Durante siglos, a los
grupos indígenas se les ha obligado a renunciar a su cultura, a sus usos y
costumbres, y se les ha marginado totalmente de la política social, económica y
cultural del país, aunque de ellos brota nuestra cultura. Deberíamos
avergonzarnos de nosotros mismos, porque las políticas de exclusión en los
países de América Latina y el Caribe, en México y en Centroamérica, son un
insulto para el desarrollo de la humanidad.
Elena Poniatowska / LA JORNADA
Siete
municipios zapatistas, rebeldes desde hace 22 años, proponen lanzar a una
indígena como candidata a la Presidencia del país. Anunciado el 14 de octubre
pasado, en el 20 aniversario del Congreso Nacional Indigenista, del cual es
parte el Ejército Zapatista de Liberación Nacional (EZLN), la noticia ha
alegrado a muchos, entre otros a mí, porque además de una excelente premisa
recuerdo con admiración a la comandanta Ramona y el excelente discurso
en la Cámara de Diputados de la comandanta Esther el 28 de marzo de
2001.
Ahora que seis partidos
políticos declinaron en San Dionisio del Mar en favor de Teresita de Jesús,
mujer huave, ¡qué padre que en las elecciones de 2018 a la Presidencia se
postule una mujer zapatista! Recuerdo lo que significó para todos nosotros
escuchar en la Cámara: “Soy una mujer indígena y zapatista. Por mi voz hablaron
no sólo los cientos de miles de zapatistas del sureste mexicano, sino también
millones de indígenas de todo el país y la mayoría del pueblo mexicano. Mi voz
no faltó al respeto a nadie, pero tampoco vino a pedir limosnas. Mi voz vino a
pedir justicia, libertad y democracia para los pueblos indios. Mi voz demandó y
demanda reconocimiento constitucional de nuestros derechos y de nuestra
cultura”.
Durante siglos, a los
grupos indígenas se les ha obligado a renunciar a su cultura, a sus usos y
costumbres, y se les ha marginado totalmente de la política social, económica y
cultural del país, aunque de ellos brota nuestra cultura. Deberíamos
avergonzarnos de nosotros mismos, porque las políticas de exclusión en los
países de América Latina y el Caribe, en México y en Centroamérica, son un
insulto para el desarrollo de la humanidad. Así lo comprendió Felipe Arizmendi,
obispo de Chiapas y sucesor de don Samuel Ruiz, al señalarlo como un “giro
histórico”. Al filósofo Luis Villoro le habría parecido una candidatura
excelente, porque él buscó colocar a los indígenas en el centro de nuestra
agenda política nacional. Pablo González Casanova ha luchado hasta el cansancio
en contra de nuestro colonialismo; nosotros mismos excluimos a los pueblos
originarios e impedimos que los de abajo –“los más pequeños”–, como los llama
el subcomandante Marcos, construyan su poder. ¿No somos nosotros sus
enemigos al fomentar este colonialismo interno? El levantamiento zapatista
honró a México a partir de 1994 y desde entonces no hemos escuchado nada igual
a “¿de qué nos van a perdonar?”
El EZLN con Marcos,
vocero de los zapatistas y ahora subcomandante Galeano en homenaje a un
zapatista asesinado en 2014, tiene razón al hacer esta propuesta. No creo que a
mujer indígena alguna se le ocurra vender el petróleo a las trasnacionales y
privatizar hasta una tlapalería. Una mujer indígena pediría tener los hijos que
puede tener y mantener, cuidaría el campo y los bosques; además de proteger a
sus hijos, conservaría el agua, pediría –como lo han hecho las zapatistas–
escuela y salud. Difícilmente construiría un rancho modelo en Valle de Bravo
como el de Javier Duarte. La palabra de la subcomandanta Esther fue muy
clara: “No venimos a humillar a nadie, no venimos a vencer a nadie, no venimos
a suplantar a nadie”. Al contrario, pidió “respeto para todos”. La comandanta
Ramona, quien murió de cáncer de riñón, solicitó que camináramos con ella.
Todavía la recuerdo bordando flores de respeto mutuo en blusas y pañuelos.
Ojalá y ahora nos borde los sesos la nueva y bienvenida candidata zapatista.
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