Por encima de la lógica
del poder y de los intereses ideológicos del Vaticano; y por encima de las
burocracias que custodian los santorales y las puertas del cielo, Oscar Arnulfo
Romero –San Romero de América- ya había sido elevado a los altares del pueblo
desde hace mucho tiempo.
Monseñor Oscar Romero, representación en mural del artista salvadoreño Isaías Mata. |
Andrés Mora Ramírez / AUNA-Costa
Rica
La historia de El
Salvador, como la de otros países centroamericanos, es una historia manchada
con la sangre y los sufrimientos de los inocentes, de los más pobres, de los
excluidos y condenados de la tierra.
El siglo XX fue especialmente doloroso para un pueblo que, una y otra vez, vio
ahogadas sus esperanzas y luchas por la liberación en medio de crímenes
espantosos y la impunidad de quienes detentaban el poder. Uno de sus más
lúcidos y comprometidos poetas, Roque Dalton, supo llevar a los versos esta
tragedia: “Ser salvadoreño es ser medio
muerto /eso que se mueve / es la mitad de la vida que nos dejaron // Y como todos
somos medio muertos / los asesinos presumen no solamente de estar / totalmente
vivos / sino también de ser inmortales”.
Dalton se refería a la matanza de Izalco, de 1932, aquel
alzamiento de trabajadores y campesinos predominantemente indígenas, que
salieron en defensa de la victoria del Partido Comunista en las elecciones
legislativas y de alcaldes de aquel año, y que desató una brutal represión por
parte del gobierno del dictador Maximiliano Hernández Martínez, que incluyó acciones de violencia y
exterminio étnico sistemático, que dejaron –según diversas fuentes- unos 30 mil
muertos. Pero las desgarradoras imágenes poéticas de Dalton también pueden
narrar el suplicio de los 75 mil muertos, 8 mil desaparecidos y un millón de
refugiados y desplazados durante la
guerra de los doce años, es
decir, el conflicto armado que se inició en 1980 y se extendió hasta la firma
de los Acuerdos de Paz de 1992.
Por eso, el anuncio de
la firma de un decreto por parte del Papa Francisco, en el que reconoce el
martirio del obispo salvadoreño Oscar Arnulfo Romero, asesinado el 24 de marzo
de 1980 por un comando militar bajo las órdenes del mayor Roberto D’Aubuisson,
no solo llena de regocijo a toda América Latina –a creyentes y no creyentes,
que reconocen el legado del clérigo-, sino que además constituye un acto de
reparación histórica: por un lado, de la memoria de las luchas populares en El
Salvador; y por el otro, del contenido de
verdad que animó a los miles de hombres y mujeres que también pagaron
con el precio de su vida el reclamo de
justicia social, de igualdad, de libertad y dignidad humana, en una sociedad dominada por una oligarquía
que, en el siglo XX, todavía seguía viviendo en la colonia.
Desde la experiencia
paradójica de su vida, donde pasó de ser un arzobispo designado para
reforzar el orden oligárquico del régimen, a la radicalización de su
pensamiento y su compromiso político, que lo convirtieron en un pastor de la
iglesia de los oprimidos, en la figura de Romero convergen ese amplio arco de
aspiraciones e ideales que van del etnocidio de 1932, al “paroxismo de la
locura” de la guerra civil –como lo definió la Comisión de la Verdad de la ONU
para El Salvador-; de los martirios de Farabundo Martí y José Feliciano Ama, a
los de Rutilio Grande y los jesuitas de la UCA, por citar algunos ejemplos.
Por encima de la lógica
del poder y de los intereses ideológicos del Vaticano; y por encima de las
burocracias que custodian los santorales y las puertas del cielo, Oscar Arnulfo
Romero –San Romero de América- ya
había sido elevado a los altares del pueblo desde hace mucho tiempo. La
decisión del Papa Francisco, resistida de una y mil formas por sus antecesores
Juan Pablo II y Benedicto XVI, enaltece a un hombre que comprendió las
responsabilidades de su tiempo y el dolor de sus compatriotas salvadoreños, y
al mismo tiempo, reivindica a una iglesia con rostro de pueblo, consecuente con
el mensaje evangélico de Jesucristo.
Poco antes de su
asesinato, Romero declaraba en una entrevista: “Si me matan, resucitaré en el pueblo salvadoreño”. Hoy, Romero no
solo vive en El Salvador, sino en la conciencia y las utopías de todas aquellas
personas que no cejan en la búsqueda de la liberación de los pueblos y el
bienestar de las grandes mayorías.
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