sábado, 19 de mayo de 2012

Retos y oportunidades de las izquierdas latinoamericanas

Texto de la intervención de Nils Castro en el acto de lanzamiento de su libro "Las izquierdas latinoamericanas en tiempos de crear", el pasado 10 de mayo en Buenos Aires, Argentina, en la Casa de la Patria Grande Presidente Néstor Kirchner, edificio que antes fue la sede de la Secretaría General de la UNASUR y ahora fue asignado a promover el desarrollo de la cultura política y la solidaridad latinoamericana.

Nils Castro  Herrera / Especial para Con Nuestra América

En la actualidad hay gobiernos progresistas o de izquierda democrática en la mayoría de los países sudamericanos y en dos países centroamericanos. Ellos son expresiones de una diversidad que resulta de distintas realidades y procesos nacionales pero, aunque representan diferentes modelos político‑ideológicos y programáticos, coinciden en algunos rasgos muy importantes.

Estos gobiernos son producto de los rechazos sociales y electorales a las calamidades socioeconómicas y morales provocadas por la  imposición del neoliberalismo. En unos países, esos repudios llegaron a ser tan masivos que hicieron colapsar al sistema político tradicional y posibilitaron reformas constitucionales que buscaron “refundar” el Estado[1]. Allí esos gobiernos ahora tienen mayor poder institucional y pueden tomar decisiones más radicales. En otros lugares, esos gobiernos llegaron adonde están a través de elecciones realizadas dentro del viejo sistema político. Por lo tanto controlan menos poder institucional y siguen políticas más moderadas[2].

Lo que todos tienen en común es su origen antineoliberal y, por consiguiente, su aspiración a recuperar mayor soberanía y autodeterminación, así como reconocer las responsabilidades sociales del Estado. Es decir, mejorar la distribución de la riqueza, la justicia y la equidad sociales, fortalecer la salud y la educación públicas, combatir la discriminación y la corrupción, ampliar los derechos ciudadanos, etc. Eso ahora facilita el diálogo y la concertación entre dichos gobiernos, como lo refleja el fortalecimiento del Mercosur, la formación de la UNASUR, la constitución del ALBA y, más recientemente, la creación de la CELAC. Estas iniciativas han podido avanzar porque en cada uno de esos grupos regionales los gobiernos progresistas ejercen una influencia preponderante.

Así, a nivel gubernamental ha progresado la formación de varios foros de diálogo, concertación y cooperación. Ello se ha logrado a través de un manejo pragmático y gradual de las coincidencias e iniciativas de los gobiernos progresistas, abordando asuntos de interés general que hacen factible involucrar asimismo a los gobiernos más conservadores. Sin embargo, el progreso no ha sido igualmente notable en nuestras agrupaciones regionales de partidos y movimientos políticos.

La cuestión está en que la elección de esos gobiernos progresistas no resultó de los atractivos de ofrecer una propuesta de nuevo tipo. Surgió del repudio colectivo al deterioro social y moral que las imposiciones neoliberales le han causado a nuestros pueblos. Así pues, estos votaron contra lo que existía, no a favor de un proyecto alternativo. Y esa respuesta social rechazó tanto a la situación existente como a los partidos, discursos o liderazgos que se habían prestado a administrar y justificar aquellas imposiciones y sus consecuencias.

Pero, además, en la mayor parte de los casos ello sucedió en circunstancias de reflujo de la cultura política de la mayor parte de los electores, a lo cual contribuyó un conjunto de factores que ya conocidos: Los efectos de la abrumadora ofensiva neoconservadora desatada durante los regímenes de la señora Tatcher y el señor Reagan, la claudicación de los liderazgos socialdemócratas que abandonaron sus principios históricos para supeditarse al reinado neoliberal, así como la extinción de las ilusiones guerrilleras, el desmoronamiento del llamado socialismo real y la irrupción temporal de una hegemonía unipolar, lo que no solo ocasionó secuelas políticas, socioeconómicas y militares, sino también equívocos efectos psicológicos, intelectuales y culturales.

Si comparamos las corrientes político‑ideológicas más activas de América Latina en los años 60 y 70 del siglo pasado con las que vinieron después, se constata que en las primeras el denominado “factor subjetivo” del proceso revolucionario estaba mucho más desarrollado que el “factor objetivo”, aunque lo estuviera en la dirección equivocada. Había proyectos revolucionarios que –acertados o no– eran capaces de movilizar audaces vanguardias políticas, dispuestas a tomarse el cielo por asalto a despecho de cualquier riesgo.

Para citar un ejemplo paradigmático, cuando el Che Guevara se alzó en Bolivia, las estadísticas latinoamericanas de pobreza, explotación, hambre y marginación eran dramáticas, pero menos graves de lo que llegarían a ser en los años 90. En otras palabras, cuando arribamos a los finales del siglo llegamos a tener mayores razones objetivas para rebelarnos, pero ya no quedaban proyectos revolucionarios que encaminaran la indignación social en ese sentido[3]. Por lo contrario, en los años 90 ese género de proyectos se había desvanecido sin que otros los remplazaran.

Así, cuando el disgusto de una gran masa de ciudadanos rompió con los actores políticos tradicionales y buscó otras vías, las halló en rebeliones urbanas que defenestraron gobiernos sin haber concebido y preparado otras opciones. Más tarde, encontrando inesperados liderazgos de nuevo tipo, o revalorando algunas organizaciones que ya habían venido constituyéndose, como el Frente Amplio uruguayo o el PT brasileño. Por consiguiente, al volver a las urnas esa masa escogió un camino diferente, no el camino revolucionario ni algún otro ya conocido. Eligió una alternativa que creyó socialmente más comprometida, para cambiar la situación sin volver a pasar por anteriores sobresaltos, autoritarismos, lucha armada ni hiperinflaciones.

En consecuencia, esa masa electoral generalmente votó por actores asociados a las izquierdas, pero no por sus anteriores programas rupturistas. Y estos actores, a su vez, captaron ese voto proponiendo programas de baja tensión, incluyentes y gradualistas para solucionar los reclamos populares más inmediatos. En otras palabras, llegaron al gobierno con la promesa de corregir injusticias y disparates, satisfacer reivindicaciones y humanizar el desarrollo, pero sin haber esclarecido aún cuál podrá ser la hoja de ruta para seguir de este punto hacia los ideales por los cuales las izquierdas antes pelearon. Es decir, sin haber creado otro proyecto estratégico con el cual ir más allá de rescatar principios éticos y resolver las calamidades del tsunami neoliberal.

Con lo cual –de paso– se ha renovado a un viejo antagonista. Porque las derechas y sus mentores, vencidos y temporalmente desconcertados, no perdieron su poderío económico, social y mediático, que ahora les facilita refrescar el aprovechamiento de sus ventajas en el esfuerzo por recuperar el poder político probando un nuevo discurso, imagen y mitos, que nosotros deberemos saber no solo desenmscarar, sino superar.

Así las cosas, las izquierdas latinoamericanas, ahora insertas en un mundo que con la actual globalización y la crisis sistémica ya no volverá a ser el mismo, están frente a un nuevo escenario. La hegemonía norteamericana ya es menos omnipotente, hemos recuperado capacidad de autodeterminación y maniobra, tenemos un variado repertorio de gobiernos progresistas pero, entre tanto, aún no hemos creado un nuevo proyecto de mayor alcance histórico. Este es un reto que demanda un diálogo incluyente y constante, que busque a la pluralidad de nuestras organizaciones y corrientes de ideas, en nuestra región y con las izquierdas nacionales de todo el planeta.

Ninguna actitud sectaria puede resolver esta situación. Intercambiar experiencias, ideas y cooperaciones entre todas las corrientes progresistas es indispensable para fecundar nuestras capacidades creativas, para producir proyectos confiables y factibles. Ya hay una intelectualidad latinoamericana que lo anima a través de diversas páginas de prensa y medios electrónicos. Pero es indispensable sistematizar ese impulso en el interior de los partidos y movimientos, con frecuencia más ocupados en resolver confrontaciones coyunturales que en desarrollar una nueva cultura política y capacidad de previsión estratégica.

Hay fundamentadas razones para ser optimistas. Desde cuando hace 10 años fracasó el golpe de las derechas para derrocar a Hugo Chávez, América Latina ha probado distintas rutas y avanzado a grandes zancadas. Hace poco, Jean‑Luc Mélenchon declaró que hace suyo el modelo organizativo del Frente Amplio uruguayo y la propuesta ecuatoriana de la Revolución Ciudadana, y tiene buenos motivos para decirlo[4]. De hecho, las iniciativas progresistas latinoamericanas están creando objetivos y soluciones válidos para nuestros hermanos de otras regiones del mundo.
Aunque no hemos dilucidado los necesarios proyectos de mayor plazo, seguimos avanzando. Múltiples injusticias se han corregido, millones de latinoamericanos han salido del hambre y la pobreza, han adquirido ciudadanía y recuperado dignidad, y a naciones enteras se les ha abierto un nuevo horizonte de esperanzas confiables.  ¿Dónde radica entonces el problema? Su naturaleza fue identificada y explicada por unos de los mayores exponentes del genio creativo socialista, Antonio Gramsci, hace casi 100 años.

No solo porque hoy gran parte de Sudamérica pasa por una situación donde lo viejo está agónico pero lo nuevo que deberá remplazarlo aún estamos formándolo. Más aún, porque una de las tareas fundamentales que requerimos es volver a actualizar la cultura política socialista de las grandes masas populares y con ellas encabezar los acontecimientos. Superar el rezago de los llamados “factores subjetivos”, para trazarnos una ruta más ambiciosa, adelantarlos a la dramática situación objetiva y construirle soluciones factibles y sustentables.

Es decir, la misión de producir contracultura y edificar una nueva hegemonía cultural que vaya más allá de las actuales circunstancias, una cultura política nueva que pueda prender en las masas y orientarnos por las rutas más apropiadas a cada perspectiva nacional. Eso desborda el papel de los gobiernos progresistas. Los gobiernos administran instituciones en condiciones donde no se puede hacer mucho más de lo que cada situación les permite. Formular un nuevo horizonte, los vías para construirlo y educar a las organizaciones populares necesarias para desbrozar esos caminos, es tarea de los partidos y de las colectividades internacionales de partidos. Si esto se hace o deja de hacer, y cómo se hace, es a los partidos y liderazgos políticos a quien les cabe esa responsabilidad.

Pero esto no puede hacerse según la batuta de ninguna instancia política transnacional, sino a partir de las experiencias y perspectivas nacionales de nuestros propios pueblos. Es decir, como expresiones y como vocación de un pensamiento nacional que, en el caso de los latinoamericanos, no es excluyente sino solidario. Porque entre nosotros ninguna causa material o simbólicamente grande es un ideal ajeno. Panamá recuperó el Canal interoceánico porque esta fue una causa latinoamericana, como la Argentina va a recuperar Malvinas porque este es un compromiso moral de todos los latinoamericanos.

Durante más de medio siglo nuestra América se fecundó con la llegada de ideas revolucionarias que venían de Europa, de Norteamérica y de otras latitudes, que nos ayudaron a entender mejor al mundo y a nuestras posibilidades. Como las ideas emancipadoras aportadas por el liberalismo radical y el socialismo, entre otras. Sin embargo, el caso no era el de “aplicarlas” a nuestras condiciones criollas sino el de informar y animar el pensamiento propio, para que este despegara a conocer y transformar nuestras realidades sin constreñirnos a copiar modelos foráneos, meritorios pero nacidos para cuestionar realidades y expectativas diferentes de las nuestras.

No faltaron quienes nos advirtieran el imperativo de crear nuestras propias aspiraciones e instrumentos. Esa es fue la materia del prodigioso ensayo de José Martí en Nuestra América. Esa fue la pasión que movió a José Carlos Mariátegui. Esa es, por supuesto, una de las pretensiones del libro que hoy presentamos en esta casa de la Patria Grande. Sin embargo, no cabe concluir estas palabras sin evocar a dos contemporáneos que supieron expresar esa idea en la obra de sus propias vidas.

Uno, quien de la experiencia ya vivida en anteriores tiempos del quehacer político hizo resurgir y renovar lo más innovador para abrirle el camino a tiempos nuevos, como lo fue, con su ejemplar compromiso y práctica humana, Héctor Cámpora, que no fue solo el tío de tantos jóvenes argentinos, sino también el de los millares de latinoamericanos que aún tenemos la memoria necesaria para avizorar el futuro y el aspiración de contribuir a moldearlo juntos.

Y el otro, el pensador y maestro de varias generaciones de latinoamericanos, Rodolfo Puiggrós, quien conoció la Patria Grande como a la palma de sus manos, en cuyas líneas supo no apenas leer el porvenir, sino enseñar a leerlo. Si bien otros ya habían señalado que a esta América hay que interpretarla y orientarla con sus propios instrumentos intelectuales y objetivos –como Martí al advertir que del mundo deben ser los vientos que vengan a mecer las ramas del árbol, pero que nuestras han de ser sus raíces–, nadie lo hizo con mayor claridad que Puiggrós al afirmar que:

América Latina y la Argentina para salir del atolladero tienen que pensar y actuar en función de América Latina, necesitan poseer, para ponerse a la altura de la humanidad que nace, una ideología revolucionaria propia, es decir viva y creadora, que se nutra de la ciencia y la experiencia mundiales para superarlas, pero que sea el fruto de los gérmenes específicamente latinoamericanos.
No seremos libres de verdad y no salvaremos de la pobreza y la ignorancia a millones de latinoamericanos, mientras esa ideología revolucionaria nuestra no se adueñe de las masas trabajadoras y las haga artífices de las grandes transformaciones sociales. El colonialismo ideológico siempre acompaña al colonialismo económico y la liberación económica no es posible sin la liberación ideológica.
La creación de esa ideología que interprete las leyes de nuestro desarrollo histórico y las tendencias progresistas y emancipadoras de las masas laboriosas es, a mi entender, la tarea más apremiante y primordial que tenemos por delante los argentinos y los latinoamericanos.[5]

Si en la vida hemos de asumir una misión que le dé sentido a tenerla, esa es la nuestra. Y esta es la hora de cumplirla.


NOTAS:
[1]. Bolivia, Ecuador y Venezuela.
[2]. Por ejemplo, no tienen mayoría parlamentaria, el poder judicial sigue en manos de la derecha, tienen pocos medios para contrarrestar a la prensa reaccionaria, etc.
[3]. Salvo los casos peculiares de Colombia y Perú, que tienen explicaciones históricas y socioculturales específicas de otros géneros.
[4]. “Tomé mis modelos en América Latina”, entrevista concedida al periódico Página 12, Buenos Aires, 3 de abril de 2012.
[5]. En “Las izquierdas en el proceso político argentino”. La Educación en nuestras manos, Edición Especial (Año VII), Buenos Aires, p. 50-54.

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