La presente es la Introducción del material “Socialismo y
poder. Una revisión crítica”, (11 capítulos, 151 páginas) texto que
próximamente estará apareciendo en la nueva iniciativa de publicaciones digitales
de Libros Armonía (portal aún en construcción), colección dirigida por Abel
Samir y que presentará una amplia gama de escritos de ciencias sociales,
política y literatura.
Marcelo Colussi /
Especial para Con Nuestra América
Desde Ciudad de
Guatemala
Hasta ahora
la historia nos demuestra que los seres humanos nos movemos en muy buena medida
por el afán de poderío. De lo cual puede desprenderse, quizá con cierta
ligereza, o con cierta mirada pesimista sobre nuestra condición, que estamos
irremediablemente condenados a seguir repitiendo ese molde. El colmo de ese
pesimismo lo presenta José Saramago, cuando no encontrando salida a todo esto
llega a concluir entonces: "No nos merecemos mucho respeto como especie". La constatación tan
interminablemente repetida del abuso del poder por parte de quien lo dispone
–aún en el campo de la izquierda– podría llegar a permitirnos sacar esa
conclusión. Estaríamos casi tentados de afirmar, por tanto, que "eso no
tiene arreglo".
Pero si efectivamente
está en la esencia humana esta "dialéctica del amo y del esclavo", si
eso es parte definitoria de nuestra condición, ¿para qué seguir luchando por un
mundo de mayor equidad? El estudio de la historia o de cualquier interrelación
nos confronta con que la lucha en torno al poder cuando se encuentran dos
personas, o dos colectivos, surge con pasmosa facilidad. ¿Autoriza ello a ver
en esa repetición una matriz de origen biológico? ¿Cómo poder afirmar que la
violencia, el afán de poderío, la dominación sean de orden genético? Si una
lectura darwinista de la historia humana pude llegar a esa conclusión
–justificando, de ese modo, la existencia de "razas superiores" y una
presunta selección natural de los "mejores"– una visión más amplia de
nuestra condición debe apuntar a otra cosa. ¿O acaso podemos avalar un triunfo
de "superiores" sobre "inferiores"?
Hasta ahora, al menos,
más allá de la ilusión positivista de cierta tendencia tecnocrática que busca
un sustrato bioquímico para explicar toda la complejidad de lo humano, no se ha
podido aislar ninguna sustancia específica que dé cuenta de estos fenómenos.
Puestos a interactuar niños pequeños de distintas etnias cuando recién están
comenzando a hablar, cuando aún no tienen incorporada toda su carga cultural,
ninguno discrimina a otro ni lo mira "desde arriba". Eso llegará
luego: los adultos nos encargamos de transmitírselo. ¿Por que resignarnos
entonces ante una supuesta tendencia natural que nos compele a comernos unos a
otros?
Anida ahí un error que,
si no lo corregimos con fuerza, puede llevarnos a la entronización del
individualismo –cosa que hace con absoluta naturalidad el capitalismo,
premiando al "ganador", que no es otro que el más fuerte que se
impone con brutalidad sobre los más débiles–, o puede llevarnos, por otro lado,
a la resignación.
Decimos "el
capitalismo", pero podríamos hacerlo extensivo a cualquier sociedad de
clases. Desde que sabemos de la existencia de sociedades estratificadas donde
unos mandan usufructuando el trabajo de otros, los cuales trabajan y obedecen
(desde el inicio de las primeras sociedades agrarias sedentarias, para fijarlo
de algún modo en el tiempo, aproximadamente unos 10.000 a 12.000 años atrás),
desde ahí se viene repitiendo esta situación. Dialéctica del amo y del esclavo
donde un grupo decide sobre la vida de otro con distintos grados de violencia,
de crueldad, desde ser el dueño por entero de la vida de ese otro, hasta el
pago de un salario supuestamente consensuado entre ambas partes por una
cantidad de horas de trabajo. Esa historia no nos ofrece sino explotación de
unos sobre otros, aprovechamiento, falta de solidaridad, violencia, crudeza.
Matriz ésta que se reitera muy frecuentemente en todas las relaciones humanas:
entre géneros, entre generaciones, entre distintas culturas. Y viendo con objetividad
ya sea la historia o la dinámica interhumana en un corte puntual aquí y ahora,
ello pareciera poder dejar extraer la conclusión que así es nuestra condición
sin más. Si podemos hacer eso: torturar, engañar, matar, sin dudas que –más
allá de una visión pesimista– eso se muestra como nuestro destino. De ahí a la
conclusión que no tenemos remedio como especie, sólo un paso.
Y a ello podríamos
agregar que los intentos de construir un nuevo sujeto en los balbuceantes
socialismos del siglo XX no lograron superar con creces esos patrones de
violencia. La codicia y la mezquindad siguieron todavía incorporadas a las
características comunes de los ciudadanos, más allá de las buenas intenciones
de transformación. ¿Hay que resignarse entonces? ¿No es posible el cambio?
¿Habrá que contentarse que lo máximo a lo que podemos aspirar es a un
crecimiento enorme de la productividad y a una más equitativa repartición de la
riqueza que generemos, resignándonos a que siempre habrá uno "más
listo" que manejará a los "más tontos"? ¿No hay alternativa? ¿Es
cierto que "no nos merecemos mucho respeto como especie"
entonces? ¿No es posible la equidad total, la horizontalidad? ¿Habrá siempre
quien, en nombre de lo que sea, "mire desde arriba" a otro?
Por esa vía, el punto
máximo de desarrollo aspirable sería la socialdemocracia. Sin dudas que los
pocos países con políticas socialdemócratas viven bien, con abundancia y
equidad. Ahí están unas cuantas sociedades del norte de Europa dando el
ejemplo: ordenadas, felices, racionales. Pero la estructura del mundo no
permite que todos seamos Suecia, o Noruega o Canadá. Además, la bonanza de las
socialdemocracias presupone un Tercer Mundo históricamente explotado. ¿Podría
algún país africano o centroamericano repetir el modelo socialdemócrata nórdico
en las condiciones actuales? ¿Cómo? Las deudas externas que religiosamente
deben pagar esas sociedades empobrecidas van a parar también a las
socialdemocracias. Así es fácil gozar la vida…y tener equidad. Pero si hablamos
de "otro mundo posible", hablamos de igualdad para todos,
absolutamente para todos y todas en total paridad. Es decir: hablamos de una
verdadera democratización e igualación de los poderes, para todos, no sólo para
los blancos.
Cuando nos
referimos al sujeto humano tenemos como referente esto que las distintas
sociedades clasistas basadas en la diferenciación entre poderosos y oprimidos
han venido dando como resultado hasta ahora. Nos es relativamente más fácil
entender la lógica de una sociedad antigua –la egipcia, los fenicios, los
mayas– porque nos resulta familiar poder imaginar qué sentiría un amo o un
esclavo (aunque la reflexión la hagamos ahora y no seamos, en sentido estricto,
ni faraones ni esclavos. Sin embargo, intuimos de qué se trata la relación).
Pero nos resulta incomprensible, o al menos mucho más lejana de nuestros
códigos, una sociedad del neolítico, o alguna de los pequeños grupos que aún
hoy existen sobreviviendo como en ese entonces –los indígenas amazónicos, o los
habitantes originarios de Australia–. ¿Cómo entender desde nuestra cosmovisión
una sociedad de puros iguales, homogénea, horizontal? Nuestra matriz, hoy día,
es forzosamente esa visión de jerarquías, patriarcal, vertical. De ahí que nos
suene extraño aún –y por tanto cueste tanto– establecer relaciones de total
horizontalidad, de absoluta paridad. Aunque en las experiencias socialistas
intentemos llamar a los dirigentes con el apelativo de "camarada", en la
realidad cotidiana el "camarada ministro" o el "camarada
alcalde" sigue aún gozando de privilegios que los "camaradas
comunes" no tienen. ¿Significa eso que nunca cambiará esa dinámica?
Seguramente no podemos
esperarnos un paraíso de la sociedad humana. No somos ángeles. Pero podemos
hacer algo para que no sea un infierno. Y hoy, más allá de una porción
minúscula que vive en la opulencia manejando la vida de las grandes masas, y
fuera de un no más del 15 % de la población mundial que puede ser considerada
clase media, con acceso a aceptables cuotas de confort y seguridad, para la más
amplia mayoría de la Humanidad la vida es un infierno. El socialismo, si bien
tuvo un inicio en el siglo XX que debe ser rigurosamente criticado por
autoritario y vertical (en alguna medida, también un infierno), sigue siendo
aún una fuente de esperanza. Del capitalismo nada se puede esperar.
Pero la
duda –por decirlo de alguna manera, o el temor, o preocupación– se plantea
cuando intentamos revisar los supuestos que ha venido desarrollando el
socialismo. Si consideramos el proceder de muchos de los cuadros revolucionarios,
o incluso la conducta de los ciudadanos, los camaradas de a pie, dentro de las
experiencias socialistas, se abren interrogantes: ¿se podrá prescindir de esta
cultura del "mirar
desde arriba" a otro? A veces sucede esta horizontalidad, este espíritu de
solidaridad y de desprendimiento, pero en muchísimos casos, más allá de la
declaración de principios y del uso de consignas que sitúan en el
"club" de la izquierda, se siguen manteniendo privilegios irritantes,
actitudes despóticas, el convencimiento que hay algunos con derecho a
"mirar desde arriba" a otros.
¿Por qué los camaradas
médicos cubanos cuando están fuera de la isla "arrasan" con las
mercaderías que no se consiguen en su país? ¿Son menos
"revolucionarios" por eso? Seguramente no, pero todas estas actitudes
nos indican que quizá el meollo mismo de lo humano es muy difícil de
transformar: si somos herederos de la cultura que nos constituye en lo más
hondo de nuestro ser –machistas, patriarcales, verticalistas, competitivos,
belicistas, y en estos últimos años, capitalismo mediante, impúdicamente
consumistas– todo eso no se va a terminar por decreto. La cuestión, en todo
caso, es: ¿cambiará? ¿Qué hay que hacer para que cambie? ¿Cómo desarmar la
cultura del poder que nos constituye?
Hoy día podemos hablar
de los seres humanos criados en este modelo histórico, dado que sólo hemos
conocido estos patrones. Por eso la dificultad que apuntábamos para entender
otros modelos sociales "primitivos", sin clases sociales, la pura
horda original. Las sociedades clasistas quedamos irremediablemente lejos de
esa experiencia, y los modelos progresistas que hemos inventado todavía tienen
muy cerca la matriz del "triunfador", del éxito individual sobre y
contra el bien común. Si no, no sería tan fácil que muchas cooperativas
terminen siendo pequeñas empresas lucrativas privadas olvidándose de la
filosofía que las impulsa. O no hubiera sido tan fácil la restauración de la
cultura capitalista en Rusia, o en China, donde hoy se premia como el gran
logro la picardía para hacer fortuna no importa a qué precio olvidando
principios levantados hace apenas unos años. Invocar un llamado al amor para
construir el socialismo, la nueva sociedad y el nuevo sujeto, queda corto.
Sabemos que el amor es básicamente narcisista y no nos sobra; más bien nos sale
con cuentagotas. Es difícil, cuando no imposible, amar incondicionalmente al
prójimo. Pero no se trata de amarlo sino de respetarlo. Esa es la clave que
puede cambiar la actitud. Nadie está obligado a amar a nadie por decreto; pero
la sociedad sí obliga a respetarnos. Si logramos establecer una comunidad donde
todos verdaderamente nos sentimos pares, iguales, aunque no nos
"amemos", sí podremos convivir con mayores cuotas de solidaridad
social. Aunque no somos ángeles, ¿quién dijo que estamos obligados por
naturaleza a explotar al otro? Si nos preparamos para esa cultura de la más
absoluta igualdad, ¿por qué no podríamos superar la dudosa noción del amor
incondicional para forjar una cultura del respeto? Porque en nombre del amor se
pueden cometer las peores atrocidades, no olvidarlo. Ahí están todas las
guerras religiosas, por ejemplo, las más despiadadas y crueles de la historia
para demostrarlo. O la Santa Inquisición…por amor.
Ningún sustrato
bioquímico podrá explicarnos por qué ese afán de poderío. Es nuestra matriz
social, cultural, psicológica, la que nos hace así. De lo que se trata,
entonces, es de construir otra matriz que dé como resultado otro tipo de
sujeto. Aunque, claro está, esa construcción no podrá ser nunca una imposición
por vía de decreto. Hay que forjarla. Y ese es el reto que tiene el socialismo.
En Rusia, siete décadas
después de la revolución bolchevique, hay gente que sigue buscando el retorno
del zarismo y pensando en la gran patria de los rusos blancos. ¿Pasó en vano la
revolución? Y en Cuba una enorme cantidad de población profesa con devoción la
santería. ¿Puede decirse que fracasó la revolución? En Venezuela, con un
proceso de transformación socialista en marcha, por cierto muy reciente aún,
siguen siendo un símbolo nacional las Miss Universo y las mujeres con pecho
siliconado, y muchísima población –incluidos funcionarios de gobierno–
continúan adorando los más rancios valores capitalistas, desviviéndose por el
vehículo lujoso con un chofer que les abra la puerta y cambiando divisas en el
mercado paralelo. ¿No está funcionando la Revolución Bolivariana entonces? Todo
esto no nos habla de un fracaso de los ideales socialistas. Nos habla, en todo
caso, del peso fenomenal de la historia, de las tradiciones, de la cultura.
Como brillantemente lo expresó Einstein: "es más fácil desintegrar un
átomo que un prejuicio".
El desafío
es cambiar esa historia. Eso es la revolución. Si nos tomamos en serio lo de
las utopías, pues de eso se trata entonces: no sólo transformar las relaciones
políticas, cambiar las reglas de juego de las relaciones sociales; no sólo
repartir con equidad el producto del trabajo humano. Se trata, junto a todo
ello, y quizá más que ello, de transformar la historia misma, las matrices que
nos determinan como sujeto.
Es ahí donde entra a
jugar un papel clave el tema de la autocrítica de nuestra humana condición.
¿Estamos acaso, tal como lo pretendería el darwinismo social, condenados a una
lucha a muerte los unos contra los otros? ¿O nuestra "naturaleza" va
de la mano de las condiciones culturales? ¿Por qué cuesta tanto superar los
vericuetos del poder? ¿Nuestra condición finita y deficiente nos lleva a
acercarnos al ámbito del ejercicio del poder como alternativa para superar esa
pequeñez originaria? ¿Puede superarse la idea del poder como sinónimo de
beneficio propio a base del sacrificio de otro? ¿Es cierto que el que manda,
manda; y si se equivoca… vuelve a mandar? ¿Qué habrá
que hacer para superar todo esto?
El trabajo
es arduo, enorme. Es transformar toda una cultura que lleva hoy un peso
ancestral en sus espaldas con una importancia definitoria, y que con las nuevas
tecnologías que generó el capitalismo (léase: guerra psicológico-mediática,
guerra de cuarta generación, como la llamaron los estrategas militares
estadounidenses) se impuso por todo el globo, y en muchos casos, haciéndose
atractiva. Si no, los camaradas cubanos no arrasarían las tiendas buscando esos
productos "seductores"
toda vez que tienen oportunidad al salir de la isla.
Lo cual nos lleva a un tema no menos trascendente.
La cultura
del consumo a que dio lugar el capitalismo mercantil es insostenible –se
produce no sólo para satisfacer necesidades sino, ante todo, para vender,
para obtener lucro económico–. En función de ese modelo de desarrollo el
planeta se está empezando a poner en serio riesgo. La progresiva falta de agua dulce, la
degradación de los suelos, los químicos tóxicos que inundan el globo terráqueo,
la desertificación, el calentamiento global, el adelgazamiento de la capa de
ozono que ha aumentado por 13 la incidencia del cáncer de piel en estos últimos
años, el efecto invernadero negativo, el derretimiento del permagel son todas consecuencias de un modelo depredador que no
tiene sustentabilidad en el tiempo. ¿Cuánto más podrá resistirse esta
devastación de los recursos naturales? Las sociedades agrarias "primitivas",
o inclusive las tribus del neolítico que aún se mantienen, son mucho más
racionales en su equilibrio con el medio ambiente que el modelo industrialista
consumidor de recursos no renovables. Si buscamos un
nuevo mundo, una nueva ética, nuevos y superadores valores, la cultura del
consumo debe ser abordada con tanta fuerza revolucionaria como las injusticias
sociales. Pero ahí está el problema justamente: tanto ha calado esta
cosmovisión del consumo hedonista que se hace muy difícil atacarlo, desarmarlo.
Y el "hombre nuevo" todavía no pudo sacudirse esa carga
cultural. ¿Podremos construir una cultura alternativa al consumo industrial
fabuloso sin volver a las cavernas, aprovechando el confort que brindan las
nuevas tecnologías traídas por la industria capitalista y la moderna ciencia
occidental?
Se abre allí otro
desafío, por cierto. ¿Somos más revolucionarios porque no tomamos Coca-Cola, o
es más compleja que eso la lucha contra el patrón consumista? Sin dudas es más
compleja, y por tanto, más difícil que mantener una consigna. Esa cultura
milenaria de la dialéctica del amo y del esclavo que
constituye nuestras relaciones, esa cultura de la búsqueda del poder como fin
en sí mismo, esa creencia ancestral en que hay "superiores" e
"inferiores", eso da como resultado también una cultura del poder
sobre la naturaleza. En el mundo de la industria moderna la naturaleza dejó de
ser parte del cosmos del que somos parte para pasar a ser recurso explotable.
El marxismo clásico no pudo ir más lejos de esa visión estrecha; por eso hoy la
crítica del consumismo irracional es tan imprescindible como la lucha contra
las injusticias. El planeta no es la "cantera a explotar", el
"bosque a arrasar" sino parte de nuestra realidad compleja; si lo
destruimos, nos destruimos a nosotros mismos. Si lo vemos sólo como lucro
económico, ahí están los resultados con la catástrofe ecológica que ese modelo
generó. Obviamente, si la consideramos con detenimiento, esa idea de progreso
científico-técnico no parece tan "desarrollada". De ahí que pueda
entenderse el pesimismo de Saramago.
Vemos,
entonces, que la tarea transformadora de la revolución socialista es titánica.
Lo es porque más difícil que cambiar el mapa político de un país –desplazar a
una minoría de la casa de gobierno, armas en mano incluso–, muchísimo más
difícil que eso –y nadie dijo que eso fuera fácil– es aún cambiar el sujeto
humano. Pero ahí está el desafío. Educación, formación ideológica, autocrítica,
revisión de la historia, discusiones, liberar la creatividad, la imaginación al
poder… los pasos para lograr esa monumental empresa son muchos, diversos,
variados. Hablamos de "hombre nuevo"; ideal genial, sin dudas. Mas ¿no
se filtra allí ya desde el vamos un prejuicio machista? ¿No es de la mayor
arrogancia machista identificar la especie en su conjunto con sólo su mitad?
¿Los seres humanos somos todos hombres?
Hoy,
después de las primeras experiencias del pasado siglo y teniendo claro los
límites de nuestra condición, probablemente estamos en mejores condiciones para
avanzar por ese camino. Si hablamos de un nuevo socialismo del siglo XXI –que
no desconoce las bases sentadas en el XIX ni las primeras experiencias del XX–
es para superar viejos errores y llegar con éxito al XXII.
La
ruta misma de la revolución socialista debe guiarse por lo que acertadamente
proponía Gabriel García Márquez: luchar para "que ningún
ser humano tenga derecho a mirar desde arriba a otro, a no ser que sea para
ayudarlo a levantarse". Hasta que
eso no sea realidad, debemos seguir luchando, porque si no, la revolución no
habrá triunfado.
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