Sin entrar a la batalla
de ideas en el campo de la educación, propuestas como las de la CELAC corren el
riesgo de ser colonizadas, manipuladas y finalmente convertidas en mamparas para
la reproducción del capitalismo académico y del neoliberalismo pedagógico.
La educación superior desde la perspectiva del neoliberalismo. |
Andrés Mora Ramírez / AUNA-Costa
Rica
Los acuerdos y
declaraciones de la cumbre de la Comunidad de Estados Latinoamericanos y del
Caribe (CELAC), celebrada en Costa Rica a finales del mes de enero, ofrecen un
excelente punto de partida para adelantar y profundizar el debate sobre la
educación superior y las políticas públicas en esta materia, pero ahora, en
clave nuestroamericana, y no desde la
perspectiva hegemónica imperante en las últimas décadas: esa que es elaborada
por la tecnocracia de los organismos financieros internacionales, y que expresa
la lógica perversa del cálculo de utilidad, de la rentabilidad y la
productividad por encima de cualquier otro criterio.
En la Declaración
de Belén, los presidentes y jefes de gobierno de la CELAC reivindican la
educación como derecho humano, y señalan la negación del acceso universal a “una educación pública, gratuita y de
calidad” como una causa determinante de las desigualdades sociales y las
brechas de conocimiento que afectan a nuestras sociedades. Además, se
comprometen a “impulsar activamente
políticas en materia de educación superior universitaria, en todas sus
modalidades académicas, que permitan el acceso equitativo a una educación
superior de calidad”, utilizando para ello todos los mecanismos y
estrategias de cooperación regional disponibles en esta materia (acreditación
de carreras y programas, intercambios académicos, entre otros).
Por su parte, la
presidencia ecuatoriana pro tempore de la CELAC se ha propuesto hacer de la
educación superior un tema fundamental de su gestión al frente de este
organismo. En su intervención
en la cumbre, el presidente Rafael Correa lanzó dos desafíos para el
próximo quinquenio en América Latina: el primero, duplicar la inversión en
investigación y desarrollo, para pasar del actual
0,78% del PIB de toda la región, a un 1,5% del PIB en el año 2020; y el
segundo, lograr que al menos 12 universidades latinoamericanas se ubiquen entre
las 200 mejores del planeta, lo que implica que “debemos elevar el presupuesto en educación superior al menos al 1.7%
del PIB regional en el siguiente quinquenio”.
Para Correa, si se
quieren crear condiciones de equidad en nuestro continente, es fundamental
asumir una nueva concepción de la inversión en la formación humana y del
conocimiento como “bien público de libre
y masivo acceso”, pues “los países
que no produzcamos conocimientos, seremos cada día más ignorantes en términos
relativos y más dependientes de lo que producen otros. Es decir, la generación
de conocimiento también nos hará más libres”.
Este diagnóstico
general de la realidad de la educación superior latinoamericana, y las metas a las que convoca la CELAC,
también deberían animarnos a promover una discusión profunda sobre nuestras
universidades –especialmente las públicas-, sobre su compromiso social, sobre
las finalidades de sus proyectos de investigación y extensión, y
principalmente, sobre las raíces filosóficas, epistemológicas y pedagógicas que
nutren las prácticas culturales docentes.
No es posible obviar el
hecho de que las transformaciones sociales, políticas y económicas impulsadas
por el neoliberalismo en las últimas décadas, lo mismo que el cambio cultural
que ha sido correlato de tales procesos, ha afectado de modo determinante a la
educación superior –y a la vida universitaria como un todo-, movilizándola
hacia un horizonte mercantil. Las principales fuerzas que presionan por un cambio
como este no provienen, por lo general, de las propias universidades, y ni siquiera
de sus respectivas sociedades: como lo explica el sociólogo brasileño José
Mauricio Domingues, organismos y agencias como el Fondo Monetario Internacional
(FMI), el Banco Mundial, la Organización Mundial del Comercio y gobiernos de
los países ricos, lograron imponer una amplia agenda de reformas educativas que
inauguraron una época nueva en la región latinoamericana, en la que “se
importaron patrones de regulación, a través de la difusión de ideas y prácticas
compartidas por comunidades profesionales, pero también mediante la creación
forzada de agencias tal como lo demandaban aquellos organismos internacionales”[1].
Así, en América Latina
asistimos a un proceso de contrarreforma educativa de larga duración –ya supera
las dos décadas-, que sin lugar a dudas está generando una cultura académica
nueva, basada en dos nociones ideológicamente complejas: la calidad y la evaluación,
que se expresan en nuevas prácticas culturales y en la construcción de un sentido común que define el horizonte
ideológico de lo posible en la academia. La calidad y la evaluación, entonces, elevadas
a la condición de categorías pedagógicas, como decía Adriana Puiggrós, son usadas
“por el discurso neoliberal como un
instrumento de legitimación para la aplicación de premios y castigos en la
tarea de disciplinar a la comunidad educativa para que acepte la reforma”[2].
Sin entrar a la batalla
de ideas en el campo de la educación, propuestas como las de la CELAC corren el
riesgo de ser colonizadas, manipuladas y finalmente convertidas en mamparas para
la reproducción del capitalismo
académico y del neoliberalismo
pedagógico. He aquí otro desafío, no mencionado por el presidente Correa,
pero que nos interpela a todas y todos quienes, de una u otra manera, estamos
relacionados con las universidades latinoamericanas y nos preocupa su futuro.
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