Una vez más, los estadounidenses han elegido la peor opción. Pero
también eligieron un azote para el resto de la humanidad.
Carlos Figueroa Ibarra / Especial para Con Nuestra América
Desde Puebla, México
La primera vez que tuve plena conciencia de que la elección de un
presidente en Estados Unidos de América, podría poner en peligro la vida de
todo el mundo fue en noviembre de 1968. Me encontraba yo de vacaciones en casa
de unos amigos en San Antonio Suchitepéquez, un poblado de la costa sur de
Guatemala. Escuché esa noche decir a la amiga de mis padres y madre de mis
amigos, que se nos venían tiempos terribles. Richard Nixon había sido elegido presidente del imperio.
En 1980 cuando Ronald Reagan triunfó, siendo yo un joven adulto, supe
nuevamente que tiempos ominosos nos acechaban. En 2000, cuando George W. Bush
ganó, tuve la misma sensación. No nos equivocamos los que la tuvimos: Nixon
escaló la guerra de Viet Nam, derrocó a Allende y encabezó una presidencia
autoritaria e inmoral. Reagan desencadenó el capitalismo salvaje y condujo un
imperialismo feroz. Bush llevó la guerra sin límites al Medio Oriente.
El triunfo de Trump nos lleva a presagios ominosos. En esta elección
estadounidense ha perdido la mala y ha ganado el peor. Hillary ha apoyado
causas por votos y no por principios (matrimonio gay y migración por ejemplo);
apoyó las guerras en Afganistán e Irak; impulsó la intervención en Libia y los
golpes de estado en Honduras (2009), las tentativas golpistas en Bolivia (2009)
y Ecuador (2010). Por supuesto el asedio
a Venezuela. Estuvo de acuerdo con el muro que ya se ha levantado en la
frontera con México y con la deportación de niños migrantes. Pero Trump es
peor. Hará cosas parecidas pero además estimulará el racismo fascista y la
misoginia de los millones que son su voto duro. Alimentará el odio a los
migrantes y con ello a millones de indocumentados les esperan días infernales.
Será un impredecible desquiciado que tendrá en sus manos el maletín nuclear.
Trump ha ganado porque ha capitalizado la ira del trabajador blanco
que se ha quedado sin empleo con la desindustrialización de los cuatro estados
del norte del medio este y otros lugares más. Ha tenido también el voto en las
pequeñas ciudades y medio rural. Ha sido
exitoso en culpar a los migrantes del rampante desempleo que ha disparado la crisis mundial y ha tenido un voto duro que como siempre, se
ha beneficiado del abstencionismo: en 2012, 126 millones votaron por los dos
principales contendientes y hoy lo han hecho menos de 120. Ha ganado porque los
simpatizantes de Bernie Sanders no le hicieron caso y prefirieron abstenerse o
votar candidaturas marginales en lugar de hacerlo por una candidata que les
genera una comprensible desconfianza. Su triunfo también se debe a que en
Estados Unidos de América no elige el voto popular sino el electoral. Como en
1824, 1876, 1988 y en 2000, en 2016 el presidente electo no ha sido el que más
votos ciudadanos ha tenido, sino el que más votos electorales ha obtenido.
Una vez más, los estadounidenses han elegido la peor opción. Pero
también eligieron un azote para el resto de la humanidad.
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