Raúl Zibechi, analista
internacional, investigó durante doce años la política exterior y doméstica del
gigante sudamericano y, ahora, acaba de editar en Argentina –con el apoyo del
colectivo periodístico La Vaca– el libro “Brasil, ¿un nuevo imperialismo?”, una
obra que se plantea decodificar todo el diccionario político del vecino país:
sus poderosas multinacionales pero, también, la disrupción del lulismo, la
creatividad de sus nuevos movimientos sociales y la economía que atrasa de los
señores feudales sojeros.
Emiliano Guido / Miradas al Sur (Argentina)
Raúl Zibechi, periodista y analista uruguayo. |
Un día, la
asamblea del semanario cooperativista uruguayo Brecha designó al
periodista Raúl Zibechi como editor de la sección Mundo. En ese momento,
Zibechi pensó que la agenda de los países vecinos como Brasil era relativamente
fácil de cubrir. Pero, enseguida, se dio cuenta de su error. “En realidad, sabemos
muy poco del gigante sudamericano. No sólo en términos de proyección
internacional sino en cuanto a valores culturales domésticos. Lo que sucede en
Porto Alegre no tiene nada que ver con la realidad del Estado de Bahía, por
ejemplo”, comenta el autor de Brasil, ¿un nuevo imperialismo? a Miradas
al Sur. Para superar ese desconocimiento, Raúl Zibechi comenzó a estudiar,
a investigar y a conectarse con los poderosos movimientos sociales locales. Y,
luego de doce años de trabajo, Zibechi pudo finalmente publicar la pieza
editorial que hoy presenta a pocos días de su llegada a las librerías
porteñas.
–Entiendo
que se planteó múltiples enfoques, del geopolítico al rol de los movimientos
sociales, cuando comenzó su investigación sobre el fenómeno político de Brasil.
¿Por qué decidió articular una mirada macropolítica con una lectura
micropolítica para abordar los movimientos del gigante sudamericano?
–Básicamente,
porque estamos viviendo un momento de la política global con fuertes cambios en
la distribución de poder y en las relaciones interestatales. El Pacífico es el
centro del mundo, antes era el Atlántico. China es la potencia emergente y en
dos o tres años desplazará a los Estados Unidos a nivel de producción. Y en
América latina esos cambios geopolíticos se manifiestan de una manera muy
importante. Por eso, me parecía importante que la gente progresista, de
izquierda, el público atento a lo social tuviera una lectura abarcativa y no
sesgada sobre Brasil, otra cuestión importante para presentar el libro. El
gigante suramericano está modificando el rumbo de la región junto a dos países
medianos que actúan como sus socios de primera línea: Argentina y Venezuela.
Ejemplos: cuando hay una crisis diplomática de envergadura, actúa la Unasur y
no la OEA. Eso es una modificación geopolítica de largo plazo, no olvidemos que
durante más de medio siglo la OEA jugó un rol central en las relaciones
regionales. Una Unasur, además, que no es sólo una alianza diplomática sino que
también tiene una creciente pata militar; con el Consejo Sudamericano de
Defensa, la región ya cuenta con proyectos militares y producción de armamento
propio. Tercer punto, también me propuse analizar el campo cultural de Brasil.
Conocemos poco lo que pasa en el vecino país y, en general, sus movimientos
políticos siguen siendo una incógnita. Lo que pasa en Porto Alegre es muy
distinto a lo que sucede en el Estado de Bahía.
–En la
portada del libro está planteado un interrogante al que se suele obviar a la
hora de pensar el fenómeno de Brasil como potencia. ¿Pudo, finalmente, concluir
qué tipo de imperialismo construye y promueve el gigante sudamericano?
–Es una
conclusión abierta y la planteo en el libro. Primera cuestión, Brasil ya no es
más un subimperialismo como lo planteaba el investigador Ruy Mauro Marini en
los años setenta. En ese momento, Marini precisaba el rol del vecino país en la
cadena imperialista mundial. Brasil era la plataforma donde desembarcaban las
empresas multinacionales y el país que administraba las intervenciones territoriales
o golpistas de la Casa Blanca en el Cono Sur: las dictaduras de entonces en
Paraguay y Bolivia hay que entenderlas como parte de la gestión del
subimperialismo brasileño. Ahora bien, yo afirmo que Brasil no es más ese tipo
de imperialismo porque tiene una capacidad autónoma de acumulación de capital y
tiene un proyecto estratégico que lo diferencia notablemente de los Estados
Unidos. Después apunto dos razones para argumentar por qué Brasil no está
transitando un camino imperialista.
En primer
lugar, los países del tercer mundo no estamos condenados a vivir la experiencia
europea. El colonialismo y el imperialismo son historias de los países
centrales. Por otro lado, la estrategia política y la estrategia de defensa de
Brasil se plantea que quiere ascender al rasgo de potencia global en alianza
con los países de América del Sur, no de América latina. América del Sur es un
territorio con otras implicancias geopolíticas. Dos o tres puntos a resaltar:
las alianzas estratégicas de Brasil con la Argentina y Venezuela, hay una
permanente negociación como en el conflicto automotriz entre Buenos Aires y
Brasilia, en las cuales no se puede decir que Brasil imponga unilateralmente la
agenda.
Eso
diferencia muchísimo a Brasil del viejo imperialismo yanqui o europeo que,
directamente, planteaba cañoneras y mercancías como forma de vínculo. En
segundo lugar, no olvidemos que Estados Unidos sigue cumpliendo un rol
hegemónica en las relaciones internacionales y se está reposicionando en el
Cono Sur a través del bloque llamado Alianza del Pacífico, que es una fuerte
barrera para frenar la expansión política del Mercosur. Entonces, Brasil tiene
un peso determinante en la región pero su hegemonía es una hegemonía
contestada, discutida, negociada.
Por último,
no olvidemos a los pequeños países y cómo gravitan en esta discusión. No es lo
mismo la Argentina que Paraguay, donde un tercio de sus tierras están en manos
de oligarcas brasileños. Pero, incluso, ahí vemos también que el gobierno de
Dilma Rousseff tiene una actitud de negociar con Asunción. Por ejemplo, se
rediscutió el Tratado de Itaipú. Lo mismo sucedió con Ecuador en 2008 cuando
una multinacional brasileña de la construcción entró en litigio con el gobierno
de Rafael Correa y la diplomacia del Palacio Itamaraty intercedió para mediar
entre las dos posturas.
En
definitiva, Brasil no es un nuevo imperialismo. Si puede llegar a constituirlo,
no lo sabemos. Mientras tanto, si bien hay problemas en el Mercosur, a países
como Uruguay y Argentina que comercian tanto con el líder regional, y no
estamos hablando sólo de commodities sino de productos con valor agregado, la
alianza con Brasil es sumamente importante.
–Es muy
común afirmar que las elites políticas brasileñas lograron forjar políticas de
Estado duraderas. ¿De qué manera el lulismo logró modificar estos rumbos
fijados desde la cúpula del Estado?
–Un poco
atrás en el tiempo hay que señalar que el grueso de las instituciones más
emblemáticas de Brasil vienen de la época de Getulio Vargas. Una de ellas,
Petrobras, que está entre las principales petroleras del mundo, nunca fue
privatizada del todo aunque sí fue avanzando el capital privado accionario
dentro de la compañía. Luego, con las políticas del presidente Lula, el Estado
brasileño recupera el control mayoritario sobre la petrolera pública. Entonces,
no es lo mismo contar con una presencia minoritaria que hegemónica dentro de la
principal empresa extractiva local.
Aclaremos
también que la política de privatizaciones en Brasil, que fue comandada por
Fernando Henrique Cardoso, no fue ni la sombra de la política de Carlos Menem.
Otro ejemplo, Embraer –que es la tercera aeronáutica civil del mundo detrás de
Airbus y Boeing y ahora es una importante fábrica de aviones militares– siempre
contó con una acción de oro por parte del Estado. ¿Por qué? Muy simple, porque
existe una burguesía brasileña y unas fuerzas armadas nacionalistas que nunca
se dejaron manipular del todo aunque pudieran ser ideológicamente muy
anticomunistas. Siempre fueron muy brasileñistas para no decir nacionalistas,
que siempre es más complejo.
Otro
ejemplo claro de los cambios operados por el lulismo en el Estado pasa por las
políticas sociales. Los programas ofrecidos como el Bolsa Familia si bien no
son nuevos, son centralizados y expandidos territorialmente en el Estado
nacional a partir de la llegada del lulismo al Palacio Planalto. ¿Qué quiero
decir con esto? Que quizás el lulismo no haya impulsado muchas políticas nuevas
pero sí profundizó lo mejor de las políticas estatales preexistentes.
–Las
protestas en Brasil sorprendieron a todos los analistas. Muchos optaron por la
visión maniquea y conspirativa y privilegiaron el rol de los medios y de la
derecha local en las movilizaciones. Como especialista en movimientos sociales,
¿qué puede contar de las organizaciones juveniles que motorizaron el inicio de
la rebelión en las principales ciudades?
–Primero,
no creo en las conspiraciones. Pero sí creo que los sectores conservadores
siempre intervienen en las coyunturas, que es algo muy diferente. Y en Brasil
la derecha, obviamente, intervino. A ver, en Brasil había una historia muy
larga de movimientos rurales muy importantes. Eso viene de los llamados
quilombos. Esa lucha hoy se expresa en el Movimiento de los Trabajadores Rurales
sin Tierra, el conocido MST, una de las organizaciones sociales más importantes
del mundo.
Bueno, en
el último tiempo, los movimientos de protesta tuvieron un cierto un desgaste en
Brasil por dos motivos: uno, porque el agronegocio avanza y no hay reforma
agraria, y eso se manifiesta en menos ocupaciones y campamentos territoriales,
el MST, por ejemplo, organizaba todos los años 150 campamentos y el último año
sólo organizó trece acampadas. Segundo, Brasil cuenta con dos estructuras
sindicales importantes: la CUT, más oficialista, y Forza Sindical, que es más
conservadora pero con llegada al gobierno.
Ahora bien,
el movimiento sindical brasileño es muy diferente al argentino o al uruguayo.
Un ejemplo para visualizar cómo se están convirtiendo en un paraguas de la
denominada aristocracia obrera. Para los festejos del 1 de mayo, la CUT
organiza grandes shows con artistas de renombre donde se sortean coches y hasta
departamentos de lujo. Esos actos están financiados por las grandes empresas
como Banco do Brasil o Carrefour y cuestan hasta un millón y medio de dólares.
Tienen por lo tanto una cultura sindical más norteamericana, más empresarial y
de aparato, distinta a lo que puede hacer la CTA argentina o el PIT–CNT
uruguayo. Entonces, en el nuevo siglo, cuando los movimientos sociales
tradicionales estaban más institucionalizados, comienzan a aparecer en las
ciudades nuevas organizaciones. ¿Cuáles? Algunas son más conocidas y vinculadas
a los medios alternativos como Radios Libres o Indymedia; también surgen los
llamados Sin Techo, vinculados a la experiencia del MST. Y aparecen dos
movimientos muy interesantes: uno es el Pase Libre, que pelean por el boleto
gratuito en los transportes. Pase Libre surge en el 2003 con una gran revuelta
de 40 mil personas en las calles de Bahía y luego continúan protagonizando
grandes actos de protesta en el 2004 levantando los molinetes de los subtes en
Florianópolis. Recordemos que el transporte en las principales ciudades de
Brasil es muy malo y muy caro, un viaje en colectivo cuesta diez pesos
argentinos, tres reales, un dólar y medio. Esa camada de jóvenes plantea la
acción directa, la organización horizontal, autónoma de los partidos y federal,
apartidaria pero no apolítica.
La segunda
expresión de esta nueva cultura organizacional de base son los Comités
Populares de la Copa del Mundo, que son comités que se crean en las doce
ciudades donde se va a desarrollar el mundial de fútbol. La Copa del Mundo
implica construir estadios nuevos, ampliar aeropuertos y autopistas, y
finalmente, remover personas. Se calcula que no menos de 160 mil brasileños en
doce ciudades son removidos a raíz de las obras de la Copa. Un ejemplo que
denuncia el Comité: en la final del mundial de 1950, alrededor del 10% de la
población de Río acudió a los estadios. Hoy, el Maracaná fue reconstruido como
un estadio VIP donde sólo entra el 1% de la población de Río. Entonces, las
canchas y el fútbol se elitizaron en Brasil. Caben menos gente en los estadios
y las entradas son más caras. Los estadios parecen cines de lujo con asientos
reclinables y aire acondicionado, los plateístas llegan a su lugar por rampas
especiales para no cruzarse con la plebe. Además, no puede haber venta
ambulante de productos cerca de los estadios por imposición de la FIFA. Esas
inversiones están costando alrededor de 15 mil millones de dólares. Claro, no
todos son parte de esa fiesta en Brasil y por eso las protestas en las calles.
–Una última
reflexión sobre el futuro del lulismo: ¿cómo ve la actitud política de Dilma
Rousseff en la administración de la crisis? ¿Qué opinan los sectores más de
base del Partido Trabalhista? ¿Lula está jugando en la actual coyuntura? ¿De
qué manera?
–Al PT,
como a todos los partidos, un movimiento de esta envergadura en la calle lo
sorprende y lo toma con pocas respuestas políticas. El PT es un partido que se
ha institucionalizado mucho. Hoy, la mayoría de sus cuadros tienen cargos
públicos. Ya no es más aquel partido de obreros de hace casi cuarenta años.
Ahora bien, lo que está más en problemas es el lulismo entendido como pacto
social, por el cual a cambio de paz social había políticas inclusivas en un
período, claro, de alza de la economía. De esa manera, cuarenta millones de
personas salieron de la pobreza pero no es que vivan bien. Sino que tienen
acceso a cuotas de consumo, compran plasmas y motos, que es otra cosa distinta.
En San Pablo, por ejemplo, se duplicó la cantidad de pasajeros de medios
públicos y no se incrementó la oferta de servicios. Entonces, hay más gente en
movimiento, porque ganan un poquito más, pero a su vez se trasladan por la
ciudad en pésimos transportes.
En
definitiva, la paz social típica del Brasil se rompió y ese escenario está en
disputa. En ese sentido, creo que Dilma Rousseff está aprovechando esa energía
social para modernizar el sistema político. Brasil modernizó su economía pero
su estructura política sigue siendo muy caudillista. En ese sentido, la apuesta
de Dilma es muy interesante. El PT ya barrió algunos resortes de la vieja
política conocida como coronelismo (la ultraderecha que controla pequeñas
regiones), ahora tiene la oportunidad de dar un salto cualitativo en lo
político con una reforma profunda de sus instituciones. En definitiva, sería el
camino seguido por otras potencias emergentes que primero despegaron
económicamente y luego en lo institucional. Sería, entonces, la mejor manera de
Dilma de administrar una crisis que si no la gestiona la va a superar en
términos políticos.
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