Queridos hermanos y hermanas: todos los muros caen. No nos dejemos
engañar. Como han dicho ustedes: «Sigamos
trabajando para construir puentes entre los pueblos, puentes que nos permitan
derribar los muros de la exclusión y la explotación» (Documento Conclusivo del
II Encuentro Mundial de los Movimientos Populares, 11 de julio de 2015, Cruz de
la Sierra, Bolivia). Enfrentemos el Terror con Amor.
Resumen Latinoamericano
El Papa Francisco en el III Encuentro Mundial de los Movimientos Populares. |
Aula Pablo VI
Roma, sábado 5 de noviembre de 2016
Hermanas y hermanos, buenas tardes. En este nuestro tercer encuentro
expresamos la misma sed, la sed de justicia, el mismo clamor: tierra, techo y
trabajo para todos. Agradezco a los delegados, que han llegado desde las
periferias urbanas, rurales y laborales de los cinco continentes, de más de 60
países, a debatir una vez más cómo defender estos derechos que nos convocan.
Gracias a los Obispos que vinieron a acompañarlos. Gracias también a
los miles de italianos y europeos que se han unido hoy al cierre de este
Encuentro. Gracias a los observadores y jóvenes comprometidos con la vida
pública que vinieron con humildad a escuchar y aprender. ¡Cuánta esperanza
tengo en los jóvenes! Le agradezco también a Usted, Señor Cardenal Turkson, el
trabajo que han hecho en el Dicasterio; y también quisiera mencionar el aporte
del ex Presidente uruguayo José Mujica que está presente.
En nuestro último encuentro, en Bolivia, con mayoría de
Latinoamericanos, hablamos de la necesidad de un cambio para que la vida sea
digna, un cambio de estructuras; también de cómo ustedes, los movimientos
populares, son sembradores de ese cambio, promotores de un proceso en el que
confluyen millones de acciones grandes y pequeñas encadenadas creativamente,
como en una poesía; por eso quise llamarlos “poetas sociales”; y también
enumeramos algunas tareas imprescindibles para marchar hacia una alternativa
humana frente a la globalización de la indiferencia: 1. poner la economía al
servicio de los pueblos; 2. construir la paz y la justicia; 3. defender la
Madre Tierra.
Ese día, en la voz de una cartonera y de un campesino, se dio lectura
a las conclusiones, los diez puntos de Santa Cruz de la Sierra, donde la
palabra cambio estaba preñada de gran contenido, estaba enlazada a cosas
fundamentales que ustedes reivindican: trabajo digno para los excluidos del
mercado laboral; tierra para los campesinos y pueblos originarios; vivienda
para las familias sin techo; integración urbana para los barrios populares;
erradicación de la discriminación, de la violencia contra la mujer y de las
nuevas formas de esclavitud; el fin de todas las guerras, del crimen organizado
y de la represión; libertad de expresión y comunicación democrática; ciencia y
tecnología al servicio de los pueblos.
Escuchamos también cómo se comprometían a abrazar un proyecto de vida
que rechace el consumismo y recupere la solidaridad, el amor entre nosotros y
el respeto a la naturaleza como valores esenciales. Es la felicidad de «vivir
bien» lo que ustedes reclaman, la «vida buena», y no ese ideal egoísta que
engañosamente invierte las palabras y propone la «buena vida».
Quienes hoy estamos aquí, con orígenes, creencias e ideas diversas,
tal vez no estemos de acuerdo en todo, seguramente pensamos distinto en muchas
cosas, pero coincidimos en esos puntos. Supe también de encuentros y talleres
realizados en distintos países donde multiplicaron los debates a la luz de la
realidad de cada comunidad.
Eso es muy importante porque las soluciones reales a las problemáticas
actuales no van a salir de una, tres o mil conferencias: tienen que ser fruto
de un discernimiento colectivo que madure en los territorios junto a los
hermanos, un discernimiento que se convierte en acción transformadora «según
los lugares, tiempos y personas» como diría san Ignacio.
Si no, corremos el riesgo de las abstracciones, de «los nominalismos
declaracionistas (slogans) que son bellas frases pero no logran sostener la
vida de nuestras comunidades» (Carta al Presidente de la Pontificia Comisión
Para América Latina, 19 de marzo de 2016).
El colonialismo ideológico globalizante procura imponer recetas
supraculturales que no respetan la identidad de los Pueblos. Ustedes van por
otro camino que es, al mismo tiempo, local y universal. Un camino que me
recuerda cómo Jesús pidió organizar a la multitud en grupos de cincuenta para
repartir el pan (Cf. Homilía en la Solemnidad de Corpus Christi, Buenos Aires,
12 de junio de 2004).
Recién pudimos ver el video que han presentado a modo de conclusión de
este tercer Encuentro. Vimos los rostros de ustedes en los debates sobre qué
hacer frente a «la inequidad que engendra violencia». Tantas propuestas, tanta
creatividad, tanta esperanza en la voz de ustedes que tal vez sean los que más
motivos tienen para quejarse, quedar encerrados en los conflictos, caer en la
tentación de lo negativo.
Pero, sin embargo, miran hacia adelante, piensan, discuten, proponen y
actúan. Los felicito, los acompaño, les pido que sigan abriendo caminos y
luchando. Eso me da fuerza, nos da fuerza. Creo que este dialogo nuestro, que
se suma al esfuerzo de tantos millones que trabajan cotidianamente por la
justicia en todo el mundo, va echando raíces.
El terror y los muros
Sin embargo, esa germinación que es lenta, que tiene sus tiempos como
toda gestación, está amenazada por la velocidad de un mecanismo destructivo que
opera en el sentido contrario. Hay fuerzas poderosas que pueden neutralizar
este proceso de maduración de un cambio que sea capaz de desplazar la primacía
del dinero y coloque nuevamente en el centro al ser humano. Ese «hilo
invisible» del que hablamos en Bolivia, esa estructura injusta que enlaza a
todas las exclusiones que ustedes sufren, puede endurecerse y convertirse en un
látigo, un látigo existencial que, como en el Egipto del Antiguo Testamento,
esclaviza, roba la libertad, azota sin misericordia a unos y amenaza
constantemente a otros, para arriar a todos como ganado hacia donde quiere el
dinero divinizado.
¿Quién gobierna entonces? El dinero ¿Cómo gobierna? Con el látigo del
miedo, de la inequidad, de la violencia económica, social, cultural y militar
que engendra más y más violencia en una espiral descendente que parece no
acabar jamás. ¡Cuánto dolor, cuánto miedo! Hay -lo dije hace poco-, hay un
terrorismo de base que emana del control global del dinero sobre la tierra y
atenta contra la humanidad entera. De ese terrorismo básico se alimentan los
terrorismos derivados como el narcoterrorismo, el terrorismo de estado y lo que
erróneamente algunos llaman terrorismo étnico o religioso. Ningún pueblo,
ninguna religión es terrorista. Es cierto, hay pequeños grupos fundamentalistas
en todos lados. Pero el terrorismo empieza cuando «has desechado la maravilla
de la creación, el hombre y la mujer, y has puesto allí el dinero» (Conferencia
de prensa en el Vuelo de Regreso del Viaje Apostólico a Polonia, 31 de julio de
2016). Ese sistema es terrorista.
Hace casi cien años, Pío XI preveía el crecimiento de una dictadura
económica mundial que él llamó «imperialismo internacional del dinero» (Carta
Enc. Quadragesimo Anno, 15 de mayo de 1931, 109). El aula en la que estamos
ahora se llama “Paolo VI”, y fue Pablo VI quien denunció hace casi cincuenta
año las «nueva forma abusiva de dictadura económica en el campo social,
cultural e incluso político» (Carta Ap. Octogesima adveniens, 14 de mayo de
1971, 44). Son palabras duras pero justas de mis antecesores que avizoraron el
futuro. La Iglesia y los profetas dijeron, hace milenios, lo que tanto
escandaliza que repita el Papa en este tiempo cuando todo aquello alcanza
expresiones inéditas. Toda la doctrina social de la Iglesia y el magisterio de
mis antecesores se rebelan contra el ídolo-dinero que reina en lugar de servir,
tiraniza y aterroriza a la humanidad.
Ninguna tiranía se sostiene sin explotar nuestros miedos. De ahí que
toda tiranía sea terrorista. Y cuando ese terror, que se sembró en las
periferias con masacres, saqueos, opresión e injusticia, explota en los centros
con distintas formas de violencia, incluso con atentados odiosos y cobardes,
los ciudadanos que aún conservan algunos derechos son tentados con la falsa
seguridad de los muros físicos o sociales. Muros que encierran a unos y
destierran a otros. Ciudadanos amurallados, aterrorizados, de un lado;
excluidos, desterrados, más aterrorizados todavía, del otro. ¿Es esa la vida
que nuestro Padre Dios quiere para sus hijos?
Al miedo se lo alimenta, se lo manipula… Porque el miedo, además de
ser un buen negocio para los mercaderes de armas y de muerte, nos debilita, nos
desequilibra, destruye nuestras defensas psicológicas y espirituales, nos
anestesia frente al sufrimiento ajeno y al final nos hace crueles. Cuando
escuchamos que se festeja la muerte de un joven que tal vez erró el camino,
cuando vemos que se prefiere la guerra a la paz, cuando vemos que se generaliza
la xenofobia, cuando constatamos que ganan terreno las propuestas intolerantes;
detrás de esa crueldad que parece masificarse está el frío aliento del miedo.
Les pido que recemos por todos los que tienen miedo, recemos para que Dios les dé
el valor y que en este año de la misericordia podamos ablandar nuestros
corazones. La misericordia no es fácil, no es fácil… requiere coraje. Por eso
Jesús nos dice: «No tengan miedo» (Mt 14,27), pues la misericordia es el mejor
antídoto contra el miedo. Es mucho mejor que los antidepresivos y los
ansiolíticos. Mucho más eficaz que los muros, las rejas, las alarmas y las
armas. Y es gratis: es un don de Dios.
Queridos hermanos y hermanas: todos los muros caen. No nos dejemos
engañar. Como han dicho ustedes: «Sigamos trabajando para construir puentes
entre los pueblos, puentes que nos permitan derribar los muros de la exclusión
y la explotación» (Documento Conclusivo del II Encuentro Mundial de los
Movimientos Populares, 11 de julio de 2015, Cruz de la Sierra, Bolivia).
Enfrentemos el Terror con Amor.
El amor y los puentes
Un día como hoy, un sábado, Jesús hizo dos cosas que, nos dice el
Evangelio, precipitaron la conspiración para matarlo. Pasaba con sus discípulos
por un campo, un sembradío. Los discípulos tenían hambre y comieron las
espigas. Nada se nos dice del «dueño» de aquel campo… subyacía el destino
universal de los bienes. Lo cierto es que frente al hambre, Jesús priorizó la
dignidad de los hijos de Dios sobre una interpretación formalista, acomodaticia
e interesada de la norma. Cuando los doctores de la ley se quejaron con
indignación hipócrita, Jesús les recordó que Dios quiere amor y no sacrificios,
y les explicó que el sábado está hecho para el ser humano y no el ser humano
para el sábado (cf. Mc 2,27). Enfrentó al pensamiento hipócrita y suficiente
con la inteligencia humilde del corazón (cf. Homilía, I Congreso de
Evangelización de la Cultura, Buenos Aires, 3 de noviembre de 2006), que
prioriza siempre al ser humano y rechaza que determinadas lógicas obstruyan su
libertad para vivir, amar y servir al prójimo.
Y después, ese mismo día, Jesús hizo algo «peor», algo que irritó aún
más a los hipócritas y soberbios que lo estaban vigilando porque buscaban
alguna excusa para atraparlo. Curó la mano atrofiada de un hombre. La mano, ese
signo tan fuerte del obrar, del trabajo. Jesús le devolvió a ese hombre la
capacidad de trabajar y con ello le devolvió la dignidad. Cuántas manos
atrofiadas, cuantas personas privadas de la dignidad del trabajo, porque los
hipócritas para defender sistemas injustos, se oponen a que sean sanadas. A
veces pienso que cuando ustedes, los pobres organizados, se inventan su propio
trabajo, creando una cooperativa, recuperando una fábrica quebrada, reciclando
el descarte de la sociedad de consumo, enfrentando las inclemencias del tiempo
para vender en una plaza, reclamando una parcela de tierra para cultivar y
alimentar a los hambrientos, están imitando a Jesús porque buscan sanar, aunque
sea un poquito, aunque sea precariamente, esa atrofia del sistema
socioeconómico imperante que es el desempleo. No me extraña que a ustedes
también a veces los vigilen o los persigan y tampoco me extraña que a los
soberbios no les interese lo que ustedes digan.
Jesús, ese sábado, se jugó la vida porque después de sanar esa mano,
fariseos y herodianos (cf. Mc 3,6), dos partidos enfrentados entre sí, que
temían al pueblo y también al imperio, hicieron sus cálculos y se confabularon
para matarlo. Sé que muchos de ustedes se juegan la vida. Sé que algunos no
están hoy acá porque se jugaron la vida… pero no hay mayor amor que dar la
vida. Eso nos enseña Jesús.
Las «3-T», ese grito de ustedes que hago mío, tiene algo de esa
inteligencia humilde pero a la vez fuerte y sanadora. Un proyecto-puente de los
pueblos frente al proyecto-muro del dinero. Un proyecto que apunta al
desarrollo humano integral. Algunos saben que nuestro amigo el Cardenal Turkson
preside ahora el Dicasterio que lleva ese nombre: Desarrollo Humano Integral.
Lo contrario al desarrollo, podría decirse, es la atrofia, la parálisis.
Tenemos que ayudar para que el mundo se sane de su atrofia moral. Este sistema
atrofiado puede ofrecer ciertos implantes cosméticos que no son verdadero
desarrollo: crecimiento económico, avances técnicos, mayor «eficiencia» para
producir cosas que se compran, se usan y se tiran englobándonos a todos en una
vertiginosa dinámica del descarte… pero no permite el desarrollo del ser humano
en su integralidad, el desarrollo que no se reduce al consumo, que no se reduce
al bienestar de pocos, que incluye a todos los pueblos y personas en la
plenitud de su dignidad, disfrutando fraternalmente de la maravilla de la
Creación. Ese es el desarrollo que necesitamos: humano, integral, respetuoso de
la Creación.
Bancarrota y salvataje
Queridos hermanos, quiero compartir con ustedes algunas reflexiones
sobre otros dos temas que, junto a las «3-T» y la ecología integral, fueron
centrales en sus debates de los últimos días y son centrales en este tiempo
histórico.
Sé que dedicaron una jornada al drama de los emigrantes, refugiados y
desplazados. ¿Qué hacer frente a esta tragedia? En el Dicasterio que tiene a su
cargo el Cardenal Turkson hay un departamento para la atención de estas
situaciones. Decidí que, al menos por un tiempo, ese departamento dependa
directamente del Pontífice, porque aquí hay una situación oprobiosa, que sólo
puedo describir con una palabra que me salió espontáneamente en Lampedusa:
vergüenza.
Allí, como también en Lesbos, pude sentir de cerca el sufrimiento de
tantas familias expulsadas de su tierra por razones económicas o violencias de
todo tipo, multitudes desterradas –lo he dicho frente a las autoridades de todo
el mundo– como consecuencia de un sistema socioeconómico injusto y de
conflictos bélicos que no buscaron, que no crearon quienes hoy padecen el
doloroso desarraigo de su suelo patrio sino más bien muchos de aquellos que se
niegan a recibirlos.
Hago mías las palabras de mi hermano el Arzobispo Jerónimo de Grecia:
«Quien ve los ojos de los niños que encontramos en los campos de refugiados es
capaz de reconocer de inmediato, en su totalidad, la “bancarrota” de la
humanidad» (Discurso en el Campo de refugiados de Moria, Lesbos, 16 de abril de
2016) ¿Qué le pasa al mundo de hoy que, cuando se produce la bancarrota de un
banco de inmediato aparecen sumas escandalosas para salvarlo, pero cuando se
produce esta bancarrota de la humanidad no hay casi ni una milésima parte para
salvar a esos hermanos que sufren tanto? Y así el Mediterráneo se ha convertido
en un cementerio, y no sólo el Mediterráneo… tantos cementerios junto a los
muros, muros manchados de sangre inocente.
El miedo endurece el corazón y se transforma en crueldad ciega que se
niega a ver la sangre, el dolor, el rostro del otro. Lo dijo mi hermano el
Patriarca Bartolomé: «Quien tiene miedo de vosotros no os ha mirado a los ojos.
Quien tiene miedo de vosotros no ha visto vuestros rostros. Quien tiene miedo
no ve a vuestros hijos. Olvida que la dignidad y la libertad trascienden el
miedo y la división. Olvida que la migración no es un problema de Oriente Medio
y del norte de África, de Europa y de Grecia. Es un problema del mundo»
(Discurso en el Campo de refugiados de Moria, Lesbos, 16 de abril de 2016).
Es, en verdad, un problema del mundo. Nadie debería verse obligado a
huir de su Patria. Pero el mal es doble cuando, frente a esas circunstancias
terribles, el emigrante se ve arrojado a las garras de los traficantes de
personas para cruzar las fronteras y es triple si al llegar a la tierra donde
creyó que iba a encontrar un futuro mejor, se lo desprecia, se lo explota e
incluso se lo esclaviza. Esto se puede ver en cualquier rincón de cientos de
ciudades.
Les pido a ustedes que hagan todo lo que puedan y nunca se olviden que
Jesús, María y José experimentaron también la condición dramática de los
refugiados. Les pido que ejerciten esa solidaridad tan especial que existe
entre los que han sufrido. Ustedes saben recuperar fábricas de las bancarrotas,
reciclar lo que otros tiran, crear puestos de trabajo, labrar la tierra,
construir viviendas, integrar barrios segregados y reclamar sin descanso como
esa viuda del Evangelio que pide justicia insistentemente (cf. Lc 18,1-8). Tal
vez con su ejemplo y su insistencia, algunos Estados y Organismos internacionales
abran los ojos y adopten las medidas adecuadas para acoger e integrar
plenamente a todos los que, por una u otra circunstancia, buscan refugio lejos
de su hogar. Y también para enfrentar las causas profundas por las que miles de
hombres, mujeres y niños son expulsados cada día de su tierra natal.
Dar el ejemplo y reclamar es una forma de meterse en política y eso me
lleva al segundo eje que debatieron en su Encuentro: la relación entre pueblo y
democracia. Una relación que debería ser natural y fluida pero que corre el
peligro de desdibujarse hasta ser irreconocible. La brecha entre los pueblos y
nuestras formas actuales de democracia se agranda cada vez más como
consecuencia del enorme poder de los grupos económicos y mediáticos que parecieran
dominarlas. Los movimientos populares, lo sé, no son partidos políticos y
déjenme decirles que, en gran medida, en eso radica su riqueza, porque expresan
una forma distinta, dinámica y vital de participación social en la vida
pública. Pero no tengan miedo de meterse en las grandes discusiones, en
Política con mayúscula y cito de nuevo a Pablo VI: «La política ofrece un
camino serio y difícil―aunque no el único―para cumplir el deber grave que
cristianos y cristianas tienen de servir a los demás» (Lett. Ap. Octogesima
adveniens, 14 de mayo 1971, 46).
Quisiera señalar dos riesgos que giran en torno a la relación entre
los movimientos populares y la política: el riesgo de dejarse encorsetar y el
riesgo de dejarse corromper.
Primero, no dejarse encorsetar, porque algunos dicen: la cooperativa,
el comedor, la huerta agroecológica, el microemprendimiento, el diseño de los
planes asistenciales… hasta ahí está bien. Mientras se mantengan en el corsé de
las «políticas sociales», mientras no cuestionen la política económica o la
política con mayúscula, se los tolera. Esa idea de las políticas sociales
concebidas como una política hacia los pobres pero nunca con los pobres, nunca
de los pobres y mucho menos inserta en un proyecto que reunifique a los pueblos
a veces me parece una especie de volquete maquillado para contener el descarte
del sistema. Cuando ustedes, desde su arraigo a lo cercano, desde su realidad
cotidiana, desde el barrio, desde el paraje, desde la organización del trabajo
comunitario, desde las relaciones persona a persona, se atreven a cuestionar
las «macrorelaciones», cuando chillan, cuando gritan, cuando pretenden
señalarle al poder un planteo más integral, ahí ya no se los tolera tanto
porque se están saliendo del corsé, se están metiendo en el terreno de las
grandes decisiones que algunos pretenden monopolizar en pequeñas castas. Así la
democracia se atrofia, se convierte en un nominalismo, una formalidad, pierde
representatividad, se va desencarnando porque deja afuera al pueblo en su lucha
cotidiana por la dignidad, en la construcción de su destino.
Ustedes, las organizaciones de los excluidos y tantas organizaciones
de otros sectores de la sociedad, están llamados a revitalizar, a refundar las
democracias que pasan por una verdadera crisis. No caigan en la tentación del
corsé que los reduce a actores secundarios, o peor aún, a meros administradores
de la miseria existente. En estos tiempos de parálisis, de desorientación y
propuestas destructivas, la participación protagónica de los pueblos que buscan
el bien común puede vencer, con la ayuda de Dios, a los falsos profetas que
explotan el miedo y la desesperanza, que venden fórmulas mágicas de odio y
crueldad o de un bienestar egoísta y una seguridad ilusoria.
Sabemos que «mientras no se resuelvan radicalmente los problemas de
los pobres, renunciando a la autonomía absoluta de los mercados y de la
especulación financiera y atacando las causas estructurales de la inequidad, no
se resolverán los problemas del mundo y en definitiva ningún problema. La
inequidad es raíz de los males sociales» (Exhort. ap. postsin. Evangelii
gaudium, 202). Por eso, lo dije y lo repito: «El futuro de la humanidad no está
únicamente en manos de los grandes dirigentes, las grandes potencias y las
elites. Está fundamentalmente en manos de los pueblos, en su capacidad de
organizarse y también en sus manos que riegan con humildad y convicción este
proceso de cambio» (Discurso en el Segundo Encuentro mundial de los Movimientos
Populares, Santa Cruz de la Sierra, Bolivia, 9 de julio de 2015). La Iglesia
también puede y debe, sin pretender el monopolio de la verdad, pronunciarse y
actuar especialmente frente a «situaciones donde se tocan las llagas y el
sufrimiento dramático, y en las cuales están implicados los valores, la ética,
las ciencias sociales y la fe» (Discurso a la Cumbre de Jueces y Magistrados
contra el Tráfico de Personas y el Crimen Organizado, Vaticano, 3 de junio de
2016).
El segundo riesgo, les decía, es dejarse corromper. Así como la
política no es un asunto de los «políticos», la corrupción no es un vicio
exclusivo de la política. Hay corrupción en la política, hay corrupción en las
empresas, hay corrupción en los medios de comunicación, hay corrupción en las
iglesias y también hay corrupción en las organizaciones sociales y los
movimientos populares. Es justo decir que hay una corrupción naturalizada en
algunos ámbitos de la vida económica, en particular la actividad financiera, y
que tiene menos prensa que la corrupción directamente ligada al ámbito político
y social. Es justo decir que muchas veces se manipulan los casos de corrupción
con malas intenciones. Pero también es justo aclarar que quienes han optado por
una vida de servicio tienen una obligación adicional que se suma a la
honestidad con la que cualquier persona debe actuar en la vida. La vara es más
alta: hay que vivir la vocación de servir con un fuerte sentido de austeridad y
humildad. Esto vale para los políticos pero también vale para los dirigentes
sociales y para nosotros, los pastores.
A cualquier persona que tenga demasiado apego por las cosas materiales
o por el espejo, a quien le gusta el dinero, los banquetes exuberantes, las
mansiones suntuosas, los trajes refinados, los autos de lujo, le aconsejaría
que se fije qué está pasando en su corazón y rece para que Dios lo libere de
estas ataduras. Pero, parafraseando al ex presidente latinoamericano que está
por acá, el que tenga afición por todas esas cosas, por favor, que no se meta
en política, que no se meta en una organización social o en un movimiento
popular, porque va a hacer mucho daño a sí mismo y al prójimo y va a manchar la
noble causa que enarbola.
Frente a la tentación de la corrupción, no hay mejor antídoto que la
austeridad; y practicar la austeridad es, además, predicar con el ejemplo. Les
pido que no subestimen el valor del ejemplo porque tiene más fuerza que mil
palabras, que mil volantes, que mil likes, que mil retweets, que mil videos de
youtube. El ejemplo de una vida austera al servicio del prójimo es la mejor
forma de promover el bien común y el proyecto-puente de las 3-T. Les pido a los
dirigentes que no se cansen de practicar la austeridad y les pido a todos que
exijan a los dirigentes esa austeridad, la cual –por otra parte– los hará muy
felices. Queridos hermanas y hermanos, la corrupción, la soberbia, el
exhibicionismo de los dirigentes aumenta el descreimiento colectivo, la
sensación de desamparo y retroalimenta el mecanismo del miedo que sostiene este
sistema inicuo.
Quisiera, para finalizar, pedirles que sigan enfrentando el miedo con
una vida de servicio, solidaridad y humildad en favor de los pueblos y en
especial de los que más sufren. Se van a equivocar muchas veces, todos nos
equivocamos, pero si perseveramos en este camino, más temprano que tarde, vamos
a ver los frutos. E insisto, contra el terror, el mejor antídoto es el amor. El
amor todo lo cura. Algunos saben que después del Sínodo de la familia escribí Amoris Laetitia, un documento sobre el
amor en la familia de cada uno, pero también en esa otra familia que es el
barrio, la comunidad, el pueblo, la humanidad. Uno de ustedes me pidió
distribuir un cuadernillo que contiene un fragmento del capítulo cuarto de ese
documento. Creo que se los van a entregar a la salida. Va entonces con mi
bendición. Allí hay algunos «consejos útiles» para practicar el más importante
de los mandamientos de Jesús.
En Amoris Laetitia cito a un
fallecido dirigente afroamericano, Martin Luther King, el cual volvía a optar
por el amor fraterno aun en medio de las peores persecuciones y humillaciones.
Quiero recordarlo hoy con ustedes: «Cuando te elevas al nivel del amor, de su
gran belleza y poder, lo único que buscas derrotar es los sistemas malignos. A
las personas atrapadas en ese sistema, las amas, pero tratas de derrotar ese
sistema […] Odio por odio sólo intensifica la existencia del odio y del mal en
el universo. Si yo te golpeo y tú me golpeas, y te devuelvo el golpe y tú me lo
devuelves, y así sucesivamente, es evidente que se llega hasta el infinito.
Simplemente nunca termina. En algún lugar, alguien debe tener un poco de
sentido, y esa es la persona fuerte. La persona fuerte es la persona que puede
romper la cadena del odio, la cadena del mal». Esto Luther King lo dijo en
1957.
Les agradezco nuevamente su presencia. Les agradezco su trabajo.
Quiero pedirle a nuestro Padre Dios que los acompañe y los bendiga, que los
colme de su amor y los defienda en el camino dándoles abundantemente esa fuerza
que nos mantiene en pie y nos da coraje para romper la cadena del odio: esa
fuerza es la esperanza.
Les pido por favor que recen por mí y los que no pueden rezar, ya
saben, piénsenme bien y mándenme buena onda. Gracias.
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