Hay países que ascienden a un nivel superior al de la disculpa ociosa
sin acción. Guatemala, pese a sus persistentes esfuerzos, ha llevado a cabo el
acto sin precedente de llevar a juicio a un exjefe de Estado por sus crímenes,
algo que pudiéramos recordar en el décimo aniversario de la invasión
estadounidense de Irak.
Noam Chomsky / El Telégrafo (Ecuador)
El Día de la Madre en Estados Unidos, el 12 de mayo, el diario The Boston Globe publicó una fotografía
de una joven mujer con su infante durmiendo en sus brazos.
La mujer, de origen indígena maya, había cruzado la frontera
estadounidense siete veces estando embarazada, solo para ser capturada y
devuelta por la frontera en seis de esos intentos. Enfrentó valerosamente
muchos kilómetros, soportando días de calor abrasador y noches gélidas, sin
agua o refugio, entre hombres armados recorriendo los alrededores.
La última vez que ella cruzó, con siete meses de embarazo, fue
rescatada por activistas de solidaridad con la inmigración que le ayudaron a
encontrar su camino hasta Boston.
La mayoría de quienes cruzan la frontera estadounidense viene de
Centroamérica. Muchos dicen que preferirían estar en casa, si no hubiera sido
destruida la posibilidad de una supervivencia aceptable. Mayas como esta joven
madre siguen huyendo de los destrozos del embate genocida sobre la población
indígena de las montañas guatemaltecas hace 30 años.
El principal perpetrador, general Francisco Ríos Montt, el exdictador
que gobernó Guatemala durante dos de los años más sangrientos de la guerra
civil del país a lo largo de décadas, fue hallado culpable en una corte
guatemalteca de genocidio y crímenes contra la humanidad, el 10 de mayo.
Después, 10 días más tarde, el caso fue anulado bajo circunstancias
sospechosas. No está en claro si el juicio continuará.
Las fuerzas de Ríos Montt mataron a miles de guatemaltecos, en su
mayoría mayas, tan solo en el año de 1982.
Al finalizar ese sangriento año, el presidente Reagan le aseguró a la
nación que el asesino fue “un hombre de gran integridad personal y compromiso”,
quien estaba recibiendo una “acusación injusta de organizaciones de los
derechos humanos” y quien “quiere mejorar la calidad de vida de todos los
guatemaltecos y promover la justicia social”. Por lo tanto, continuó el
presidente, “mi administración hará todo lo que pueda por apoyar sus
progresistas esfuerzos”.
Amplia evidencia de los “progresistas esfuerzos” de Ríos Montt estuvo
disponible para Washington, no solo de organizaciones de los derechos, sino
también de los servicios de inteligencia de Estados Unidos.
Sin embargo, la verdad no era bienvenida. Interfería con los objetivos
fijados por el equipo de seguridad nacional de Reagan en 1981. Como informó el
periodista Robert Parry, trabajando a partir de un documento que descubrió en
la Biblioteca Reagan, el objetivo del equipo era suministrarle ayuda militar al
régimen de derecha en Guatemala, a fin de exterminar no solo “guerrilleros
marxistas” sino también sus “mecanismos de apoyo civil”; lo cual significa, en
efecto, genocidio.
La tarea se llevó a cabo con dedicación. Reagan envió equipo “no
letal” a los asesinos, incluidos helicópteros Bell, que fueron armados de
inmediato y enviados en sus misiones de muerte y destrucción.
Sin embargo, el método más efectivo era emplear una red de Estados
clientes para que se hicieran cargo de la tarea, incluidos Taiwán y Corea del
Sur, aún bajo dictaduras apoyadas por EU, así como Sudáfrica durante el
apartheid y las dictaduras argentina y chilena.
A la vanguardia estaba Israel, que se convirtió en el principal
proveedor de armas de Guatemala. Suministró instructores para los asesinos y
participó en operaciones de contrainsurgencia.
Vale la pena volver a exponer los antecedentes. En 1954, un golpe de
Estado dirigido por la CIA puso fin a un intervalo democrático en Guatemala -
“los años de primavera”, como se conoce allá - y restableció a una salvaje
élite en el poder.
En los 90, organizaciones internacionales que condujeron
averiguaciones sobre los combates informaron que, desde 1954, aproximadamente
200.000 personas habían sido asesinadas en Guatemala, de las cuales el 80 por
ciento era de indígenas. Los asesinos fueron, en su mayoría, fuerzas de
seguridad guatemaltecas y paramilitares estrechamente vinculados.
Las atrocidades fueron llevadas a cabo con vigoroso apoyo y
participación de Estados Unidos. Entre los pretextos estándar de la Guerra Fría
estuvo que Guatemala era una “cabeza de playa” rusa en América Latina.
Las verdaderas razones, ampliamente documentadas, también eran
estándar: inquietud por los intereses de inversionistas estadounidenses y temor
de que un experimento democrático que diera poder a la mayoría de campesinos
severamente reprimida “pudiera ser un virus” que “propagaría el contagio”, en
la razonada frase de Henry Kissinger, refiriéndose al Chile socialdemócrata de
Salvador Allende.
El asesino ataque de Reagan sobre Centroamérica no se limitó a
Guatemala, por supuesto. En la mayor parte de la región, las dependencias del
terror fueron fuerzas de seguridad del gobierno que habían sido armadas y
entrenadas por Washington.
Un país era diferente: Nicaragua. Tenía un ejército para defender a su
población. Por lo tanto, Reagan tuvo que organizar fuerzas guerrilleras para
librar la pelea.
En 1986, la Corte Mundial, en el caso Nicaragua vs. Estados Unidos,
condenó a Estados Unidos por “uso indebido de la fuerza” en Nicaragua y ordenó
el pago de compensaciones. La respuesta de Estados Unidos al decreto de la
corte fue escalar la guerra por representación.
El Comando del Sur de EU ordenó a los guerrilleros que atacaran
objetivos civiles prácticamente indefensos, para no “resolverlo a puñetazos”
con el ejército nicaragüense, con base en el testimonio del general John Gavin
del Comando Sur al Congreso en 1987.
Organizaciones por los derechos (las mismas que estuvieron haciendo
acusaciones falsas del genocida Ríos Montt) habían condenado la guerra en
Nicaragua desde el comienzo, pero protestaron con vehemencia por la táctica de
“objetivo suave” del Comando del Sur.
El comentarista estadounidense Michael Kinsley reprendió a las
organizaciones por los derechos por alejarse de las buenas formas. Explicó que
una “política sensata” debe “pasar la prueba del análisis costo-beneficio”,
evaluando “la cantidad de sangre y miseria que será invertida, y la
probabilidad de que surja democracia por el otro extremo”.
Naturalmente, nosotros los estadounidenses tenemos el derecho a
conducir el análisis; gracias, presuntamente, a nuestra nobleza inherente y
registro estelar desde la época en que el continente fue despejado del azote de
los nativos.
La naturaleza de la “democracia que surgirá” difícilmente era oscura.
La describe con precisión el principal académico de “promoción de democracia”,
Thomas Carothers, quien trabajó en proyectos de ese tipo en el Departamento de
Estado durante la administración Reagan.
Carothers concluye, lamentablemente, que la influencia de EU fue
inversamente proporcional al progreso democrático en América Latina, porque
Washington solo toleró “formas de cambio democrático limitado, de arriba abajo,
que no generaran el riesgo de alterar a las estructuras tradicionales de poder
con las cuales Estados Unidos ha estado aliado desde hace largo tiempo atrás en
sociedades bastante antidemocráticas”.
Desde entonces no ha habido cambio.
En 1999, el presidente Clinton ofreció disculpas por crímenes
estadounidenses en Guatemala, pero no se emprendió acción alguna.
Hay países que ascienden a un nivel superior al de la disculpa ociosa
sin acción. Guatemala, pese a sus persistentes esfuerzos, ha llevado a cabo el
acto sin precedente de llevar a juicio a un exjefe de Estado por sus crímenes,
algo que pudiéramos recordar en el décimo aniversario de la invasión
estadounidense de Irak.
También, quizá, sin precedente es un artículo en el New York Times de Elisabeth Malkin,
titulado “Juicio en carnicería de guerra civil guatemalteca excluye
participación de EU”. Incluso el reconocimiento de los propios crímenes es muy
raro.
De raras a inexistentes son las acciones que pudieran aliviar una
parte de las horrendas consecuencias de los crímenes: por ejemplo, que Estados
Unidos pagara las compensaciones a Nicaragua ordenadas por la Corte Mundial. La
ausencia de ese tipo de acciones suministra una medida del abismo que nos
separa de donde debería estar una sociedad civilizada.
El libro más reciente de Noam Chomsky es "Sistemas de poder:
Conversaciones sobre insurrecciones democráticas globales y los nuevos desafíos
al imperio de EU. Conversaciones con David Barsamian". Chomsky es profesor
emérito de lingüística y filosofía en el Instituto Tecnológico de Massachusetts
en Cambridge, Massachusetts.
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