiene una participación muy pobre en el Producto Interno Bruto de la nación, con un 2.45% reportado en el año 2023 --en 1950 llegó a ser del 29%-- y se encuentra enfrentando desafíos por su baja productividad, competitividad, erosión de suelos y una aplicación muy reducida de las innovaciones tecnológicas, entre otros problemas.
De allí que algunos, aplicando un enfoque muy reduccionista a estos desafíos de la producción de cultivos agrícolas, consideraron que la solución a los mismos hay que buscarla en la introducción de las innovaciones biotecnológicas, que, en este caso, están representando las semillas transgénicas. En esta postura, poco importa el consabido principio de que el rendimiento de cualquier cultivo, es el resultado de muchos factores y no de uno solo, y mucho menos “milagroso”, así como los numerosos y sólidos cuestionamientos que se le hacen a una tecnología, que ha demostrado ser errática, imprecisa y peligrosa, para los ecosistemas y para la salud de los seres humanos.
Desde el arribo de las plantas transgénicas en la década de los 90, se han venido reportando diversos tipos de alergias, daños en el sistema inmunológico, en órganos vitales y hasta transferencia de genes con resistencia a antibióticos, atribuidos a los cultivos o plantas transgénicas en la salud de los seres humanos. Asimismo, se estima que pueden aparecer otros efectos, como la alteración del polen que recolectan las abejas por contener la toxina del Bacillus thuringensis y provocar la transferencia involuntaria de transgenes a especies silvestres, a variedades cultivadas mejoradas o locales de la misma familia o género, causando seguramente desequilibrios en los agroecosistemas tradicionales de las comunidades campesinas, lo que en teoría convertiría cualquier contaminación accidental en potencial delito, por la existencia de genes patentados en las plantas transgénicas.
Este tipo de tecnología que conlleva el control corporativo de las semillas, ha sido responsable en gran medida, que más de tres cuartas partes de la diversidad genética agrícola del mundo, se haya perdido en el último siglo y junto con ello, todo el conocimiento y los usos tradicionales contenido en la misma. Este proceso erosivo fue transcurriendo junto con el desarrollo de la industria de certificaciones a los productos agrícolas, los llamados servicios ambientales y el turismo ambiental y ecológico. He allí la principal razón por la que hace más de cuatro décadas, había en el mundo más de siete mil compañías productoras de semillas y hoy solo un puñado controlan más del 95% de las que se comercializan en el mundo.
Sin embargo, y pese a todos estos argumentos, en El Ejido y la Honda, pequeñas localidades maiceras al norte de la provincia de Los Santos, serían los lugares escogidos por las autoridades agropecuarias panameñas, para iniciar en el mes de agosto del año 2011, su peligrosa aventura con los cultivos transgénicos, en un país donde más del 70% del maíz que se cultiva se siembra con métodos tradicionales, siendo la mecanización escasa o nula y casi el 80% que se consume. es maíz importado.
Específicamente en fincas experimentales del Instituto de Investigación Agropecuaria de Panamá (IDIAP), durante dos años se evaluó la tecnología Hércules I de los híbridos de maíz amarillo 30F35H, 30K73H y el blanco 30F32WH,desarrollados conjuntamente entre Dow AgroSciences y Pioneer Hi-Bred Internacional Inc., tolerantes al herbicida Glufosinato de amonio y portadores de la proteína Cry1F del Bacillus thuringiensis. En el primer ensayo no se encontró diferencias significativas entre los transgénicos y el maíz convencional utilizado, y sí en la segunda fase en temporada seca, donde los primeros resultaron más resistentes a las plagas y presentaron los mayores rendimientos. Aun así, los evaluadores recomendaron su siembra, considerando que se observara un mínimo de 400 metros de separación con siembras de maíz convencional y criollos, rotar los suelos cada 3 años con maíz convencional o usando productos químicos, destinar la producción a la alimentación directa o procesamiento para consumo animal y finalmente, prohibiendo guardar, intercambiar o vender semillas de las cosechas transgénicas.
Claro está, que todo este camino se fue allanando con la creación en el 2002 de la Comisión Nacional de Bioseguridad para los Organismos Genéticamente Modificados y con la aprobación del TLC con los Estados Unidos del 2007, que nos obligaba a adherirnos del Acta 78 al Acta 91 de la Unión Internacional para la Protección de las Obtenciones Vegetales (UPOV), pese a los marcados perjuicios y limitaciones que ello conllevaba para nuestros campesinos y fitomejoradores locales. Sin embargo, todo lo lesivo no quedó solo en el paso innecesario de abandonar el Acta 78 de la UPOV, sino en el capítulo agropecuario completo del TLC pactado con la nación estadounidense, que constituye una renuncia absoluta a la independencia alimentaria de nuestro pueblo y una capitulación de la agricultura nacional a las compañías y agricultura estadounidenses.
El entusiasmo que despertó este tipo de tecnología entre los fundamentalistas de las innovaciones biotecnológicas en el sector agrícola panameño, no deja de parecerse mucho, al que hace algunos años surgiera por la producción de biocombustibles en Panamá y en todo el mundo, donde creció repentinamente un arrebato por convertir alimentos como maíz, caña de azúcar, soya, trigo y aceite de palma, en combustible para automóviles, al margen de los millones de hambrientos en el mundo, de la carencia de agua en muchas regiones y de la posibilidad de que esos alimentos, por esa razón, elevaran sus precios en el mercado internacional. Mucho aportaría al desencanto posterior por los biocombustibles, el hecho que se reconociera que, si toda la producción de soya y maíz de los Estados Unidos fuera destinada a la producción de los mismos, no podría cubrir sus demandas de gasolina y Diesel; solo lo haría en un porcentaje mínimo.
Al final, la preocupación principal en nuestro país con esta tecnología y sus otras expresiones, como los transgénicos farmacológicos, industriales o los derivados de la edición génica, consiste en definir, si vamos a producir alimentos para el mercado interno o seremos un campo de experimentación para el mercado externo, a través de la producción de semillas, uso de mosquitos transgénicos como el de Oxitec en el 2014, peces transgénicos como el salmón de Aqua Bounty Technologies o la producción de moscas transgénicas contra el gusano barrenador del ganado. No es tan difícil constatar que en el país no existen, ni tampoco se promueven consideraciones sobre los impactos socioeconómicos y ambientales de la introducción de organismos genéticamente modificados. Una prueba de ello fueron las liberaciones de los mosquitos de Oxitec en una región del distrito de Arraiján, sin estudio de impacto ambiental, ni consentimiento informado previo o una evaluación de riesgos.
Lo cierto es que hoy por hoy, Panamá es uno de los pocos países que ha levantado un velo de opacidad --no sabemos si deliberado o no-- sobre todo lo relacionado con los organismos genéticamente modificados o transgénicos. Protestas rechazando su siembra y comercialización tuvieron lugar en la ciudad capital solo en el año 2013. No existe casi información pública disponible y actualizada sobre los transgénicos y mucho menos un debate objetivo sobre sus riesgos para el ambiente y la salud de los panameños. Tampoco se encuentran reportes de siembras masivas, más allá de una solicitud en el 2011 de importar el arroz transgénico LLRICE62 para consumo humano. En la página web del Centro de Intercambio de Información sobre Seguridad de la Biotecnología (CIISB), solo existen documentos referenciados hasta el año 2019, aunque no cesa el ingreso de productos alimenticios con ingredientes transgénicos.
Ya en un artículo titulado “Transgénicos, Patentes y TLC” escrito hace más de 20 años, advertíamos sobre el drama que representaba para los panameños el consumo de estos alimentos, la falta de información existente y de participación de la población en este tema de vital importancia. Expresamos en ese momento lo siguiente:
“Resulta indudable que desde hace algún tiempo los productos transgénicos vienen ingresando al territorio panameño. Aun cuando la información oficial es inexistente, contamos con fuertes sospechas de que ya llegaron a nuestra dieta, forman parte de la de muchos animales de importancia económica y han hecho su debut en nuestros campos de cultivos. Todo esto está ocurriendo mientras se le niega a la sociedad panameña en su conjunto, la información y el debate sobre las implicaciones y las consecuencias que la tecnología transgénica puede tener sobre la salud humana, el ambiente y la agricultura, principalmente. Hoy día encontrar alimentos transgénicos en las estanterías de nuestros principales supermercados, se está convirtiendo en un hecho casi cotidiano, resultado de los crecientes vínculos comerciales que Panamá tiene con los Estados Unidos, Argentina y Canadá, tres de las principales naciones productoras y exportadoras de organismos transgénicos en el mundo. De esta forma y sumidos en la mayor ignorancia, los ciudadanos panameños adquieren ingredientes transgénicos incorporados a hojuelas de maíz, chocolates, galletas, leche, dulces, papas precocidas, maíz enlatado y la mayor parte de los productos alimenticios a base de soja, que finalmente terminan en sus estómagos, con independencia del grado de inocuidad o seguridad de los mismos.”
Quisimos rematar ese artículo haciendo alusión al TLC que Panamá negociaba en esos momentos con los Estados Unidos, como una oportunidad --todavía vigente-- de defender el desarrollo de una agricultura nacional donde los sistemas agrícolas tradicionales, sean considerados como lo que son, puntales indispensables en la garantía de alimentación sana para la población. Aquí cito el párrafo final:
“La coyuntura del TLC representa la ocasión más propicia que en los últimos tiempos se le ha presentado a la sociedad panameña, para que entre otras cosas, inicie un profundo proceso de defensa de la producción nacional y de protección, conservación y mantenimiento de la biodiversidad agrícola y de los sistemas agrícolas tradicionales vinculados a ella; efectúe un examen riguroso de sus sistemas vigentes de producción de alimentos; realice con la urgencia que el momento exige, el debate sobre las consecuencias sociales, políticas y técnicas de la liberación al ambiente de los organismos transgénicos, o su incorporación peligrosa a la dieta de las panameñas y panameños.”
No hay comentarios:
Publicar un comentario