Construir la paz es lo único que nos
puede evitar la hecatombe apocalíptica de un planeta destruido por el poder,
irresponsablemente ejercido mediante la
guerra de los unos contra los otros y de la guerra contra la Naturaleza.
Arnoldo Mora Rodríguez / Especial para
Con Nuestra América
El Siglo XXI debe ser
visto desde una óptica amplia: aquella que nos permite verlo como dintel de un nuevo milenio, el tercero de la
era cristiana. Para ello debemos partir de los
aportes de mayor trascendencia que nos ha legado el milenio anterior. El
segundo milenio es aquel que se lanza con la expansión de la Europa Cristiana
como cultura universal, gracias a las guerras de religión que se inician con
Las Cruzadas primero (camino hacia el Este) y, luego con llegada de Colón a un nuevo continente
(expansión hacia el Oeste). Esta expansión política y cultural solo pudo
institucionalizarse y consolidarse gracias a la revolución
científico-técnica. En este nuevo
milenio, este proceso se ha culminado con la génesis o parto de un nuevo sujeto
histórico: la humanidad. De esta manera,
la paz se convierte en el objetivo principal y en la razón de ser de la política. Con ello se cambia
sustancialmente la esencia misma del quehacer político, tal como se ha
concebido desde los inicios de la modernidad. Se retorna al ideal de los
profetas de Israel, que hicieron de la paz (shalom) la muestra del advenimiento
de la era del Mesías en la plenitud de los tiempos (pleroma) que se manifestaba
en los acontecimientos (kairos) que mostraban el advenimiento del Reino
Mesiánico, como lo vislumbró el monje Joaquín de Fiori, el primer pensador
(cronológicamente hablando) del segundo milenio, como el advenimiento de la era
de la libertad de los hijos de Dios, era que él denominaba Era del Espíritu. La diferencia con estas
elucubraciones es que eran propuestas para un futuro, del cual se sabía que
habría de sobrevenir pero no cuándo y que sería obra de un factor no humano.
Hoy sabemos que será
obra de los humanos, pero no individualmente tomados sino como humanidad que
construye su propia historia; por ende, no será un acto libre subjetivo
sino una necesidad impostergable de los hombres de este siglo, so pena
de autodestrucción de la especie. Si
durante las revoluciones liberal-burguesas la política era el ejercicio
del poder, tal como lo enseñaba Maquiavelo; o el establecimiento de un orden
regido por la ley, como lo preconizaba Locke; o la práctica de la libertad como
expresión de soberanía del pueblo, como enseñaba Rousseau; o la aplicación de
la ética como predicaba Kant, siempre mediando la construcción de instituciones
públicas (Hegel), específicamente de los estados nacionales; hoy estas ideas se
han quedado cortas, no por ser falsas, sino por
todo lo contrario - nunca han sido más útiles y correctas que ahora-
sino porque deben ser llevadas a cabo por un sujeto planetario desconocido
entonces. Construir la paz es lo único que nos puede evitar la hecatombe
apocalíptica de un planeta destruido por el poder, irresponsablemente ejercido mediante la guerra de los unos
contra los otros y de la guerra contra la Naturaleza. La ciencia y la técnica
que de ahí se desprende, deben ser instrumentos de paz en ambas esferas. Y
frente a ese deber no hay alternativa. Los recursos del planeta se acaban; la
amenaza de guerra nuclear se cierne como horizonte, por no decir ocaso, de cada
día en que surge un conflicto de índole geopolítico en cualquier lugar del
mundo. Hoy esa ominosa perspectiva se cierne sobre la guerra de Siria, que se
extiende a todo el Medio Oriente; en los conflictos en torno al Mar de
China...siempre a la espera de que aparezca otro conflicto con idénticas
amenazas para la paz y la sobrevivencia de la especie.
Sin embargo, frente a
este aterrador panorama, surgen signos de esperanza en nuestra América aun
sacudida por la endémica guerra en la sociedad civil, pero con posibilidades de
encontrar espacios para el diálogo político en vistas a forjar entendimientos
nacionales y patrióticos. Es un panorama
de contrastes, en donde luces y sombras se entremezclan sin solución de continuidad.
Las sombras se ciernen sobre todo en el Norte de América, donde los Estados
Unidos, en plena decadencia como imperio mundial, es una de las sociedades más
violentas. Ese país tiene la mayor cantidad de presos del mundo, la mayor
cantidad de policías y fuerzas represivas, la mayor cantidad de crímenes
raciales cometidos por las fuerzas policíacas, el mayor gasto militar y el
mayor presupuesto para su ejército, que se extiende sobre todo el planeta
mediante cerca de cien bases militares y el mayor arsenal de armas atómicas;
todo lo cual deja exhaustas las arcas
públicas, mientras la pobreza azota a 70
millones de sus ciudadanos. Como desde sus orígenes, esa nación se desangra por
causa de los conflictos raciales. Y al
igual que en todo Occidente, especialmente Europa, las más extremistas fuerzas
políticas y sociales, con fuerte apoyo
económico y alentadas por una
todopoderosa maquinaria mediática, hacen
crecer las corrientes fascistas, xenofóbicas y ultranacionalistas que buscan
aislarse del resto del mundo, militarizando sus fronteras y promoviendo la guerra en todas las zonas de
conflicto. Hoy el Mar Mediterráneo en Europa y la frontera Sur en los Estados
Unidos, se han convertido en cementerios donde mueren a diario cientos de
hambrientos emigrantes, sobrevivientes de un Sur tradicionalmente explotado por
el colonialismo y el imperialismo de esas mismas naciones, que han nutrido su
desarrollo a costa de la explotación inmisericorde de los recursos naturales de esas regiones y la
explotación despiadada de la población originaria. A nombre de la libertad y de
la democracia, Occidente ha sojuzgado a
esos pueblos; a nombre del progreso los han empobrecido; a nombre de la
civilización se han envilecido. Hoy deambula en sus fronteras y en sus barrios
suburbanos el fantasma del terror. Pero
para no ir muy lejos, en Nuestra América se vive el peor drama de dolor y
sangre en países como México (100 mil víctimas de la violencia entre muertos y
desaparecidos en los últimos seis años) y
en el Triángulo Norte de Centro América, donde el narcotráfico y las
maras siembran el terror.
Sin embargo, frente a
esa espeluznante realidad que convierte los noticieros en crónicas del terror,
emergen rayos de luz y chispas de esperanza gracias, en alto grado, a la diplomacia
vaticana desde que llegó un papa procedente de estas tierras. Gracias en buena
medida a su mediación, Estados Unidos y Cuba, que constituyeron una seria
amenaza de generar una guerra nuclear
durante los pasados pero no olvidados días de la Guerra Fría, hoy dan signos
esperanzadores de acercamiento en el
campo político y diplomático, a pesar de que las leyes que han hecho posible el
bloqueo (Helms-Burton y Torricelli) no han sido abolidas por el Capitolio de
donde, en mala hora, emanaron. Igualmente, la mediación diplomática del papa
coadyuvó a que el más largo y sangriento
conflicto de América tenga atisbos
reales de pronta solución mediante el entendimiento de las partes beligerantes.
Me refiero, como es obvio, al acuerdo entre el gobierno y la guerrilla en Colombia.
Finalmente, no puedo
dejar de mencionar con una fuerte ilusión, al escribir estas líneas se
vislumbra en el caso de Venezuela un intento de negociación, a la espera de que
el diálogo entre los sectores, que hasta ahora parecían irreconciliables,
culmine en un acuerdo nacional que salvaguarde la paz y consolide una
democracia real. En los casos mencionados, la única alternativa es la paz como
razón de ser del quehacer político. Nuestra América, denominada como el Continente del futuro, puede convertirse en
la esperanza de la humanidad si asume el rol de adalid de una paz universal.
Para ello, no solo debe combatir la desigualdad social (la más grande de todo
el planeta y raíz de muchos de nuestros males,) sino también la carrera armamentista a fin de
hacer realidad el anhelo de nuestros pueblos, expresado en la II Cumbre de la
CELAC celebrada en La Habana, que define a nuestro Continente como tierra de
paz. Para eso, Estados Unidos deben cerrar las 36 bases militares que tienen en
nuestras tierras y Gran Bretaña la base
militar en las Islas Malvinas. Todavía hay mucho por qué luchar en pro de la
una paz justa y duradera. Pero los signos que ya se avizoran dan campo a la
esperanza.
No hay comentarios:
Publicar un comentario